En cualquier debate es necesario, si se quiere aprender de la experiencia, diferenciar entre las explicaciones de propuestas teóricas y la realidad. Las teorías necesitan de comprobaciones que contrasten sus resultados con la realidad que pretenden explicar. Partiendo de este principio metodológico básico, el texto clásico de Adam Smith (1776, página 16) es un resultado teórico de la observación del incipiente desarrollo capitalista de su tiempo, que privilegiaba la división del trabajo y el intercambio. Smith afirmó que “No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés”, según Smith, es el egoísmo del individuo que guía sus acciones lo que produce un bienestar para todos, lo que resulta a todas luces paradójico.

 

Posteriormente, los esfuerzos teóricos refinaron los estudios del comportamiento del individuo y de las firmas, que ataviado con la mano invisible y de un complejo entramado de supuestos simplificadores, permitieron arribar a la conclusión de que el equilibrio de oferta y demanda en los mercados es automático y aún mejor se autorregula, por tanto, el gobierno no debe intervenir en los mercados. Y esto pareciera claro cuando se está en presencia de ciclos económicos: si existe un exceso de demanda u oferta, las fuerzas del mercado (demanda y oferta), al menos teóricamente, son capaces, bajo estos postulados, de restablecer el equilibrio momentáneamente perdido.

 

A partir de esta posición teórica se han alineado no sólo los economistas, sino también los políticos de derecha, los profesionales del sistema, los políticos en campaña, las iglesias, en fin, todo individuo o institución que activamente participa en la vida política de cualquier nación para reclamar la no intervención del gobierno en la economía.

 

Pero este mantra procedente del esfuerzo teórico inexorablemente se enfrentará al juicio con la realidad que intenta explicar. El planteamiento fundamental es que la búsqueda del bienestar individual asegura el bienestar de la sociedad. Sin embargo, aún en las economías más desarrolladas de la tierra, los períodos más prósperos para la sociedad no se produjeron sin la intervención del gobierno para distribuir mejor las riquezas.

 

En efecto, durante la expansión económica que produjeron las políticas keynesianas luego de la Gran Crisis de 1930 y que la mano invisible no pudo resolver, muchas economías lograron un crecimiento económico extraordinario, acompañado de una mejora sustancial en la distribución del ingreso. El New Deal en Estados Unidos permitió a las familias americanas disfrutar de seguro de desempleo, guarderías, seguro médico, pensiones, educación de calidad y gratuita, así como empleos relativamente estables. La prosperidad se compartió. Pero esta llegó a su fin, cuando los empresarios americanos se dieron cuenta de que prosperidad general de la población terminó con sus elevados beneficios. A partir de ese momento, las instituciones que apoyan la democracia iniciaron un prolongado proceso de deterioro en la mayoría de los países occidentales.

 

Y como respuestas a la exitosa participación del estado, que logró lo que la mano invisible no pudo, resurge la nueva economía clásica con una interpretación de la participación gubernamental para redistribuir las riquezas en favor de las empresas y se retrocede en los avances logrados. Esta afirmación se produce a pesar de los hallazgos de Atkinson (2015, pág. 18), Milanovic (2016, pág. 46 y ss), Piketti (2014) sobre la ampliación de la desigualdad. Para lograr el reencuentro de la bondad de la mano invisible, el gobierno es absolutamente necesario. No sólo porque organiza el funcionamiento institucional de la sociedad capitalista, sino y más importante porque asegura el equilibrio del mercado y mayor acumulación para las empresas.

 

A partir de los economistas neoliberales y más recientemente con los libertarios, la economía parece tener ribetes comunes con la economía de la soledad de Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1719), la que sirve de fundamento a la Ley de Say, que favorece la competencia y el libre intercambio e irremediablemente tiene como resultado el equilibrio simultáneo de todos los mercados que proclama León Walras (1987); y en ese marco el cambio institucional y económico resultan ser adornos verbales en los discursos políticos y “académicos”. Este esquema de pensamiento corresponde a un concepto que, comparado con la realidad, resulta vacío; ya que deja de lado los cambios sociales que justamente atienden los gobiernos bajo el principio básico de crear instituciones que normen y garanticen la libertad individual, los derechos de los ciudadanos y promueva mercados sin distorsiones, monopolios, oligopolios, monopsonios, o el dumping, entre otros.

 

Basta echar una mirada a la relación entre empresarios y gobiernos, para concluir que el gobierno es absolutamente consustancial al objetivo de maximizar beneficios, sobre todo en economías subdesarrolladas y con debilidades institucionales como la nuestra. Por lo que, el discurso neoliberal y libertario resultan ser tan solo un resabio “académico” al más alto nivel de abstracción que intenta tener el espacio que la realidad niega.

 

En tal sentido, estos profesionales le asignan al gobierno la tarea de crear el marco institucional en el que se desenvuelve el capitalismo criollo, a pesar de que el sector privado designa y diseña las políticas públicas. Hay que tener en cuenta que tanto las leyes como las instituciones gubernamentales sectoriales funcionan para el beneficio de clases sociales específicas. Recuerde que el Directorio que asignó las ventajas impositivas que otorgaba la Ley de Protección e Incentivo Industrial No. 299, estaba dirigido por empresarios y que la Secretaría de Industria y Comercio de la época, era tan solo un miembro de ese directorio, Moya Pons (1992). El gobierno dominicano participa ampliamente en el diseño de las políticas públicas en favor del sector privado y en perjuicio del resto de la población mediante el dominio ministerial del gremio empresarial que también influencia sensiblemente al poder ejecutivo.

 

Estas distorsiones que se producen en las políticas públicas no siempre resultan de las equivocaciones de los ministros, sino que provienen de acomodar las políticas económicas a los intereses empresariales. Los resultados de su aplicación no persiguen el bienestar social que se le asigna como responsabilidad al gobierno, sino que son consistentes con el beneficio de las empresas privadas.

 

Los ejemplos en la sociedad dominicana abundan, la Ley de Seguridad Social, la Ley de Hidrocarburos, la Ley de Capitalización de las Empresas Públicas, La Ley de Fideicomisos, la Ley de Fideicomisos Públicos, el Contrato de Fideicomiso de Punta Catalina, La Ley de Incentivos Turísticos, la Ley de Asociaciones Público-Privadas, entre otras.

 

Lo peor de todo este entramado, es que estas desviaciones resultan del ejercicio “democrático”. Cada cuatro años, la mayoría de los empresarios del sector privado se prepara para financiar a nuestros representantes en el Congreso, al presidente y al vicepresidente quienes proponen, discuten y aprueban las leyes que benefician intereses particulares. Por eso en el Poder Legislativo elegimos a representantes del sector privado y a empleados de los líderes políticos de la ocasión financiados con recursos privados.

 

De manera, que nuestra representación congresual es débil porque su agenda no incluye los temas que nos afectan; por el contrario, está dominada por la agenda privada, impuesta por los sectores de poder, sindicatos empresariales y las instituciones de la sociedad civil. Pareciera, en las condiciones descritas, que la intervención del gobierno es absolutamente necesaria para los intereses privados.

 

Todo esto cuestiona profunda y contundentemente los beneficios de la democracia representativa en este país y, peor aún, evidencia el rol secundario del gobierno en materia de políticas públicas colocándolo como un peón al servicio de las estrategias económicas del sector privado. En otras palabras, la gente necesita de otra democracia, de otro accionar del empresariado y del gobierno, ocupados en leyes que solo favorecen la concentración del ingreso que generalizan la desigualdad.