Era una mañana tranquila y soleada del 23 de junio de 1965. El toque de queda había sido levantado a las 6:00 a.m. y yo me disponía a manejar de Yamasá a Santo Domingo, y de allí a Haina, a la casa principal de los sacerdotes de Scarboro, una Orden religiosa canadiense con una larga trayectoria de servicio en República Dominicana. Nuestras Superioras en Canadá habían sugerido que, de dos en dos, regresáramos para visitar a nuestras familias y aliviar sus preocupaciones sobre nuestra seguridad en la guerra civil que había comenzado hacía dos meses.

Era mi turno de hacer el viaje de regreso a casa y, como solíamos hacer, quería consultar con uno de los sacerdotes que me ayudaría con los arreglos de mi viaje.

Mi compañera y yo entramos en el patio del Centro Scarboro en Haina alrededor de las 7:30 a. m. Una de las amas de llaves de los sacerdotes cruzaba el patio hacia sus habitaciones. Nos saludamos y le pregunté qué sacerdotes estaban disponibles para verme.

“Aquí no hay nadie”, respondió ella. Le comenté lo extraña que me parecía esa situación, y ella ofreció una explicación: “Están todos en el hospital. El Padre Arturo está allí". "¿Está enfermo?", presioné. "Está muerto", soltó ella. Con incredulidad, la contradije. No puede estar muerto. Probablemente esté gravemente herido. Repitió la verdad que mi mente no podía captar: "Está muerto".

Regresamos a Yamasá sin detalles de la impactante noticia. ¿Hubo un accidente? Debe haber habido un accidente. El Padre McKinnon había sido enviado desde San José de Ocoa, donde había estado trabajando con el Padre Louis Quinn, a Monte Plata, nuestra parroquia vecina, para reemplazar al párroco de allí hasta que este regresara de su visita a Canadá. No había indicios de que el Padre Arturo hubiera estado enfermo.

Antes del mediodía, datos de la tragedia llegaron a Yamasá, y nos los reveló el sacerdote que reemplazaba a nuestro párroco, el Padre Alphonse Chafe, un sacerdote jubilado que había trabajado en República Dominicana en los últimos años. Parecía que Arturo McKinnon, el jueves anterior a su muerte, había predicado un sermón fulminante contra las autoridades que habían detenido a varios jóvenes de Monte Plata y los tenían retenidos en la cárcel de La Victoria, donde creía que habían sido torturados.

El martes 22 de junio, cuando estaba cenando en la casa parroquial, llegó un jeep con soldados y le pidieron que los acompañara al cuartel. No regresó.

Más tarde esa noche, el Padre Paul Ouellette, el Superior de los Scarboro en el país, fue informado de que el cuerpo del Padre Arturo estaba en el hospital. Sin embargo, sus compañeros sacerdotes no pudieron ir a reclamarlo, debido al toque de queda, que no se levantaría hasta la mañana.

¡Qué noche tan larga y sombría debe haber sido!

Yo, y mis compañeras sin duda, también tuvimos una larga noche. No sabíamos cómo hablar de nuestros pensamientos o de nuestros miedos, pero yo, ciertamente, tenía los míos.

Hasta ese día, había confiado en que ningún daño podría ocurrir a los extranjeros que trabajaban en la República Dominicana, y menos a las personas religiosas. En mi inocencia e ignorancia, me sentía segura en la creencia de que el mayor daño que las autoridades podían hacernos era enviarnos de regreso a nuestro país de origen.

Toda sensación de seguridad fue sacudida hasta la raíz y reemplazada por una imagen del Padre Arturo McKinnon muerto en el hospital.

Se nos informó que el funeral y el entierro se realizarían en Monte Plata, en horas de la tarde. Partimos en nuestro automóvil por el camino de tierra áspera que unía los dos pueblos.

Cada una de nosotras estaba ocupada en sus propios pensamientos e imaginaciones. Por mi parte, convencí a mi mente apenada y asustada de que cuando llegáramos a Monte Plata descubriríamos que todo había sido un error. Arturo nos recibiría con su habitual sonrisa abierta y su risita entre dientes, riéndose de nuestro incómodo viaje, sólo para encontrarlo sano y salvo.

No me atrevía a compartir mi escape de la realidad con mis silenciosas compañeras. Sabía que desaparecería tan pronto como se pronunciara.

Llegamos a la iglesia detrás de un transporte que seguramente era un remanente del siglo XIX. Era un carruaje negro, adornado, tirado por caballos, con techo y costados, y un asiento para el conductor. En su interior había un ataúd.

