1.-Breve aproximación biográfica

En la epopeya expedicionaria de Luperón, tan breve como trágicamente heroica, del 19 de junio de 1949, moriría, junto a nueve de sus compañeros de expedición y tres aviadores norteamericanos, Federico Horacio Henríquez Vásquez (Gugú), gloria del deporte nacional y héroe de la patria, “en cuyo rostro sonriente, y en la franca mirada de sus ojos claros, se reflejaba la nobleza de su alma”, como expresara un consagrado autor.

Foto de Federico Horacio Henríquez ( Gugú) como alistado de la Marina de Guerra Norteamericana, vísperas de partir hacia el Frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial.

Nació en Santo Domingo, el 6 de diciembre de 1921, en la casa número 11 de la Padre Billini. Fueron sus padres, doña Estela Vásquez, sobrina del presidente Horacio Vásquez, y don Enriquillo Henríquez García, hijo del prócer de las letras y del civismo Federico Henríquez y Carvajal. Fueron sus hermanos, el también luchador antitrujillista, académico e historiador Francisco Alberto Henríquez Vásquez (Chito) y Josefa Stella Henríquez Vásquez.

Gugú, como cariñosamente le llamaban sus íntimos, se sintió atraído desde temprana edad por la pasión deportiva, llegando a brillar como uno de los más connotados jugadores dominicanos de baloncesto de todos los tiempos, destacando como capitán del invicto equipo de la Escuela Normal Superior de Santo Domingo, que tantas glorias alcanzaría, tanto en suelo natal como en el extranjero.

Foto del invicto equipo de la Baquet Ball de la Escuela Normal ( temporada 1939-1940). En los círculos Felipe Maduro y Gugú Henríquez.

Pero latía en Gugú sangre rebelde y libertaria. No se amoldaban sus convicciones al régimen imperante. Al alborear la década de 1940, tras el regreso de un exitoso torneo realizado en Puerto Rico, comenzaron sus dificultades con la dictadura, toda vez que, utilizando inconsultamente su nombre en una carta de remisión, le fue enviado a Ramfis Trujillo el trofeo obtenido en la referida justa deportiva.

Tras recriminar a quienes así obraron, se fue agigantando en Gugú la determinación de marcharse al exterior. Aprovechando unas vacaciones, se fue a Nueva York para no regresar al país sino en la expedición de Luperón del 19 de junio de 1949.

Abandonaría el país en agosto de 1941, marchando a los Estados Unidos cuando ya resonaban los clarines de guerra de la segunda conflagración mundial del siglo XX.  Ya su hermano Chito también había marchado a la Habana, a fines de huir de la asfixia totalitaria imperante.

Aconsejado por sus padres de que se fuera a México o a La Habana, para eludir el servicio militar norteamericano, extendido a los extranjeros residentes en los Estados Unidos, les dirige una carta, respetuosa, pero firme, en la cual les expresa: “trataré de complacerlos, aunque no me siento muy dispuesto a desplazarme de aquí; si hay que ir a la guerra, iré; yo no puedo portarme como un cobarde”.

Es por ello que, abanderado de la libertad, afrontó con impávida actitud los peligros de las acciones bélicas durante la Segunda Guerra Mundial, participando como miembro de la Marina Norteamericana en el histórico desembarco de Okinawa.

Su cita definitiva con la historia la arrostraría en la expedición libertaria de Luperón, el 19 de junio de 1949. A partir de entonces, como expresara con su atildado estilo el escritor chileno, tan vinculado a nuestro país, Alberto Baeza Flores:

Gugú Henríquez no existe desde 1949 en el lar de los mortales: vive, sin embargo, cual llama que arde inapagable en el corazón de cada uno de los hombres de este pueblo que alza su voz, el fusil y su bandera en demanda de la paz, el bienestar y la dignidad de los hijos de esta atormentada tierra.

Vive en cada gota de sangre que se derrama en aras de los sacrosantos principios de la nación.

Vive en el vientre de cada mujer que ansía la liberación. Vive en nuestros pensamientos, en las carnes, en los huesos y en la sangre de los revolucionarios; vive en nuestro himno; y en los colores inmaculados de nuestra bandera y las amarillentas hojas de nuestra historia, junto a todos los grandes héroes de la República está estampado su nombre.

Varón de pura estirpe y sepa quisqueyana, ese titán del baloncesto y las montañas; del amor  y de la guerra; de la alegría y la reciedumbre indomable del soldado patrio”.

2.- Gugú Henríquez, en la pluma del intelectual vasco Jesús de Galíndez.

En el Diario de Nueva York, el 2 de julio de 1949, a pocos días después de la expedición de Luperón, en que heroicamente perdió la vida Federico Horacio Henríquez Vásquez (Gugú), el intelectual vasco Jesús de Galíndez, desaparecido  también por la férula inmisericorde del tirano tras su secuestro el 12 de marzo de 1956, escribiría un hermoso artículo titulado ¡GUGÚ!, exaltando las virtudes de este gran dominicano.

Por ser este escrito poco conocido, se reproduce íntegro a continuación para los lectores de acento y todos los amantes y estudiosos de nuestra historia.

 ¡GUGÚ!

Por Jesús de Galíndez

En las noches cálidas del trópico dominicano, suele alzarse el clamor del público que acude al campo de deportes de la Escuela Normal. Desde la Avenida Washington, en la orilla del Mar Caribe hasta las alturas del barrio de San Carlos, resuena el eco de la juventud educada bajo la mordaza del dictador que no encuentra más desahogo que aplaudir las jugadas de los rojos o de los verdes. Allí se reúnen curiosos de todas clases sociales y las muchachas jovencitas aprenden la esgrima de sus ojos rasgados.

