RÍO

 

Todo poema ríe,

las palabras son sus dientes

los lectores su alimento.

 

El arte del poeta consiste en distraer.

 

El lector acude ingenuo al llamado,

hambriento de belleza o de tragedia.

 

El poema observa al lector

como el oso observa a la trucha

nadar graciosamente a favor o contracorriente

y en cualquier momento ¡ñau!

 

Homero Pumarol

 

La lección de los años.

Es probable que David Vincent los haya visto, pero lo que sí es cierto es que el argentino Néstor Sánchez lo sabía: todo auténtico poeta es un cómico de la lengua. El que no anda agrietado, se inventa sus propias grietas para luego ir a pegarlas con coquí entre la luz y el mundo. Si tiene suerte, con los años aprenderá a manejarse con seis o siete centímetros de lengua en lugar de arrastrar piezas de varios kilómetros, de esas que espantan precisamente a quienes deberían hacer estallar en carcajadas. En cambio, si no tiene suerte, se convertirá irremediablemente en uno de esos aburridores públicos que ni siquiera a mediodía se apean el traje negro de la solemnidad, seres capaces de desenfundar un piropo o un lamento más rápido que Cisco Kid y que se comportan como si fueran los eternos pordioseros de la atención ajena.

Ciertamente, en nuestra época abunda otro tipo de poetas que siempre se manifiestan amotinados en docenas o en gruesas, muy ellos y sobreaplaudidos. Son los poetas que confunden la repetición con la poesía: leer a uno equivale a leerlos a todos. Esos hiperpremiados embaucadores te estraperlan un trozo de realidad envuelto en papel de poema, y claro: apenas los lees, la saliva se te pone agria, y no te valdrán ni siquiera cuatro o siete donde dije dije dije otra cosa, pues la que te pegó e la cabeza ni siquiera fue la pedrada que estaba para ti, sino otra.

En cambio, a los auténticos poetas se los puede reconocer por la manera en que se desplazan por el mundo montados sobre las alfombras mágicas de sus risas y sonrisas. Aunque hayan nacido como siameses, no tardan en quedarse solos, pues descubren muy pronto que su arte es la mejor compañía, como decía el Leo Da Vinci.

Como en su época no había películas de Marvel, al poeta francés Charles Baudelaire se le ocurrió un día comparar al poeta con un albatros, esas aves que se desplazan por los cielos como si fueran los dueños del aire, pero que cuando se posan, como tienen las alas más grandes que sus patas, se muestran torpes y desgarbados al caminar. Al paso que vamos, es predecible que algún día del año 2877, cuando por fin hayan desaparecido los políticos culpables de su zombificación plurisecular, el pueblo dominicano habrá logrado desarrollar el gusto por la fantasía y la literatura de ficción. Cuando eso suceda, no faltará sin duda algún escritor que compare al poeta Homero Pumarol con un raro espécimen de cocuyo urbano: un individuo encendido, pero siempre desiluminado, como si la luz misma fuera para él una especie de slime verdimarrón que le hace cosquillas mientras escribe poemas.

Mientras tanto, de la abundancia de “poetas civiles”, “neo testimoniales”, “autorebobinados” o escritos en modo F.F. ( fast forward) solamente podrá librarnos cualquier dios de apellido sonoro de esos cuyos templos cambian de dirección en los primeros meses de cada nuevo gobierno. Con los años, cualquiera que disponga de un poco de paciencia podría aprender incluso a brechar a Heráclito mientras se baña en el río haciendo un dos para dos con un sátiro y dos ninfas. Total, solo en aquellas épocas en las que los poetas adquieren el miedo de imaginar puede decirse que es verdad que la poesía no sirve para nada. 

La lección del poema.

Sin muchos problemas, Todo poema ríe podría ser la divisa de un club de sicarios. Se equivocaron, en efecto, todos aquellos que hayan creído que el título “Río” se hallaba aparcado a la derecha: el Yo-poema sabe que no conviene invertir sus fondos en mantequillas, sino en la criptosemiótica de la ambigüedad. Por algo en nuestra lengua la palabra “río” designa tanto al ya famoso balneario de Heráclito como la acción de reír conjugada en la primera persona del singular.

