EN PAZ

Artifer vitae, artifex sui

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas;
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.
…Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno;
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tú sólo noches buenas,
y en cambio, tuve algunas santamente serenas…
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Amado Nervo

La lección de los años.

Uno se lanza a correr, como un potro, por los campos de la vida, y en su prisa, apenas puede uno detenerse a descubrir o a contemplarla a ella, es decir, a la misma vida que nos "hace" con afanosa artesanía y, al menos en nuestros primeros años, nos mantiene ajenos a nuestro propio ser. Somos, en tanto que esperamos o soñamos ser algún día algo o alguien, y nuestra prisa por alcanzar esa esencialidad en tiempo futuro nos impide percatarnos de la presencia y la forma de ese o esa que "estamos siendo" entonces.

Pero mientras cada uno de nosotros se hace a sí mismo, en nuestro hacernos, solemos ir hilvanando cierta manera de "explicar" lo que ha sido y es nuestra vida. Y ese discurso vivido, esa versión de uno mismo que cada cual va componiendo en su cabeza, casi nunca coincide con lo que los demás piensan acerca de nosotros.

Y es que "conocer a alguien" no es más que traducir el ser ajeno a una lengua inteligible para el Yo. Como todas, dicha traducción siempre es aproximada; jamás podrá ser literal. La imperfección del conocimiento del otro o de la otra nos recuerda constantemente que no nos conocemos a nosotros mismos, y que, por lo tanto, somos y seremos siempre otro para nosotros mismos.

El deseo de llegar a conocer al otro y a la otra íntimamente, es decir, en su esencialidad, es una de las definiciones posibles del amor. Bien visto, por lo tanto, el verdadero amor es circular: parte del yo al mundo para regresar al yo después de atravesar al mundo. Y esta es, tal vez, la mejor lección que pueden darnos los años, esa que la Vida, nuestra artífice, nos enseña cada día, pero que, casi siempre, solo aprendemos cuando ya es demasiado tarde. Dicha lección puede resumirse en el siguiente axioma: de la otra, del otro que somos, nunca conoceremos más que aquello que queramos conocer. Cuatro fórmulas harto conocidas permitirían delimitar el contorno de este axioma:

  1. a) «Toda consciencia es consciencia de algo» (Martin Heidegger).
  2. b) «Toda consciencia es la consciencia de alguien» (Peter Caws).
  3. c) «Conócete a ti mismo» (Sócrates).
  4. d) «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Jesucristo).

La famosa frase de Arthur Rimbaud en su carta a su ex-profesor Paul Démeny: "Yo es otro" explica el funcionamiento de las dos primeras fórmulas anteriormente citadas: pensar en mí (asumir mi Yo como objeto de mi propia consciencia) convierte a mi Yo en un objeto ajeno a mí (hace de mi Yo un Él): la "voz de mi consciencia", cuando me habla, solo puede hacerlo en tercera persona. De ahí que la realidad de mi Yo, a pesar de Descartes («Pienso, luego existo»), no pueda fundarse en mi consciencia de ser una realidad pensante en sí misma: no me basto yo solo para ser yo mismo.

Para ser yo mismo, en efecto, necesito oponerme a alguien ("Yo es otro"). Pero me opongo a alguien solamente cuando, consciente de ese objeto que llamo Yo, asumo la distancia que me separa de esos objetos llamados Tú, Él, Ella como los límites lógicos de mi ser-ese-objeto-que-llamo-yo. Por esto, solo puedo conocer de ti, de él o de ella lo que yo quiera, puesto que estas instancias constituyen los límites lógicos de mi propia consciencia. Ellas simbolizan y resumen, para mí, la consciencia del otro o de la otra; para estos últimos, a su vez, mi consciencia constituye un límite lógico.

