ITE, MISA EST
A Reynaldo de Rafael
Yo adoro a una sonámbula con alma de Eloísa,
virgen como la nieve y honda como la mar;
su espíritu es la hostia de mi amorosa misa,
y alzo al son de una dulce lira crepuscular.
Ojos de evocadora, gesto de poetisa,
en ella hay la sagrada frecuencia del altar;
su risa es la sonrisa suave de Mona Lisa;
sus labios son los únicos labios para besar.
Y he de besarla un día con rojo beso ardiente;
apoyada en mi brazo como convaleciente,
me mirará asombrada con íntimo pavor;
la enamorada esfinge quedará estupefacta;
apagará la llama de la vestal intacta,
¡y la faunesa antigua me rugirá de amor!
Rubén Darío
La lección de los años.
¿Adorar a alguien? ¿Hacer de ella o él el objeto de un culto privado, y cerrar los ojos ante cualquier indicio, fatalmente exterior, de que lo que se vive no es, a fin de cuentas, la verdadera vida? Quien no haya vivido semejante proceso, no conoce el amor. Por haber amado a alguien sabemos algún día que no hemos vivido en vano, pero hace falta haber amado hasta el desastre para estar seguros de haber conocido el verdadero amor.
Esa lenta catástrofe que llamamos “nuestro amor” no admite simulacros; llega y te encierra en su burbuja para mejor suplantar la misma vida de siempre por otra que te entusiasma con su calor y con su inusitada manera de cambiarte la sangre, el aire, el humor y tus razones para sentirte alegre o triste… Terminas finalmente convencido o convencida de que no puedes vivir sin la persona que amas. Y así, enamorado/a de tu amor, amas sobre todo ese o esa que eres cuando amas. A veces, al cabo de algunos años, la burbuja termina por estallar, por devolverte a tu lugar de origen, esto es, el mundo. Entonces, más que nunca, el amor, que es una práctica, parece tender a convertirse en una idea. Y sin embargo, los años, que tanto pueden, no podrán nunca cambiar la verdadera naturaleza del amor, que no es la de las ideas, sino la de los ritos cotidianos.
Con los años comprendemos que la adoración amorosa es una manera de estupefaciente natural que nace del embeleso. Su función es hacernos olvidar nuestra propia vida (no hay amor si no hay olvido de sí, abnegación afirmativa de la necesidad de la persona amada) para así poder ampliarla desde adentro. Pero trátase este de un vano comprender, ya que no hay amor que pueda caber en una explicación: solo sabemos que amamos cuando no sabemos por qué amamos. En materia de amor, la lección de los años es, pues, una inútil lección bastante parecida a la prudencia, y, como tal, resulta tan incompatible como esta última para entender el amor.
Cuando se ha vivido demasiado, solo es posible entender el amor a través de la mecánica del embeleso. En la edad Media, el beleso (hoy llamado beleño) era usado por los pescadores para emborrachar a los peces, envenenando las aguas. De ahí proviene el sentido etimológico de la palabra “embelesar”: aturdir, dejar atónito. La misma palabra se emplea hoy para nombrar la acción de arrebatar los sentidos de alguien agradablemente. Embelesados, adoramos a la persona amada como si esta fuese su propio icono.
Siguiendo a Stendhal, Umberto Cerroni objetaba que el enamoramiento no concuerda en todos sus puntos con el amor, sino que se trata únicamente de la primera etapa (que coincide con el deslumbramiento inicial) de este último. No conviene, sin embargo, hacerse una idea demasiado mecánica de esta distinción, creer que se avanza en el amor como por un canal compartimentado con “exclusas” que se van nivelando paulatinamente, como el de Panamá. Incluso vale la pena tener en cuenta que el enamoramiento no siempre sucede al principio de la relación amorosa: ni el amor tiene leyes que se cumplan de manera inmutable e invariable en todas las personas, ni es posible practicarle una “autopsia” al cadáver del amor para conocer las causas de su extinción. Lo que sí parece ser cierto es que, al menos en occidente, el miedo ha funcionado históricamente como un dispositivo para controlar la actividad amatoria. Cabría preguntarse, en efecto, cuántos siglos de catequesis, de excomuniones, de inquisición y de persecuciones sin cuenta fueron necesarios para inculcar en la mentalidad occidental el miedo al amor, esto es, la tendencia a convertir el amor en una idea. De hecho, en el primer tomo de su Historia de la sexualidad, Michel Foucault nos recordaba el papel que desempeñó la moral victoriana en ese proceso. Que conste, no obstante, que si invoco aquí esta casuística, es tan solo para recordar que el amor también cuenta con su espesor histórico, y que siempre será posible reinventar el amor sin Adán y/o sin Eva. En ese sentido, lo que nadie debe perder de vista es que el amor pertenece a la historia del cuerpo, y que es precisamente por eso que nunca —pero nunca-nunca, como dice el bolero—, debe ser confundido con una idea.
