"La globalización no es un destino, es una opción." – Robert Zoellick.
Independientemente de la interpretación que se le asigne al concepto de "globalización", es evidente que el actual presidente de los Estados Unidos parece decidido a socavar sus pretendidos cimientos, que durante décadas se construyeron meticulosamente sobre un entramado de normas, tratados y acuerdos comerciales de todas las estirpes y alcances.
Ya sea que entendamos la globalización como una convergencia de procesos transnacionales y estructuras nacionales guiadas por el mercado, que posibilita que la economía, la política, la cultura y la ideología de un país trasciendan las fronteras de otro (según la visión de James H. Mittelman, académico costarricense de renombre), o que la redefinamos al integrar la dimensión económica con los ámbitos políticos, culturales y sociales, comprendiendo el campo cultural como un proceso de transformación de identidades tradicionales y modernas hacia nuevas formas transnacionales y postmodernas (como lo define Carlos Moneta, del SELA), lo cierto es que este fenómeno, que comenzó a remodelar el mundo hace más de cuatro décadas, revela fisuras profundas que amenazan con desestabilizar, de manera definitiva, los engranajes que sostuvieron su dinámica hasta el presente.
Axiomas económicos que alguna vez fueron fundamentales, como la idea de que la política comercial internacional de los Estados debe orientarse hacia la eliminación de obstáculos arancelarios y no arancelarios (“libre comercio”), y que los aranceles, subsidios a la exportación y cuotas a la importación distorsionan gravemente la producción y el consumo, hoy enfrentan serias objeciones en las prácticas comerciales y los giros geopolíticos de las grandes potencias occidentales, que, en realidad, nunca han dejado de ser obstinadamente proteccionistas.
El actual presidente de la aún considerada primera potencia mundial, Donald Trump, se presenta hoy con renovado ímpetu como el principal artífice de la desintegración de ese orden mundial que, más que una teoría, prevaleció durante años como una realidad distorsionada en beneficio de las grandes corporaciones e intereses de Occidente.
Este orden no solo contribuyó a la erosión de las identidades nacionales, costumbres y tradiciones de los pueblos, sino que también favoreció la silenciosa, pero profundamente eficaz destrucción de la cohesión social y de las visiones del desarrollo concebidas desde perspectivas nacionales. Al sembrar la indiferencia y la apatía social, promovió la banalización de los valores que alguna vez configuraron una conciencia colectiva más conectada con su identidad y sus principios fundamentales.
No es que tengamos esperanza alguna en una transformación positiva del mundo liderada por Trump y la poderosa economía que representa. No obstante, su afición por los abusos expresados en amenazas, sanciones selectivas y aranceles representa, sin duda, el mayor desafío a ese orden económico y cultural mundial que los líderes políticos de nuestros países parecían aceptar sin remordimientos.
Para el repetido presidente, la palabra "arancel", como ha expresado en múltiples ocasiones (ver: Jaime A. Escuder: Perturbaciones arancelarias, Z Digital: https://acortar.link/l0IyN3), representa uno de sus términos predilectos, además de reflejar un giro fundamental en la visión del mundo desde la perspectiva de la primera potencia mundial.
La "Fortaleza América", es decir, los intereses de Estados Unidos concebidos desde una perspectiva crudamente egocéntrica, deben prevalecer de manera clara y contundente si es que los norteamericanos realmente desean recuperar la grandeza y la influencia global que una vez ejercieron con temeraria osadía hace algunas décadas.
Esto, incluso si implica el deterioro y el aislamiento de sus tradicionales e incondicionales socios en Europa y otras partes del mundo, o la supresión, cuando sea necesario, de las libertades y los derechos de autodeterminación de las naciones.
No se trata de una simple inclinación retórica hacia los aranceles por convicción. Recordemos su primer mandato: estas medidas fueron una de sus armas predilectas en el ámbito económico y comercial, afectando especialmente las relaciones con China y Rusia. Hoy, amenaza con utilizar este mismo instrumento, al que añade sanciones selectivas contra empresas clave y personas, para impactar a México, Canadá, China una vez más, así como a la Unión Europea e incluso a los países miembros de los BRICS (para hacer frente a su propuesta de desdolarización de la economía mundial).
Según su visión del mundo, con estas medidas busca proteger los intereses empresariales de Estados Unidos, estimulando la creación de empleo y la producción doméstica, a pesar de que, durante su primer y tumultuoso mandato, estas políticas no lograron impulsar ni el empleo en el sector manufacturero ni la producción nacional.
Detrás de la imposición de aranceles también se esconde la esperanza de que las empresas extranjeras abran nuevas plantas en masa dentro del territorio estadounidense. Además, dado el enorme y ya insostenible déficit presupuestario de Estados Unidos, la imposición indiscriminada de aranceles a aquellas economías que Trump considera “destructivas”, tiene como objetivo generar ingresos adicionales, a la vez que busca recuperar el control sobre las fronteras, el flujo migratorio y el tráfico de estupefacientes, de los que el mercado estadounidense sigue siendo el mayor consumidor mundial.
Este enfoque, que favorece abiertamente medidas discriminatorias en el comercio y la producción, nos parece marcadamente unilateral, pues acabará obligando a las empresas estadounidenses a enfrentar el aumento de los costos de las materias primas importadas, así como las represalias arancelarias en respuesta de otros países. Además, la apertura de nuevas plantas no es un proceso que se pueda completar en semanas o meses; requiere años de planificación y desarrollo antes de que se vean resultados positivos.
A todo ello se suma la pregunta crítica: ¿qué garantiza a Trump y a su equipo que las empresas de las naciones afectadas, sometidas al estrés financiero de los altos aranceles, optarán por los Estados Unidos como destino principal? Es probable que, en lugar de ello, prioricen mercados comerciales más atractivos, libres de elevados aranceles, como los de Camboya o Vietnam, por citar solo dos ejemplos.
En resumen, las políticas proteccionistas que Trump y su equipo comienzan a impulsar nuevamente con renovado frenesí y determinación, lejos de fortalecer la economía estadounidense, podrían generar un efecto contrario, elevando los costos para las empresas y reduciendo su competitividad global. El enfoque unilateral que privilegia los aranceles y sanciones selectivas parece no tener en cuenta las complejas dinámicas del comercio internacional y la interdependencia objetiva de las naciones que participan en él, y podría resultar en una creciente insostenibilidad económica para la gran nación de Lincoln.