ODILON REDÓN
mientras se cuelan los días y crece la hierba
y se filtran los ríos
aprende a quedarte quieto.
no corras porque no hay puerta que abrir
ni bosque que atravesar.
no hay espuma dorada para adorno de tu cabeza
ni mantos de luna ni monedas que repartir
ni coronas para los muros de tu casa.
quédate quieto, aprende a vivir en soledad
y mira bien los tesoros que tienes a tu alcance:
la taza de café oloroso que te llevas a la boca,
tus zapatos para ir a encontrarte con los tres o cuatro
seres que amas, el sol por la ventana, tu salud,
tu soledad, para pensar, para sentir, para realizar
y resolver el acertijo.
Sergio Mondragón
La lección de los años.
A nadie que aún no haya aprendido a identificar los imperativos mandatos de las hormonas le ha gustado nunca que se le diga que debe aprender a quedarse quieto. Parecería incluso que no hay razón suficiente, ni dispositivos eficientes para controlar a quienes confunden a cualquier hora la impulsividad con la juventud. Parafraseando la famosa frase de Pascal, cabe afirmar que es más bien el cuerpo completo (y no una sola de sus partes llamada “corazón”) el que tiene razones que la razón no conoce. Así, conviene no perder de vista que es el cerebro el que gestiona la relación que tienen los neurotransmisores que participan en la gestión de nuestro sistema endocrino con aquello a lo que Bergson llamó el élan vital: serotonina, oxitocina y compañía.
El simple hecho de comprender que es el cuerpo y no la mente el que aprende constituiría en sí mismo un avance significativo, sobre todo si se toma en cuenta que los peores monstruos que el mundo ha conocido han sido engendrados por aquellos que han pretendido ponerle diques a las funciones corporales que determinan la naturaleza humana, o lo que viene a ser lo mismo: por aquellos cuyo accionar únicamente ha conducido a ignorar o borrar el sentido original de la palabra paideia.
En efecto, si alguna culpa se le puede enrostrar a nuestra época es la de haberse cansado de concebir a la educación como la vía de transmisión de valores (saber ser) y saberes técnicos (saber hacer) inherentes a la sociedad. Esto que digo se relaciona, por supuesto, con aquello a lo que Byun Chul Han ha llamado la “sociedad del cansancio” desde el punto de vista que hace del ciudadano contemporáneo un hombre cansado en tanto que «Prometeo, como sujeto de autoexplotación». De hecho, es precisamente ese cansancio lo que queda expuesto en cada manifestación del culto contemporáneo a la “libertad”: es ese mismo cansancio el que afirma que el todo es equivalente a la nada, que da lo mismo cualquier cosa y su contrario, o peor: que “nada es nada” (na é na), como se decía a principios de este siglo en Santo Domingo.
¿Qué atleta aceptaría recibir lecciones de un maestro cansado? ¿Qué espíritu que un día se haya despertado presintiendo, como Bilbo Baggins en las primeras páginas de The Hobbit, que cada paso suyo lo acerca al inicio de una gran aventura estaría dispuesto a renunciar a ello bajo el alegato de que no vale la pena aventurar porque “la Realidad” (quienes hablan desde el cansancio nunca pueden evitar pronunciar esa palabra como si estuviese escrita con una mayúscula sagrada), porque la “Realidad”, según ellos, no es compatible con ninguna forma de utopía?
Resulta inevitable no percibir, detrás de toda invitación a quedarse quieto, el rancio relente que despiden todas las manifestaciones del ideal ascético. Tanto la soledad como el retiro espiritual respecto al “mundanal ruido” aparecen asimilados por todas partes a la búsqueda de la sabiduría. Convengamos, no obstante, en que todos aquellos que han asumido la vida retirada como situación existencial tarde o temprano se han visto obligados a transar con la utopía hasta convertir (por inducción, por emulación o por traducción) a esta última en un tipo particular de “cultura”.
En esta época en que las estadísticas han llegado a desplazar a los relatos como fábricas de funciones imaginarias es casi seguro que alguien habrá sacado tiempo para calcular cuáles son los tipos de acontecimientos que con mayor frecuencia fuerzan a las personas a aprender a quedarse quietas en las sociedades contemporáneas. Al decir lo anterior no me refiero necesariamente a aquellas a las que Michel Foucault llamó las “sociedades de control”, como la escuela, el ejército, las órdenes monásticas, los regímenes carcelarios, etc., sino a esas formas particularmente abyectas que puede asumir la vida cotidiana en las ciudades contemporáneas cuya única función parece ser la de inducir en la mayor cantidad de personas un deseo irrefrenable de escapar del influjo como resultado de una vasta operación por medio de la cual la cultura misma se convierte en una cárcel para los sujetos.