En ese sentido, tal vez convenga anotar aquí, por el momento, la manera en que nuestro siglo ha elaborado otra idea del amor. Partiendo de algunos conceptos operativos de Freud, Géza Róheim llegó a plantear en un famoso librito (Origen y función de la cultura) la idea de que la cultura es o nace de la sublimación de la libido. En algo parecido concluye Sandor Ferenczi en su magistral obra Thalassa. Combinando sus dotes de antropólogo y de psicoanalista, Róheim acentúa en su obra el carácter ritual de las prácticas amorosas en las culturas primitivas. Lo mismo hace Bronislaw Malinowski en sus Estudios de psicología primitiva, con la particularidad de que, para él, la idea de “sublimación” no parece contar demasiado, al asignarle una importancia preponderante a la relación entre psicología y sociología, y al destacar magistralmente el papel del mito como “fuerza cultural”. Todos estos autores coinciden al afirmar el sedimento ritual de las prácticas amatorias como principio de base de las relaciones amorosas: en cada época, toda cultura se hace acerca del amor la misma idea que se hace de ella misma.
En efecto, y esta es la más valiosa lección que los años puedan darnos en materia de amor, si de algo sirve amar, quizás sea tan solo para recordarnos que somos y que estamos en el mundo, y que podemos, si amamos, salir del mundo, penetrar en un recinto donde nuestros sueños de trascendencia y nuestros mitos diurnos, se realizan a través de rituales nocturnos tan antiguos como la noche misma.
La lección del poema
¿A quién puedo yo adorar si no es a una sonámbula? No la amo: nos amamos. Y nuestro amor y todo amor es hijo de la noche, pues el amor es la negación del día de todos al convertirse en el día de nuestro amor, es decir, en esa noche que ha de durar eternamente durante el instante en que estamos juntos, mi amor y yo. Ella avanza en mis sueños como yo avanzo por los suyos, recordándonos mutuamente que ambos estamos vivos porque nos amamos. Sí, a pesar del desastre de la vida cotidiana, sobrevivimos en nuestro amor. Y, puesto que nos amamos, la hondura de su cuerpo y la agudeza del mío será siempre virginal para ella y para mí: impoluta por la fuerza de nuestro amor. Su espíritu es el pan que me nutre, pero no solo de pan vive el hombre que soy; su cuerpo es mi melodía nocturna, la que me calma y me lleva sobre la cresta de los días.
En sus ojos he aprendido a verme como soy; cada una de sus miradas evoca en mí antigüedades que me resultan familiares. Hierática, jamás banal, posee un lenguaje de gestos que me hablan tan calladamente como su sonrisa; y si me besa, cuando me besa no hay más besos que los suyos. No hay pasado ni presente en sus besos; cada vez que la beso siento que la besaré siempre más. Por eso, y porque ella también me besa en mi beso, he llegado a sentir su propio miedo de besarnos un día tan lejos que después no podamos salir de nuestro beso. Es así como aquella por quien mi vida cambió de rumbo bruscamente al conocerla me demuestra que también ella es víctima de un cataclismo que la transforma.
Esa pasión ritual que nos desborda, ese río inderramable que fluye de mí hacia ella al fluir de ella hacia mí, es nuestro amor. Amor que es sin haber nacido nunca; amor sin causa propia, o que es su propia causa; amor sin explicación ni justificación; amor que es mi última oración, la que quiero escuchar y repetir cuando muera, cuando mi musa, al fin mía, pues soy suyo, me diga besándome por última vez: “Puedes irte en paz, la misa ha terminado”.