Algunos opinantes de televisión y radio acusan al Gobierno de reaccionar conforme las tendencias de las redes sociales y le reclaman enérgicamente hacer caso omiso a los contenidos que circulan por esas plataformas porque los consideran basura.

Nada más absurdo. Se trata de frases cohetes sin ninguna sustentación científica y con una alta dosis de hipocresía que sólo buscan esconder el objetivo real de los emisores. Tan así que las mismas redes fustigadas constituyen su principal fuente de búsqueda de insumos que difunden acríticamente en sus culebrones.

En el discurso de desprecio absoluto a la cotidianidad de Tuíter, Facebook, Instagram y otros sitios del ciberespacio subyace la intención de situar a los medios tradicionales como zonas exclusivas de producción de la información veraz, y a las redes como el vertedero putrefacto de la mentira.

Puro maniqueísmo. En un lado y en otro se cuecen habas. El apego a la verdad y la calidad dependen de la actitud profesional y ética de los emisores, no de las plataformas. Y en ambos escenarios viven emisores éticos y antiéticos, formales e informales sin escrúpulos. De informales y antiéticos estamos ya abrumados.

Otro filón ocultado por el discurso manifiesto es el interés de evitar una corrida de los públicos, que ya no están tan atados a controles omnímodos de expertos ni a roles de receptores pasivos sólo favorecidos por un feed-back de cumplido.

Antes, los públicos no tenían posibilidad de participar en las gramáticas de producción de contenidos de los medios. Hoy, se ha ampliado la participación, y el zapping o zapeo ha permitido al perceptor ser sujeto itinerante con capacidad para definir su ruta de lectura.

La explosión de las redes sociales ha traído aparejada una mayor “democratización” al abrir el abanico de emisores, reducir la cantidad de gatekeepers o filtros para la publicación de información y propiciar una relativa interactividad.

Tales fortalezas, sin embargo, amplían debilidades como el incremento de los riesgos de cobertura de Fake News o noticias falsas dirigidas a remover las emociones de los transceptores sin importar cuánto daña la mentira.

Pero, ¿esas son razones suficientes para renegar de ellas?

De ninguna manera. La veracidad no está confinada en la esquina de los medios tradicionales. Ni la mentira en el otro extremo, como sugieren algunos. La manipulación de la maldad pulula en ambas aceras.

Las noticias falsas anteceden a las nuevas plataformas. Llegan a éstas desde los propios medios tradicionales. Y ahora están en unos y otros, escudadas en las “fuentes de entero crédito”, la publicity, los opinantes pagados, medias verdades, el infoentretenimiento, los silencios cómplices, las apologías.

Así que dar las espaldas a las redes sociales –como algunos exigen al Gobierno- equivaldría a pretender “tapar el sol con un dedo”. La realidad es testaruda. Ellas están ahí; ellas no son mejores ni peores que los medios tradicionales, se complementan.

El Gobierno debe tener presencia sostenida en las redes sociales. Pero debe hacerlo con plena conciencia de los pros y los contras, y con el concepto de usabilidad entre ceja y ceja. No estar por estar. Porque ese sí es un vicio ya viejo.

Los políticos que cohabitan en el mundo de Facebook y Tuiter, por ejemplo, deben  exhibir actitudes proactivas si su objetivo es empatar con los cibernautas para crecer y hacer crecer a sus organizaciones.

Escuchar pacientemente y dialogar sería una buena apuesta por mejorar la comunicación gobierno-sociedad.

La mudez o la estrategia de neutralizar los trinos que huelan a reclamo social bajo el alegato de que dañan al Gobierno, deviene en un ejercicio banal de ocultamiento de la realidad porque sólo la postergan. Y, al postergarla, suman más puntos negativos.

El verdadero servidor público nunca teme a la denuncia; en ella ve una oportunidad de construir bienestar colectivo. Siempre muestra voluntad de atención a la gente; es diligente en la escucha y en la canalización de inquietudes y reacio al exhibicionismo.

Al Gobierno le convendría que sus actores en las redes fueran dialogantes y empáticos, en vez de arrogantes, negreros y politiqueros, porque eso resta.

Por lo demás, reparados los vicios, el presidente Luis Abinader y su gabinete no deberían acoger el chantaje de opinantes mediáticos sobre una presumible debilidad por lo digan en las redes sociales. Todo lo contrario. Deberían invadirlas, pero no a la vieja usanza con el autoengaño de un reguero de bots, ni con gente que viva a la defensiva, paranoica, mirando enemigos por todas partes.

Las redes constituyen un magnífico espacio de estos tiempos que podría usarse como soporte para construir gobernanza y gobernabilidad. Sólo que debemos conocer su naturaleza para potenciarlas.