La lección del poema

«Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida». Me separo de ti, mi propia vida, para conocerte mejor: Yo es otro. Así, distanciado de mí (de mi vida), descubro que es en mi vida donde existo y soy realmente. Lugar fructífero y dadivoso, la vida me da vida: mi vida. La esperanza misma no es más que ese deseo de obtener de la pródiga vida aquello que deseamos, sin necesitarlo realmente. «Porque nunca me diste esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida». Cada uno de nosotros merece sus esperanzas, de la misma manera en que merecemos nuestras penas, nuestros trabajos y nuestros días. «Porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino»: merecemos vivir, puesto que construimos, cada día, nuestra propia vida. Vivimos, sobre todo cuando lo ignoramos, únicamente aquello que merecemos vivir. Lo que nos da la vida es, solamente, aquello que nosotros mismos le damos bajo la forma de nuestras acciones, nuestros sueños y deseos: «si extraje las mieles o la hiel de las cosas, fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas; cuando planté rosales, coseché siempre rosas».

«…Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno; ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno! Eso que llamamos “desencanto” o “desilusión” no es un estado psicológico, sino tal vez otra ilusión más (una ideología) o el subproducto indeseado de una suma de experiencias. «Hallé sin duda largas las noches de mis penas; mas no me prometiste tú solo noches buenas, y en cambio, tuve algunas santamente serenas…» El omnipotente, constante y continuo contraste entre el placer y el dolor me impide saber que ni el placer ni el dolor existen, sino, únicamente, mi vida. Mi vida no es ni buena ni mala; tampoco es ella la que tiene principio o fin, sino mi consciencia, es decir, yo.

De cualquier manera que la consideremos, el peor error consiste en considerar a nuestra vida como una sucesión, más o menos larga, de instantes únicos e irrepetibles. Aquello que nos envejece no es lo que vivimos, sino lo que no podemos vivir o lo que dejamos de vivir: la vejez no es más que un irrefrenable estrechamiento del campo de lo posible (Gastón Berger), o sea, un lento encogimiento de la vida, y esto no es un estado, sino todo lo contrario: es el equivalente a la claudicación del Estado (político), es decir, el abandono de sí. Abandonarse equivale a elegir la otra acera de la vida (la muerte), pues lo que verdaderamente importa es saber que, aunque siempre habrá rosas que mueran en primavera, nunca habrá rosas más bellas que las de la primavera.

«Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!» Es tan solo el recuerdo de haber sido otro/a lo que hace viable ser Yo. Ese inmutable mutante en el que a cada instante se verifican, simultáneamente, las cuatro estaciones, siempre descubre demasiado tarde que el amor es lo único que puede dar sentido a sus incontables e incesantes transformaciones. Sin amor, la vida no es ni radiante ni oscura: sencillamente, carece de sentido. En tanto que eso que llamamos amar es darse a ser la persona amada, el mismo Yo es inconcebible sin el amor. El Yo que no ama no es Yo, pues desconoce su más radical alteridad.

Pero el amor no es la paz, ni puede decirse definitivamente que "apacigua" nada. Los sueños de eternidad y/o de reposo eterno surgen de la ilusión que consiste en concebir la vida como un martirio. Quienes viven aferrados a la idea de la vida como un "valle de lágrimas" difícilmente podrán entender el amor. Por el contrario, quienes adquieren la conciencia de ser los constructores de su propia vida (artifer vitae), se conciben a sí mismos como sus propios artífices (artifex sui). Por eso, la culpa no es de “la vida” si persistes en pensar que la tuya es un lento viacrucis. La culpa es solo tuya. Solo vivimos aquello que merecemos, y en esto no hay huella de resignación. Antes, al contrario, ser nos empuja a ser, puesto que solo podemos ser en la medida en que dejamos de ser, constantemente, aquello que somos, o sea, en la medida en que amamos.

La paz solo es posible cuando las ilusiones cesan de perturbar el libre tránsito del Yo al otro, del ser al no ser, o sea, cuando dejamos de querer merecer de la vida más de lo que esta nos otorga en abundancia, es decir, vida. La vida solo puede darnos vida, y por eso, de la vida únicamente recibiremos lo mismo que seamos capaces de darle.