Tendría 22 años el joven Sabaro Arcágel cuando salió con dos amigos a procurar Patronos. Querían trabajo. Eran laboriosos, fornidos, briosos y muy honrados. Un apego profundo los unía. Compartieron infancias, pesares, caminos. La casa de uno era la casa de todos.
Habían desarrollado códigos incorpóreos, normas silentes, en la construcción de una amistad hecha con materiales tan resistentes como la pureza, la gratitud, la fraternidad.
Nada tenían que esconderse entre ellos. En cofres de lealtad podían guardar los íntimos secretos, si los había.
Querían explorar otros rumbos y otras gentes.
Conocer geografías que los adultos nombraban. Aventurar raíles de imaginarias locomotoras con destino a algo nuevo que pudiera parecerse a progreso
Tenían metas dudosas y, sin embargo, cercanas. Soñaban casarse, ser amados, sorprenderse a sí mismos ahorrando algo.
Y partieron sin ruta definida con escala en lo inédito.
Ofrecerían sus brazos y se quedarían donde hubiera armonía entre el con-trato y sus aspiraciones.
Esos muchachos llamaban la atención por la alegría de espíritu y disposición.
En una hacienda de una provincia llamada Espaillat, cuya fama era ser cuna de presidentes y tumba de tiranos, hallaron los jóvenes un patrón autoritario que necesitaba brazos desocupados. El pago del jornal era aceptable, pero no el mal humor de un hombre aburrido, irritable. Gruñía las órdenes, se creía dueño de los trabajadores y carecía de templanza.
Duraron dos días.
-Hay que irse, dijo Sabaro
¿Y quién le hablará a esa fiera? Inquirió su compañero Nepomuceno
Sabaro, que no era joven de soportar groserías, respondió que él lo haría.
Simuló una verdad convincente y avanzó sobre el ogro.
– Mire patrón, estos hermanos míos son medio consentidos.
No están acostumbrados al trabajo duro. Nunca han oído órdenes severas. No quieren seguir.
El patrón sintió el peso de las palabras. Venían de un hombre joven y campesino.
Casi temía perderlo. Así que respondió: – Y usted, por qué no se queda? Me parece honrado
– Soy su hermano mayor, mintió, y ellos no sabrían orientarse solos.
– Me gusta su sinceridad. No hay problema. Y liquidó la deuda.

Por vagas referencias de un tío, el guía recordó unos lugares y un nombre: Tilo Negrín.
Con las pocas monedas ganadas alcanzaron la otra hacienda donde ese hombre era capataz.
Desde el principio se adivinaron. Bastaron los saludos; la solapa del libro de las limpias miradas.
Aquel hombre espléndido, dulce, de fino trato, y de hablar pausado, puso en las manos de los desconocidos el interés de su misión.
Debió descubrir, al primer contacto, la calidad de aquellos muchachos, el deseo vehemente de trabajar, el peso de una integridad aún por demostrar. Y ellos se sorprendieron y sintieron que estaban ganando, sin todavía ganar. Aquel mayordomo sabía leer los ojos. Había tratado con tantos peones, arrieros, jornaleros.

Pero no sólo el mayoral, su esposa era también un ánfora dorada cuidando la ternura. Sabaro llegó a contar, alguna vez, que nunca había conocido tra mujer más dulce.
– No puedo ofrecerle buena cama, dijo, pero tendrán comida suficiente. El río está cerca y tiene buen caudal. Les va a gustar.
Así habló el patrón.
La casa, gigante, hecha en pino labrado y pintada en azul, tenía una galería que la abrazaba por todos los flancos
Se elevaba 30 metros, quizá, frente al camino.
Una ancha entrada, bordeada de distintas flores, regalaba un colorido que el alma agradecía.
Tenía una cocina separada y otra construcción donde de guardaban los aperos, se molía el café, se apilaba parte de la cosecha y de los víveres. Un granero lleno de arroz avisaba del buen augurio.
Allí, en un rincón sin comodidad, sobre esteras, bajo lonas, estaba la estancia reservada al sueño
– Aquí hay dos faenas por delante que llevan, acaso, un mes de trabajo. Necesitamos limpiar treinta tareas de tierra para acondicionarla. En 20 días debe iniciar la siembra.
La otra es la labor con el cacao: la poda del cacaotal más joven, el que no está parido todavía, y la de recoger el cacao maduro.
Los jóvenes se alegraron. Trabajo por un mes.
-En el primer caso, me interesa que el trabajo sea por ajuste, dijo el contratante. Tengo plazos.
Suponiendo que ustedes limpien dos tareas por día, en 15 días terminarían. Entonces ustedes le ponen precio y negociamos.
Con respecto a la poda y la recolección, podemos pagar por días.
Recolección?
-Qué es eso? ¿Preguntó Menelao? ¿Puede aclararnos lo de la recolección?
– Me refiero a cortar y recoger el cacao que ya está maduro.
-Ah, muy bien.
Con la poca aritmética que poseían como acervo, calcularon el valor del jornal. Multiplicaron por tres. Sumaron. Agregaron el precio de la premura, el rigor del plazo, el estímulo material para sazonar el entusiasmo. Y tiraron su dado. El capataz no se sintió engañado. No regateó en exceso. Ofreció algo menos y convinieron.

