Eran las seis de la mañana de un sábado plomizo de junio. Una hora ingrata en la ciudad de México que se encuentra lejos del mar, pero cerca del smog, a más de dos mil metros de altitud. A nadie le importaban los 14 grados centígrados del ambiente y la gente empezaba a arremolinarse en el Zócalo, ansiosa por recibir una clase inusitada de box o, como dicta la Real Academia de la Lengua, de boxeo.

Me hubiera gustado estar allí, rodeado de niños (y niñas), jóvenes (y jóvenas), adultos (y adultas), veteranos (y veteranas) que saltaban sobre la punta de los pies, no para espantarse el frío sino para convencerse que de esa manera el reloj avanzaría más rápido. El objetivo de los organizadores era superar la cifra de tres mil almas que en 2017, se habían juntado en Moscú por la misma razón y así, poner a la capital mexicana en el libro de los récords Guinness. Como vemos, una prioridad impostergable.

En el templete estaban dos chicas de pegada explosiva: Mariana «La Barbie» Juárez y Ana María Torres, listas para dirigir la clase, acompañadas de un colega de nombre mitad bíblico y mitad leyenda: David Picasso.

A decir verdad, nunca he visto pelear a ninguno de los profesores aludidos, es más, nunca he asistido a una pelea, así que suelo acudir a la tele, a youtube, a algunos relatos, cuando quiero recrear los trancazos, la sangre, el sufrimiento, como el del Tom que come un miserable plato de no sé qué mientras que su familia se acuesta con la panza vacía. Él necesita un poco de comida pues pronto saltará al ring. Daría lo que fuera por conseguir un pedazo de carne, piensa: «En aquella época, Burke le habría concedido crédito para mil bistecs. Pero los tiempos cambian. Tom King estaba envejecido, y un viejo que tenía que enfrentarse con un boxeador joven en un club de segunda categoría, no podía esperar que ningún comerciante le fiase». No les digo más de este cuento de Jack London, pero si anticipan un desconsuelo peso welter, estarán en lo cierto.

En el templete estaban además otros boxeadores llenos de fama como Pipino Cuevas, Humberto La Chiquita González, Erik El Terrible Morales, todos alentando a las más de 14 mil personas que se tomaron la clase en serio. ¡Gancho, jab, un-dos, un-dos, un-dos, jab, jab, recto, no bajen la guardia! Cosas así dijeron durante treinta minutos, pues la lección no debía de interrumpirse con cuestiones banales, para que los representantes del Guinness la validaran. Banales como el video de Claudia Sheinbaum que pusieron en la pantalla al inicio, en el que exhortaba a la multitud a esforzarse, a no dar golpes bajos, a pensar en ella…

Se sabe que el box es un deporte duro, peligroso, aunque emocionante. También que en un lugar como México, muchos escogen el camino de los golpes para arrinconar a la pobreza por la vía del nocaut ante la falta de plata, de estudios, de oportunidades. ¿Consideraron esto los organizadores? Lo que no quisieron hacer fue repartir cuerdas para que, por lo menos, la gente saltara con convicción de pugilista. ¿Eran más caras que las camisetas de color lila, adornadas con el logotipo del gobierno de la ciudad? Obviamente no había peras ni costales donde desahogar los puños. Era una clase sencilla, pero gozosa. El borlote siempre será más divertido, incluso saludable, que el ejercicio, ¡seguro!

Según otros récords, México es semillero de campeones mundiales (se cuentan más de cien) y por si fuera poco, hasta ha dado al mundo personajes como José Sulaimán, quién durante cuarenta años se aburrió en la Presidencia del Consejo Mundial de Boxeo y nomás por eso, por puro hastío, pasó la estafeta a su hijo, Sulaimán junior…

Las noticias señalan que al concluir se escuchó Cielito Lindo y la gente todavía tuvo aliento para cantar. Yo hubiera preferido aquellas de las películas de Rocky: Eye of the tiger, Burning heart, pero eso hubiera sido menos alegre, menos mexicano, menos festivo. Quién sabe, quizás las pusieron antes de que empezara el entrenamiento o al final del oootro video de la Sheinbaum, el de la gustosa despedida.

Ya no amargues, dirá algún despistado, las plazas públicas son para eso: albergar conciertos,  vitorear a políticos (y criticarlos), para pasarla bien y ahora además, para practicar y aprender un poco de box. Una vez, lejana ya, sirvió para que los capitalinos lucieran sus carnes, expuestas al lente del fotógrafo Spencer Tunick, ese al que le gusta retratar cuerpos pero sin ropa. En aquella ocasión (a la que tampoco asistí, por si estaban con la duda) se congregaron como veinte mil entusiastas. ¿El morbo del striptease es superior al rito de pegar?

«¿El pleito está arreglado, Rubén?», le preguntó Ricardo Garibay al gran Púas Olivares, orgullo del barrio Bondojito y del país entero. ¿Así le preguntarán los reporteros a la gobernadora de la ciudad?, ¿fue un arreglo para que se siguiera hablando de usted, ahora que tiene los guantes puestos para contender por la presidencia?, ¿a quién le soltara el primer «izquierdazo» doña Claudia?, ¿a sus compañeros del gimnasio Morena SA o a los que entrenan enfrente?, ¿quién estará en su esquina guiándola en el combate, el presidente o La Barbie Juárez?