El clamor se sucede de año en año; sólo varían poco a poco los basquetbolistas que van dejando las aulas, y con ellas los campos de entrenamiento. Pero algunos de sus nombres perduran con el recuerdo del que fue ídolo popular. Uno de esos ídolos se llamaba Gugú Henríquez.

Su estrella llegó al cénit hace ocho a diez años; cuando en el dinamismo inquieto de su primera juventud capitaneaba el equipo de la Normal  invicto en todas las lides sociales. Alto y buen mozo, de cabello rubio rizado, y con la eterna sonrisa del vencedor, tenía la confianza ciega de sus compañeros de equipo, y era amado por las muchachitas que iban a verle jugar. Era de buena familia; su abuelo, Don Federico Henríquez y Carvajal, el patricio dominicano más conocido en América, y la vida debía guardarle un brillante porvenir. Pero aquellas niñas, aún no casaderas, sólo veían al deportista invicto; al que aplaudían cada noche con clamor que repercutía en la ciudad entera: Gugú, Gugú, Gugú.

Un día Gugú salió capitaneando al equipo dominicano que debía capitanear varios partidos internacionales en la Habana. Y en ella supo que su apellido tiene un valor en América, porque su abuelo ayudó al libertador de Cuba; en ella aprendió a paladear los agridulces sentimientos de los hombres que se saben libres. Libres para luchar, libres para vencer; limpiamente, sin agarrar, sin impedir el juego del contrario; como en el basquetball.

Y Gugú, que no era político, aprovechó otro de aquellos viajes para quedarse en suelo cubano, o puertorriqueño, o americano; pero libre.

Desde entonces, en las noches calidad del trópico dominicano no resonó más el clamor que aplaudía las jugadas de Gugú. Pero muchas jovencitas de veinte años escondieron en el fondo de sus armarios la foto arrancada un día del periódico; con aquella sonrisa del vencedor, y la mirada limpia de quien no sabe jugar sucio.

Pasaron los años. La guerra mundial arrastró en sus oleadas sangrientas y heroicas al deportista dominicano. Que en los desembarcos del pacífico aprendió a mirar cara a cara a la muerte; y a dominarla con la misma sonrisa que antes dedicaba a sus contrarios. En la guerra aprendió también que luchaban por la libertad de los pueblos; e inconscientemente fue identificada en ella la liberación de su pueblo.

Un día supo que un hermano, activo en la resistencia clandestina, había sido encarcelado para escapar poco después al exilio; otro día supo que sus familiares eran investigados, tan solo por llevar aquel apellido. Más la victoria estaba cerca; y estaba seguro de que con Hitler y Tojo desaparecerían todos los dictadores.

No fue así; algunos quedaron…Y el basquetbolista vencedor en Santo Domingo y el G.I. vencedor en Okinawa, tuvo que refugiarse en un resturantico del village neoyorkino, llamado “Vudú”, que un haitiano hasta entonces desterrado, vendió a otros desterrados dominicanos a la hora de regresar a su patria, esta ya sin dictadores.

En New York, Gugú volvió a encontrar amigos que no había visto desde los días de la Normal. Entre ellos, algunas de aquellas muchachitas ya crecidas y casaderas que le asediaban en bailes y fiestas caseras. Pero también otros, que antes fueron sus profesores, y después habían marchado al exilio.

La revolución latente desde años en un pueblo sin armas, sin medios de lucha, se estaba fraguando en el exilio. Y Gugú, que seguía sin ser político, se enroló en el ejército expedicionario; con el entusiasmo del deportista, y la experiencia del soldado veterano. Hace dos años desapareció un día; y regresó de Cayo Confite tostado por el sol. Hace un par de semanas desapareció de nuevo; y esta vez no ha regresado.

En los periódicos dominicanos que archivaron su foto hace años, ha reaparecido para cubrirlo de injurias junto con sus compañeros de romántica aventura. Pero no pudieron borrarle su sonrisa. Es la misma foto de antes; la de sus días de triunfo en la Escuela Normal; la que aún siguen guardando las jóvenes que entonces tenían veinte años. Confiado, sonriendo.

Como Gugú seguiría sonriendo a la hora de caer. Sorprendido en el momento del desembarco; sin los cañonazos de un enemigo franco, y acechado por un enemigo a quien la traición avisó.

Doce dicen que fueron los expedicionarios desembarcados, y ocho los que murieron en la empresa. Pero el recuerdo de Gugú simbolizará para muchos este clarinazo romántico. Porque saben que ni fue político, ni buscaba ganancias; porque fue un ídolo popular,  y el pueblo no olvida fácilmente a sus deportistas; porque fue amado de las muchachitas que hoy son madres de familia porque vivió y murió sonriendo.

La revolución fracasó. Todo parece que sigue igual. Tan igual, que en las noches cálidas del trópico dominicano seguirá también escuchándose el clamor de la Escuela Normal. Pero entre el tronar de los aplausos, muchos creerán oír un nombre que repercutirá para siempre con clamor de esperanza: Gugú, Gugú, Gugú”.

 

PD.- Los restos mortales de Gugú Henríquez y su compañero de expedición, Manuel Calderón Salcedo, fueron localizados por familiares y autoridades de la provincia de Puerto Plata, en el paraje Las Cruces, de la sabana de Luperón, el 8 de febrero de 1962, rindiéndosele los honores condignos a su sacrificio patrio. ( Nota de Reynaldo Espinal).