Y así iniciaron sus labores; entusiastas, alegres. Amaneciendo antes que el alba; ganándole a la aurora. Apropiándose de la luna. Aventajando el tiempo por delante del sol; evadiendo el calor riguroso. El capataz se sorprendió al constatar que el primer día, subiendo aún la mañana, ya habían completado la meta de una jornada. Parecía un milagro, pero era una técnica aprendida de un hermano de Menelao. Trabajar con el manto lunar, avanzar en las últimas horas de la noche, esquivar el sol. Podían descansar desde el mediodía y muchas veces lo hicieron. Repartieron el tiempo con apego a sus límites: trabajo con empeño; aventuras de pesca, y baño; juego de dominó después de cena, y a dormirse temprano.
El capataz, mientras los fue conociendo, guardó distancia.
Sacamos oro, le dijo pronto a su esposa, son buenos estos muchachos. Lo mejor que ha pasado por la finca. Tienen una honradez de Santos
– Pero no lo conoces todavía.
– Yo sé leer el corazón.
Un mes después, él era parte del juego de dominó junto a los peones.
Éstos decidieron ahorrar algo. Los fines de semana, no obstante, para amansar el tedio de los días iguales, compraron algunas botellas de aguardiente que mezclaban con rancheras mejicanas. Al agregarle el olor de los pasos, dejados como rastros por los viejos caminos, surgió un brebaje de melancolía. En silencio se afligían los corazones. Sobre todo, el de J. Nepomuceno, el más jovial y cándido de todos. Y nacían las preguntas que no sabían hacerse.
¿Cuánto duele la ausencia? ¿Cómo hiere la lejanía?

Para asombro de sus compañeros, Menelao, que era el más apuesto y joven, en uno de sus viajes a la pulpería, con su mirada azul pescó una moza y vino celebrante a informar.
Su visita al negocio se hizo rutinaria y en pocos días ya se querían. Aquello fue un suceso.
El mozo era espléndido. En una semana había gastado todo lo ganado y tal vez algo más. Tomaba algún dinero por adelantado y el capataz lo consentía; lo consentía con una condición: el grupo era garante. Si uno se endeudada en base a su trabajo, los otros aseguraban el cumplimiento de la obligación. Eran la garantía prendaria.

El joven enamorado llevó a rojo sus cuentas. No le importaba mucho. Tenía buenos brazos, robusta voluntad y tiempo sin reloj. Cierta noche, el padre de la joven se apareció en la casa con la pretensión de conocerlo.
El jovencito no sabía qué hacer, dónde esconder cara, ni cómo afrontar el peso de aquella sorpresa. No respondió una palabra a las preguntas del intruso. Lo habían tomado desprevenido.
No quería compromisos de adulto, él que apenas era un botón de flor adolescente pugnando por abrirse.
Se sintió abatido, asustado, desorientado. Ella había violado el deber del secreto. Entonces la muchacha se fue alejando, para dolor del pretendiente, y éste anduvo un tiempo con el dolor de su nostalgia a cuesta, se fue recuperando y alcanzó el equilibrio.

Pasaron dos meses, cada vez aparecían nuevos trabajos; cuatro meses, cinco. A dos semanas de cumplirse el sexto, el guía decidió que era tiempo de regresar.
Había dejado pasiones en curso, amores hablados. Sabía que las familias estaban preocupadas. Se hizo demasiada pesada la carga del alejamiento y el asomo de la melancolía.
Nepomuceno se había enfermado. El patrón siguió pagándole.
Recuperado ya, dijo a sus compañeros que no podía regresar hasta saldar su deuda con el mayordomo.
Sabaro replicó: – vinimos juntos y juntos regresamos. Hablaremos de eso con él. ¿Cuánto le debes?
– Tres semanas de trabajo, respondió.
Entonces acordaron
Sabaro, como siempre, tomó la iniciativa. Se acercó al patrón, propuso.
-Mire don Tilo: nosotros tenemos que regresar, pero Nepomuceno tiene una deuda con usted. Estamos dispuestos a trabajar juntos cinco días sin paga para cumplir con lo que él le debe.
El capataz lo miró con dulzura paterna, dejó caer su brazo sobre el hombro del portavoz, deslizó una caricia sobre sus hermosos cabellos y le dijo:
-No Sabarito, de ninguna manera, ustedes pueden irse cuando quieran, hoy mismo si así lo disponen. No me deben nada. Soy yo quien le debe a ustedes. Han pasado seis meses y es como si los conociera de años. Estoy muy agradecido de ustedes. Son tan trabajadores, saben guardar respeto y son honrados.
Quiero desearles que les vaya bien en la vida. Esta puerta está abierta por si quisieran o tuvieran que regresar.
Sabaro hubiera deseado encontrar las palabras para corresponder ese gesto de nobleza, pero no pudo.
Apenas balbuceó: – Oh, muchas gracias. No olvidaremos esas palabras ni su bondad.
Y grabó esa promesa en el refugio amurallado de la franqueza, procurando que nunca se durmiera la honra de velar el culto a la gratitud.