Con los años, uno aprende a descubrir, una tras otra, muchas de las incontables formas de traición que se ocultan detrás de los supuestos “cambios de paradigmas”. Y lo mejor es que cada uno de esos descubrimientos conduce a quienes lo experimentan a un nuevo vaciamiento de lo real, como si, en verdad, fuese uno capaz de conocer al cojo sentado y al tuerto durmiendo. Es probable incluso que quienes hayan logrado acumular cierta cantidad de “descubrimientos” como estos se hayan hecho “sabios” sin saberlo, de la misma manera en que M. Jourdain ignoraba que hablaba en prosa.
Y es precisamente por eso que, para ellos, ninguna otra producción humana es capaz de aparte de la poesía colocarse a la altura de aquella piedra que rechazaron los constructores que se menciona en los Evangelios.
La lección del poema.
De manera súbita y casi sin querer, un día crees haber descubierto que debes «aprender a quedarte quieto mientras se cuelan los días y crece la hierba y se filtran los ríos». Lo cierto es, no obstante, que no has descubierto nada que no supieras de antemano, es decir, que por más que recorras este mundo y por más que te devanes los sesos tratando de encontrar la ubicación exacta de esa grieta por donde la luz se abre paso a través de las tinieblas, la única verdad es que «no hay puerta que abrir ni bosque que atravesar. No hay espuma dorada para adorno de tu cabeza ni mantos de luna ni monedas que repartir ni coronas para los muros de tu casa». La trampa estaba hecha antes de tú nacer, y ante la alternativa de ponerte del lado de los tramposos o del de los atrapados, la decisión más inteligente siempre ha sido darle una patada al tablero y desaparecer.
En su escritura, el poema promete una liberación que es tan ilusoria como todas las formas de la libertad ajena. Ninguno de aquellos que han prometido la libertad han hecho nunca otra cosa que colocar una zanahoria ante los ojos de los burros que empujan sus carretas. De hecho, la quietud, la soledad, la renunciación, la conformidad, etc. son metáforas de la aniquilación. ¿Aniquilación de qué, de quién? Esa es precisamente la incógnita (el acertijo) que cada sujeto deberá resolver por su parte, pues no hay nada más idiota que confundir las lecciones del poema con “recetas” para esto o para aquello. La verdadera libertad nunca es un regalo, sino, ante todo, objeto de conquista.
Algo parecido puede decirse acerca de la soledad: «quédate quieto, aprende a vivir en soledad». Poco importa cuánto tiempo te tome ese aprendizaje, pues lo verdaderamente importante no es la “meta”, sino la búsqueda en sí misma. De hecho, como cada quien tiene el derecho de engañarse como mejor se le antoje, en la época contemporánea no faltan, por supuesto, quienes pretenden lograr la realización de su ideal ascético desde un crucero o en un resort.
El espíritu de continencia, como todo retorno a lo reprimido que se respete, invita al minimalismo y a la renuncia respecto al consumismo. Para ello, no obstante, es necesario releer la letra pequeña del engañoso contrato social contemporáneo, en particular aquellos que conducen a estimular el narcisismo y a “enredarlo” por todos los medios posibles hasta convertir al Yo en un payaso que ejecuta el aburrido e interminable acto de sí mismo sobre la escena de lo social.
De ese modo, lo primero que debe hacer quien pretenda aniquilar su Ego es reducir su tamaño, empequeñecerlo: «mira bien los tesoros que tienes a tu alcance: la taza de café oloroso que te llevas a la boca, tus zapatos para ir a encontrarte con los tres o cuatro seres que amas, el sol por la ventana, tu salud, tu soledad, para pensar, para sentir, para realizar y resolver el acertijo».
Lo que está en juego no es ese “conocimiento” al que muchos conciben hoy como prótesis o prolongación del Yo, cuando no como un maquillaje de palabras que solo persiguen travestir un estado cognitivo parcial o totalmente distinto al que se proyecta. Lo que está en juego es la sabiduría, precisamente lo único que nos permite vivir nuestra soledad interior no como algo que “escapa” o que “se opone” a lo social, sino como aquello en lo que lo social se relaciona de la manera más directamente posible con nosotros, es decir, nuestra humanidad.