La coincidencia del día de hoy con el día en que nací me hizo pensar en una reflexión que emerge desde el diálogo cultural entre la vida personal y su contexto histórico-cultural.

Mirar en el espejo mi camino de 60 años hoy inicia con mi niñez y mis orígenes, aspectos fundamentales para conocer el tránsito histórico-cultural. Llegué a la vida a través de dos seres maravillosos, William Vargas y Ana Daisy García quienes forjaron gran parte de mis valores y mis principios de vida. Ambos provenientes de estratos pobres construyeron su propio camino de vida con un gran coraje y esfuerzo dejando ese legado en mí.  Igualmente, su visión crítica del régimen político existente permeado por la perpetuación del trujillismo y su extensión en los gobiernos de Balaguer favorecieron a la continua lectura crítica de la realidad y de los estamentos de poder político y económico.

La agudeza de mi madre de inscribirme tempranamente en el estudio del piano y la música favoreció al desarrollo de destrezas cognitivas y afectivas, pero sobre todo la sensibilidad hacia la belleza, la naturaleza y la vida de la gente. Una sensibilidad que me lleva a los caminos de búsqueda de compromiso social. Tocar un instrumento musical, en este caso el piano, y expresarse a través de la interpretación musical favorece no solo a la adquisición de destrezas cognitivas sino también al equilibrio emocional y afectivo.

La música es un lenguaje que conecta intimidades, sentimientos y profundidades de las dimensiones afectivas del ser muchas veces inexplicables, pero de total plenitud. Es un canal de conexión con las distintas expresiones artísticas, así como con las raíces ancestrales presentes en cada sociedad.  Cada cierto tiempo escribo sobre la importancia de la educación musical en la formación de seres humanos sensibles y forjadores de cultura de paz a partir de mi experiencia que se extendió a mi hijo, mis hijas y nietas.  Igualmente, con el conocimiento de la experiencia de sociedades y grupos que han logrado rupturas significativas de patrones de convivencia basados en la violencia hacia la cultura de paz.

Ser antropóloga y pianista me ayudó notablemente a extrañarme de mi misma y a verme. Cada día profundizo en ese aprendizaje, me sirve como espejo para reflejar lo que ocurre en los imaginarios y las prácticas culturales de los grupos sociales que estudio.

Junto a la música, la antropología se convirtió un estilo de ser en mi vida. Ser antropóloga no es únicamente un ejercicio profesional, es un estilo de vida, que favorece al reconocimiento de la diversidad y el respeto de la misma. El ejercicio antropológico me ayudó a darme cuenta de mis estigmas, estereotipos culturales y de género para reconocerlos en los distintos grupos sociales que estudio. Darme cuenta del reto de mi rol que no es generar cambios culturales sino identificarlos, interpretarlos y favorecer a su inclusión social.

Adentrarme a grupos de personas vulnerables, excluidas y estigmatizadas permite entender los distintos planos que existen en las sociedades y como opera la exclusión social creando barreras sostenidas en esos estigmas.

La antropología desde la perspectiva etnográfica te lleva a adentrarte en las comunidades, convivir con la gente, y en esa convivencia identificar prácticas, pautas y estilos de vida desde una lectura desprovista por completo de prejuicios y juicios de valor.  Así aprendí a erradicar parámetros de polarización entre “lo bueno y lo malo” y esforzarme por analizar las raíces, causas y conexiones del entramado sociocultural. De esta manera me esfuerzo por romper con las condenas y sanciones continuas que bañan la desigualdad y estratificación social con el permanente desprecio hacia la cultura popular con calificaciones de sus expresiones como “vulgar” “salvaje” “brujería” y “barrial” “chopa”. Por el contrario, entender su lógica y sus raíces.

Dialogar y compartir en forma horizontal con personas que realizan trabajo sexual, usuarias de drogas, víctimas de trata,  actividades en conflicto con la ley, condiciones de discapacidad, y/o situación de calle abre una perspectiva distinta de la sociedad desde el respeto y el trato igualitario que se merecen y despojado de juicios de valor.

Hoy miro en el espejo a una mujer que reconoce y valora sus canas y arrugas con clara conciencia de las huellas que deja el camino recorrido en la piel. Igualmente,  lo que esto significa en una sociedad que vende y comercializa la belleza femenina desde la “eterna juventud”  en oposición a la “fealdad”  y “negación” del envejecimiento. Parámetros de belleza que enriquecen a las grandes corporaciones de la industria estética en todos sus ámbitos y que fortalecen el patriarcado desde la comercialización de la mujer como objeto sexual.