Pasaron diez lustros, Sabaro volvió a escuchar unos nombres que sonaban en las honduras del recuerdo, como si fueran ecos de una memoria antigua susurrando lejana. Su hijo laboraba como ingeniero forestal y hablaba de su trabajo en la provincia de San Francisco.
De sus campos traía viandas y frutas y no disimulaba la alegría. Alimentos naturales y puros, precios buenos, como buenos quienes los vendían; ejemplares gigantes tomados de tierra adentro cosechados en la naturaleza virgen.
Y así fueron reapareciendo, resurgiendo, como sacadas del sombreo del mago, aquellas geografías instaladas en las profundidades de un sueño perdido en la vigilia luchando por ser recordado.

Por novísimas sendas de reminiscencia, desandando los caminos del tiempo, fueron emergiendo La bajada, Brazo grande, Ramonal.
Tensado el espíritu ante la demanda de la curiosidad, el padre recuperó la promesa y quiso saber.
Una noche hablando con su hijo le expresó: -te oigo hablar de esos lugares. Deben ser los mismos donde yo trabajé cuando joven. ¿Por casualidad tú has oído mencionar a Tilo Negrín?
-Oído hablar no, yo lo conozco.
– ¿Está vivo?
-Mire papá, lo conozco. He estado en esa casa. Soy amigo de su hija.
-Entonces quiero que me lleves allá.
-Cuando usted quiera.
El viaje fue tormentoso. Los caminos estaban intransitables. Llovía a raudales. La camioneta rugía, se elevaba quejumbrosa por las cuestas, zigzagueaba en los lodazales, había perdido su color. Todo era barro.
Llegaron por las 7 de la noche bajo el torrencial. El hijo tocó a la puerta de la casa. Saludó al dueño.
-Oh, pero tu por aquí a esta hora
-Bueno, traigo un amigo suyo aquí. No sé si usted lo conoce.
Para el padre no había sorpresa. Tilo era ya un anciano, pero era él.
Se saludaron cortésmente, pero sin emociones.
Se miraron. Poco quedaba ya de los hombres que fueron cincuenta años atrás.
Sabaro Arcángel tenía ya 73 años; el antiguo patrón 84.
Entonces el visitante afirmó: – Usted no se acuerda de mí
Tilo Negrín oteó fijamente al forastero, fondeó en el espejo de sus pupilas y tocó el fondo de su propia memoria.
-Mira, de tu nombre no me acuerdo, pero de ese rostro sí. Yo recuerdo a alguien que realmente es ese rostro.
El visitante casi lo excusó: -Hace muchos años, don Tilo, que yo quería venir a saludarlo y a agradecerle nuevamente. Yo estuve en 1942 por acá. Yo soy Sabaro.
– Sabaro no, sabarito. Tu eres sabarito.
Se abrazaron con una fraternidad de niños; como dos hermanitos, por varios minutos. Lloraron. Sabaro estaba sobrecogido de emoción, y sus ojos acuosos eran un gran espejo cuyo fondo reflejaba la limpia imagen de la gratitud.
Tilo no esperaba aquel gesto sublime y Sabaro tampoco había soñado que podría ver ese hombre nuevamente.
Cincuenta años después lo creía muerto y no se imaginaba que el hijo pudiera conocerlo.
Sabaro preguntó por Amantina, quien no estaba ahí en ese momento.
El amo de la casa llamó a su esposa. – Amantina, ven a ver a quién tenemos aquí. Ven a ver.
Iniciaron a rememorar y la esposa estuvo también muy emocionada.
No faltó la pregunta del viejo patrón por los compañeros de jornales.
-Prometí no olvidar su bondad. Honrando estoy esa vieja promesa, dijo Sabaro.
-Yo sabía que tu cumplirías, aunque nunca vinieras. Jamás me equivoqué con ustedes. Yo tampoco pude olvidarlos. Son los mejores
trabajadores que jamás tuve. No solo por lo que pudieran rendir sino por sus valores y por la calidad espiritual.
-Y ahora que descubro que eres el padre del ingeniero amigo, imagínate el premio de volverte a ver.
Ofrecieron cena. Sabaro declinó, conformándose con un sobrio café.
El padre agradeció con mucha vehemencia el gesto de su hijo. La significación de aquel reencuentro.
Intrigado por tanta devoción hacia un patrón, el hijo preguntó a su padre por qué apreciaba tanto al capataz.
-Porque nunca nos maltrató.