De todos modos, es bueno saber que cada poema trabaja su propia comedia. Lo importante para nosotros, los lectores de poesía, es saber determinar cuál es la versión de dicha comedia que trabaja el poeta: ¿divina o humana? Y como en nuestra sociedad dominicana contemporánea es harto conocida esa sociología apresurada según la cual los poetas se hallan colocados fuera de la importancia social y política, cualquiera que pretenda lo contrario estará automáticamente tomando posición. Esos dientes del poema que son las palabras pueden, pues, en cualquier momento, abandonar su confortable pasividad teórica y pasar a la acción: devorar a sus lectores.

Siendo así las cosas, se puede comprender que, para el Yo-texto: El arte del poeta consiste en distraer. Lo que no nos queda claro es la respuesta a la pregunta ¿distraer respecto a qué? Personalmente, apunto a que se trata de una distracción sin objeto definido y puramente intransitiva, como quien habla de “un cebo”, “un engaño” o, ya en el sentido militar, “una diversión” estratégicamente organizada con el propósito de lograr que El lector acud[a] ingenuo al llamado, /hambriento de belleza o de tragedia.

De ese modo, a la ya gastada metáfora del poeta como “animal de palabras” se opone la animalización del poema mismo. Es este un interesante teorema sobre la venganza del poema ante la lectura puramente pasiva que propician todos aquellos que parecen haber olvidado que la verdadera lectura es un arma de desimbecilización masiva.

En efecto, contrariamente a lo que preconiza ese ideologismo, ni “leer salva”, ni “leer es divertido”: leer te arma porque te desalma, te desangeliza, y muy particularmente cuando aquello que se lee es un poema.

Solamente después de haber identificado la estrategia que guía la construcción del texto que leemos podemos acceder a un tercer sentido para ese término “río” que figura en el título y que se desdobla en “ríe” en el primer verso del poema. Ese tercer sentido es el que se establece a partir de dos transformaciones metafóricas encadenadas en la última secuencia textual, a saber:

  1. a) La animalización del poema: El poema es como el oso.
  2. b) La animalización del lector: el lector es como la trucha

El tercer sentido del término “río” sería así el resultado de una metaforización más profunda (una simbolización, diría Ricœur) resultante de las dos anteriores. Por la vía de esta simbolización alegórica, el oso (que es el poema) observa a la trucha (que es el lector) mientras “nada graciosamente” a favor o contracorriente en eso que fluye. Solo entonces:

El poema observa al lector

como el oso observa a la trucha

nadar graciosamente a favor o contracorriente

y en cualquier momento ¡ñau!

 

El término onomatopéyico ñau ha sido lexicalizado como el “maullido del gato” (Diccionario de americanismos de la RAE). En cambio, la interjección ñam (o su variante ñam-ñam) es la que el uso ha consagrado como expresión que indica placer por el sabor de la comida. Como tal, se suele emplear para traducir tanto el vocablo francés miam-miam como el vocablo anglosajón yum-yum (o su variante yummy).

No obstante, como ninguno de esos términos figura en la edición de 2013 del Diccionario del español dominicano, conviene destacar que el término ñau como onomatopeya del acto de comer, engullir o tragar algo es de empleo frecuente en el lenguaje infantil y popular dominicano. En ese sentido, uno de los antecedentes de mayor impacto de ese término es su empleo en el merengue “Cal y arena”, de Charlie Rodríguez, el cual tuvo gran popularidad en la década de los 80 del siglo pasado. En un pasaje de ese y de muchos otros merengues de ese artista se puede escuchar el estribillo “Cógelo león, ñau, ñau ñau”.

La lección del poema no podría ser más clara, pues: el oso-poema nos devorará como las truchas que somos sus lectores, pero esta devoración no nos destruirá, sino que nos transformará.

Si se acepta concebir el poema (el ritmo) como aquello que el cuerpo le hace al lenguaje, nada impide considerar este poema de Homero Pumarol como su “arte poética”, es decir, como una declaración de principios simultáneamente ética y estética.