¿Cómo podría meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo tiempo en la profunda sabiduría con que una y otra, felizmente combinadas en ese Estado concurren, del modo más aproximado a la ley natural y más favorable para la sociedad y al mantenimiento del orden público? -Jean Jacques Rousseau-.
El tema Haití por más que queramos ignorarlo afecta el desarrollo sociopolítico, cultural y económico de toda la región caribeña, y es, aunque digan lo contrario los que han hecho del odio una forma de permanencia en las tertulias de discusión ideológica, una cuestión que nos obliga a reorientar la política exterior en función de asegurar nuestro espacio sin transgredir ni desconocer derechos de terceros.
Establecer medidas de seguridad, no implica el rompimiento de las normas internacionales que, en el sentido más humano posible, velan por el interés de preservar derechos inherentes de la persona. La xenofobia y el racismo no son concluyentes a la hora de proteger bienes tan básicos como la vida, la salud y el derecho a la alimentación, todos amenazados en la parte oeste de la isla por la crisis social, que tiene como detonante el asesinato de un presidente en democracia.
La crisis que golpea a nuestro vecino y principal socio comercial, pese a los designios fatalistas de los haitianófobos, no radica en la incapacidad de sus ciudadanos en agenciarse una vida diferente a la que viven hoy el resto de países, es el producto centenario de acciones políticas indebidas que lastran al abismo el futuro de gente con los mismos derechos que nuestros compatriotas. Ahogados en conflictos de magnitudes insospechadas y desprovistos de instituciones que puedan relanzar un Estado inexistente.
Los llamados que oportunamente hiciere el primer mandatario de la nación, en el que cita de manera directa a potencias económicas y armamentistas a intervenir en la cuestión del vecino, es una muestra de la mesura política a la hora de tocar una fibra sensible para el desempeño de un Estado amenazado colateralmente por un conflicto político que podría trascender los límites de la frontera.
El tema es de larga data y tratarlo objetivamente nunca ha sido posible por el veneno vertido para atrofiar una realidad histórica inmutable. La objetividad, más que la defensa de lo inhumano obliga a que el Estado, mediante los mecanismos violentos de control, establecidos en la Constitución y las leyes que rigen para tal efecto, guarde celoso el territorio imponiendo los criterios esparcidos en los tratados sobre los que sustenta la división territorial, teniendo presente, que la mayoría de los ciudadanos de Haití no representan una amenaza armada ni nada parecido.
No es discutible que somos dos culturas con características siamesas e ideología y composición social distintas, pero en el sentido general más amplio de la palabra, somos hijos de un destino implacable que a veces elije a uno de sus vástagos para cargar con el peso de sus defectos. Restringir ese pueblo hermano más allá de lo que plantea la ley, es la negación a un conjunto de prerrogativas, analizadas ampliamente y aprobadas en los foros donde se prevé el derecho de la gente por encima todo precepto normativo.
Haití se encuentra a la puerta de su peor crisis humanitaria, posiblemente al umbral de una intervención militar dispuesta por las potencias económicas, más o menos responsables de todos sus males. Originalmente carente de salud, educación, y una alimentación precaria. Padece, producto del negocio que ha representado su desgracia para los políticos y oligarcas, de un cáncer que solo es posible detener si tomamos en cuenta que no podemos vivir ausentes de sus problemas. Pues nos guste o no, para nosotros Haití es más que un trazo imaginario.