Hay una fatal coincidencia entre las declaraciones de Hilary Clinton sobre un eventual choque de grandes proporciones entre los dos países que comparten
esta isla caribeña de Quisqueya y el reinicio de la construcción de un canal en el lado haitiano del río Masacre.
Desde ese momento se desató la ira del infierno, la política dio un giro inesperado; el asunto haitiano copó todo el interés del discurso y la acción gubernamentales.
Nadie debe dudar quién dirige los hilos secretos que gobierna la política del vecino país; dónde se fraguó el magnicidio del Juvenel Moise; de dónde han llegado las cien mil armas que en medio del caos entraron en Haití.
La severidad de la política de deportaciones implementada por esta gestión molesta al coloso del norte, el cual exige el respeto al derecho de los inmigrantes haitianos indocumentados en nuestro país, mientras emplea caballos y foetes para espantar como bestias a esos mismos inmigrantes cuando intentan rebasar
la frontera norteamericana.
No es ocioso pensar, por tanto, que el asunto del canal ha sido una estratagema muy bien pensada para poner en dificultades al presidente Luis Abinader.
La decisión de cerrar todas las fronteras; de exacerbar los ánimos; de dar pretextos al falso nacionalismo; de acorralar aún más a un pueblo que se muere de hambre, es un error político.
Por una parte, ha permitido que la élite corrupta, y sin base social, que dirige en Haití adquiera cierta legitimidad coyuntural. Ha dado razones para que los haitianos en Haití desvíen la atención de sus demandas más sentidas y pongan las miradas en la crisis provocada por las decisiones tomadas por el gobierno dominicano. Además, ha unificado a una parte importante de un país fragmentado en la visión común de vernos como enemigos.
De este lado, los enormes daños que la falta de comercio causa a los habitantes de la frontera, incluidos los productores y comerciantes, se revierten contra el presidente de la república. De igual manera, decenas de miles de votantes de ascendencia haitiana sienten el drama de sus connacionales y castigarán a los que
consideran culpables.
Hay una señal no develada en el éxodo voluntario de nacionales haitianos una vez se cerraron las fronteras. Puede ser el miedo. Puede ser el eco lejano de la brutal masacre del 1937.
El retrato borroso del grito sin auxilio de sus antepasados; o quizás ese arraigado sentimiento de identidad que distingue al pueblo llano de Haití.
En todo caso, creo perentorio desmontar toda la parafernalia anti haitiana y los pretextos que la alimentan.
Creo que deben abrirse las fronteras y aprovechar la disposición de Francia a servir de mediadora para el diálogo binacional. Procurar compartir de forma racional y sustentable las aguas del río común sin menoscabo de su caudal, pues no solo nuestro país tiene derecho sobre el mismo.
Es una contradicción inadmisible el negarse a que nuestros vecinos puedan producir alimentos, en un país que apenas tiene un 1.5% de tierras cultivables, cuando esto pudiera descompensar la presión de la inmigración que tanto nos alarma.
Si este diferendo se lleva a las instancias internacionales, no lo ganaremos.
La oposición política dice compartir la defensa de la soberanía y el nacionalismo, pero realiza actos masivos con los nacionalizados de origen haitiano.
Retornemos a otro camino; asumamos otra mirada.
Troquemos los torrentes en remansos; el desenfreno en templanza; el fusil en laurel.