El patio delantero estaba lleno de gente dando vueltas. La mayoría eran hombres que, en general, no querían entrar a la iglesia hasta que sonara la última campanada. Entramos, y encontramos, como siempre, a las mujeres rezando el Rosario en voz alta. Entramos en la fila que nos habían reservado. Como yo fui la última, me tocó el asiento al lado del pasillo.

Sonó la última campanada, la iglesia se llenó hasta rebosar, y la congregación se puso de pie mientras entraban el ataúd. Por alguna razón que no fue revelada, el ataúd no fue llevado al frente de la iglesia, sino que fue colocado justo al lado de nuestra fila y de la fila detrás de nosotros. Estaba abierto, y el cadáver del Padre Arturo McKinnon yacía, con los ojos cerrados y las manos cruzadas frente a él.

No podía apartar los ojos de su rostro. Tenía un orificio de bala sobre el ojo izquierdo y otro en la mejilla. Todavía tenía trocitos de sangre seca en la cara, y si no fuera por los agujeros, podría haber sido un niño que había jugado un duro partido de fútbol o participado en una pelea. El Padre Chafe, nativo, como el Padre Arturo, de una de las provincias marítimas de Canadá, se pasó todo el servicio ahuyentando las moscas que se sentían atraídas por la sangre en ese rostro infantil.

No recuerdo quién presidió la misa. Mis ojos permanecieron fijos en el rostro que en vida había irradiado amistad y diversión. Ese era el lado de Arturo McKinnon que nosotras, que sólo lo veíamos ocasionalmente, conocíamos. Pero sin duda vivir y trabajar con un mentor como el Padre Louis Quinn le había enseñado que habría batallas por la justicia, incluso algunas por las que valdría la pena morir.

En la iglesia estaba presente esa tarde el sacerdote conocido familiarmente como “el misionero”, el Padre Sánchez. Es posible que haya estado en el hospital la noche anterior o que haya ignorado el toque de queda y fuera allí tan pronto se enteró del asesinato. Sin importar cómo sucedió, lo cierto es que había visto el cuerpo del Padre Arturo McKinnon, había orado por él, y hasta intentado limpiar su rostro.

Cuando llegó el momento del sermón, el Padre Sánchez tomó el micrófono. Contó cómo en el hospital había visto los cadáveres de los dos hombres enviados a matar al Padre McKinnon, y que ellos mismos habían sido eliminados después de que cumplieron sus órdenes. Estaban vestidos con sus uniformes militares y estaban en ataúdes. Encontró el cuerpo del Padre Arturo tendido en el piso sobre una plancha de zinc de techar, en las mismas condiciones y con la ropa que tenía al momento de su muerte.

El silencio en la iglesia era palpable. Era como si todos nosotros hubiésemos dejado de respirar.

El Padre Sánchez se quitó la estola manchada de sangre de alrededor de su cuello, la sostuvo por encima de la cabeza, y gritó: “¡Miren, he aquí la sangre del mártir!”

El profundo silencio fue roto por un bajo murmullo que se convirtió en un estruendo como un trueno lejano, y luego se convirtió en un rugido. Mi corazón latía con fuerza en mi pecho. Pensé que todos los presentes en la iglesia se iban a levantar y amotinarse en las calles, o descender al cuartel y ser fusilados ellos mismos. Pero el Padre Sánchez los tenía en la palma de su mano. Empezó a orar, y la congregación oró con él. Mi corazón volvió gradualmente a su ritmo habitual, mis ojos al rostro tranquilo y pacífico a mi lado.

El resto de la misa es un borrón. Cuando terminó, nos encontramos al otro lado de la calle, en el cementerio local, donde ya se había preparado una tumba. Los hermanos sacerdotes de Arturo McKinnon lo llevaron a la tumba y colocaron el ataúd sobre la fosa. El Padre Ouellette dijo las oraciones por los muertos.

Al terminar, un grupo de jóvenes de Monte Plata alzó la voz para cantarle el adiós al que ya no podía alzar la suya, a quien había alzado la voz sin miedo en defensa de sus compañeros de La Victoria. Cantaron a todo pulmón, en su amor y gratitud, con valentía y compromiso, su último adiós.

Adiós con el corazón,

Que con el alma no puedo.

Al despedirme de ti,

Al despedirme me muero.

Tú serás el bien de mi vida,

Tú serás el bien de mi alma,

Tú serás el pájaro pinto

Que alegre canta por la mañana.

El Padre Ouellette estaba de pie junto a la tumba, con las manos cubriendo su rostro, y las lágrimas escurriéndose entre sus dedos.