Bajo el dominio francés, Haití era la colonia de mayores ingresos de América. Su economía producía y exportaba la mitad del azúcar y del café consumido en el mundo. A fines de 1780, era el mayor mercado para el comercio esclavista. Más de la mitad de los esclavos eran africanos y trabajaban en la agricultura.
Haití fue el segundo, después de los Estados Unidos, y el primero en América Latina, en lograr su independencia. Creo que es el primer y único caso exitoso a lo largo de historia de una rebelión de ex esclavos, que, aliados con los mulatos, liderados por Jean J. Dessalines y Alexandre Petión, se rebelaron y en una guerra popular de liberación nacional, encarnizada, expulsaron a los franceses y lograron su independencia. Ello sienta un precedente de eliminación del comercio y trata transatlántica de personas.
Pero si bien la gloria política y humana llega a su clímax con la emancipación, de haberse convertido, durante el siglo dieciocho en una de las colonias más ricas del mundo, gracias a la explotación de caña de azúcar y café (obviamente, rico para los blancos franceses que instauraron un sistema esclavista), en muy poco tiempo inicia el proceso de vulnerabilidad económica, de pobreza e inestabilidad política y social, cuya historia no es mi objeto esta vez.
Lo innegable es que hoy día la de Haití es la economía más pobre de América y del hemisferio occidental, pues tiene el menor PIB per cápita y uno de los países de mayor desigualdad del mundo.
Esta miseria y desigualdad sociales haitianas, la falta de liderazgo, ausencia de poder legítimo para gobernar, la permanente inestabilidad sociopolítica, las crecientes fragilidades ante los fenómenos naturales y la corrupción, son, entre tantas manifestaciones de su descalabro, las características de un pueblo descuartizado y sin pensamiento unificado ni unificador, que agoniza ante los ojos del mundo.
Un país que vive entre la supervivencia de la mayoría, el caos, un desgobierno y un poder paralelo en manos de las mafias criminales, no se si pueda resurgir de sus ruinas. Los golpes de la naturaleza, la delincuencia y el desorden social y político son las gotas de rebozan la copa del desastre haitiano.
El paso del régimen autoritario de los Duvalier al sistema democrático no ha impedido la gran vacilación política, la violencia, la delincuencia y la pobreza que arropa a ese país. No han servido de nada los cientos de ONG que han venido apoyando económica y técnicamente a Haití. De nada ha valido la cantidad de recursos internacionales que ha llegado. La mayoría siempre se ha esfumado en muchas manos. Igualmente, sirvió de poco el apoyo de una misión de estabilización de la ONU desde 2004.
A la comunidad internacional se le plantea entonces un gran dilema. Haití es un Estado fracasado. Son tantas las veces que el apoyo se le ha dado y todos los esfuerzos han sido en vano.
¿Con quiénes cuenta la comunidad internacional en Haití para emprender nuevamente la labor de pacificación y restablecimiento de la inexistente institucionalidad democrática haitiana?
¿Con Jimmy Chérizier, alias Barbecue, un expolicía que ha conformado una poderosa federación criminal de nueve pandillas (G9 y familia) en Puerto Príncipe? ¿O con Joseph Wilson, conocido como Lanmo San Jou, de la banda 400 Mawozo, con un rosario de homicidios, secuestros, robo de autos y rapto de camiones con mercancías?
¿O con un alicaído primer ministro de facto, sin poder real, como Ariel Henry? ¿O con el país de las ONG, cuya labor muchos han cuestionado, porque los resultados están a la vista de todos?
¿O fracasa con una nueva fuerza de seguridad, como los cascos azules, para la pacificación y la seguridad? ¿O interviene, excediendo su poder, en la instauración -aunque parezca contradictorio- de un gobierno legítimo y democrático unificador de una población sin ningún viso de unidad de propósitos?
Haití necesita iniciar su proceso de restablecimiento institucional general, político, social y económico. Nosotros también. Pero en este tipo de procesos el milagro no existe, por lo que eso no sucederá por ahora. ¿Qué nos queda? La esperanza, que es lo último que se pierde. Sigamos, pues, clamando, como el presidente Abinader, aunque sea en el desierto.