Sin darse cuenta, quizás sin proponérselo, por intuición o por simple condescendencia con su formación literaria y a los pruritos básicos de una estética que gobierna siempre a la expresión correcta, el dirigente político Guido Gómez Mazara se ha encaminado en los últimos años a elevar el discurso político, a mostrar una arista distinta al del ofertante tradicional que se acerca a la gente para  ganar el favor del voto.

No sé si siempre la oralidad, pariente cercano de la cháchara, ha triunfado sobre lo escrito, pero en los actuales momentos no me cabe dudas de que quien abre la boca, con lo soez como sello, se impone al que expresa con serenidad su juicio o creencia por escrito.  Sometidos a un bla bla bla continuo, y a una esfera permanente donde el abrir la boca y el “poder del influencer” se propaga como verdolaga, al parecer el pensamiento ordenado y por escrito está a la deriva o sobre las precarias tablas de una modernidad a punto de naufragar en el mar tempestuoso, donde por los cuatro puntos cardinales la brújula señala como destino a la prisa.

La clave de Guido para tener un discurso político novedoso está en no ofrecer sólo el dato frío. Así se encarga de darlo con voz sin dramatismo el estudioso, el sociólogo de mocasín de la Quinta Avenida o de chancleta cómoda de la París con Duarte.  El discurso de éste político tiene una carga de humanidad; menciona al pobre, “al hombre que se para en la esquina”, al estudiante que se come el yaniqueque, a la madre soltera que mensualmente tiene que hacer malabarismos para sostenerse y no a sucumbir.

Es ya normal, que en sus discursos, y en comparecencias públicas, el político Gómez Mazara mencione a un intelectual, a un filósofo, y que se valga de una estadística puntual para una realidad lacerante explicar. El buen político no da cátedra ni ofrece cifra: establece un diálogo con el que escucha. Mazara lo sabe.

Guido cada día eleva el discurso político, enrarecido por un clima en cuya tierra se impone la lógica del tigueraje y la lotería del poder se la sacan los más conspicuos riferos.

Pero lo que a mí me llama la atención es el echar mano frecuente del “hijo de revolucionario” a la literatura y a sus más altos exponentes. Un día menciona a Vargas Llosa y su Historia de Mayta (publicada en 1984) para explicar el drama del revolucionario que fracasó, otro día habla de García Márquez para explicar la realidad de las injusticias y situaciones macondianas que se dan fruto del subdesarrollo, y en otro momento rescata del olvido a un excelente escritor y periodista mexicano llamado Luis Spota, y a su texto titulado El primer día, para recordar los tejemanejes oscuros que se producen en las inmediaciones, en las periferias y en el mismo corazón del poder.

Tengo la sospecha de que en otras circunstancias cuando un político hacía alusión a un texto o autor, los demás opositores e inclusive la fauna periodística más haragana, se desplazaba y buscaba la obra para poder enterarse o conocer las elementales del infrascrito esteta o la obra “de marras”.

Al discurso político anteriormente le dieron estatura los tres más grandes líderes dominicanos: Joaquín Balaguer, para quien la poesía y la historia eran fuente donde bebía, Juan Bosch, quien hizo un apostolado del cuento para explicar realidades, y José Francisco Peña Gómez, líder que se agigantaba en el trono del podio, y que recurría a trozos de poesía para soliviantar emociones o lograr empatía con quien le escuchaba.

Al Guido introducir al debate elementos como “urbanización de la pobreza”, “popismo”, “feminización de la pobreza”, o el hablar del fracaso de la izquierda, lo hace estableciendo referencias con autores fundamentales de la literatura universal. Y eso, es una provocación muy buena para una sociedad chocada, tal vez más que un logro.

Cuando un político como Guido Gómez Mazara, aspirante a sentarse en la única silla que tiene alfileres que no atemoriza traseros, (silla presidencial), hace que el discurso político roce lo literario y que con la ficción converse, enamora al pueblo y establece una comunicación distinta con quien lo sigue y le sitúa como líder de una generación que se precia de que no pensar y comprometerse con las causas colectivas es un lujo.

Ahí está el problema, dice Guido, pero recuerden que ha sido ya contextualizado y visualizado por los artistas de la palabra. Ahí está el drama, afirma el político, y de inmediato recurre a un autor fundamental para ilustrarlo, sin que asome la arrogancia del académico o del quiere citar por citar para ganarse charreteras literarias y colocárselas en el siempre emperifollado ego.

Sin proponérselo, que es lo mejor, así no corre el riesgo de que la vanidad lo aplaste, Guido cada día eleva el discurso político, enrarecido por un clima en cuya tierra se impone la lógica del tigueraje y la lotería del poder se la sacan los más conspicuos riferos. Citar, como hace Guido, a autores, y establecer contextos literarios para dilucidar y alumbrar una realidad, hace que quien respete la palabra escrita o el oficio de escribir, sienta que, aunque muchos cuartos se pierdan a diario por la truhanería política, las ideas permanezcan y tengan un espacio en la sociedad, cada día mayor y más esperanzador.