Si la vida -la mía o la de mi prójimo-
no es una ofrenda al otro,
¿qué hacemos en esta tierra?”
Elie Wiesel. “A corazón abierto”
Ediciones Sígueme. Salamanca. 2012
Son muchas las cosas que necesitamos en el mundo: una distribución más solidaria de los recursos, un mejor cuidado de la naturaleza, un comportamiento verdaderamente ético de los ciudadanos… la lista puede ser interminable, pero con urgencia, quizás lo que más se necesita es gente capaz de contagiar la esperanza.
Mi experiencia es muy limitada, pero estoy muy convencida de que la fuente más confiable de alegría y aprecio por la vida, es la certeza del amor incondicional, la compasión y una actitud de generosidad y auténtico cariño por los demás. El problema es que no es eso lo que nos comunica la sociedad, ni el sistema educativo ni el propio espejo.
Septiembre suele ser el mes en el que el sistema educativo pone la cuenta en cero y proporciona a padres, tutores y maestros la excusa de volver a pensar en lo que queremos enseñar a los niños, niñas y adolescentes e incluso a los jóvenes que transitan el camino a la adultez. El mes nos da a todos una excusa para empezar a educar en la esperanza, relacionándonos de otro modo, incorporando a consciencia algunas actitudes que mejoren “el índice de esperanza” en nuestro entorno.
Tendríamos que comenzar por hacer saber a los que nos rodean que es suficiente ser quienes son, que merecen ser amados como son, con sus rarezas, con sus miedos y con sus circunstancias. La importancia de cada persona en la sociedad no se fundamenta ni en los logros ni en su bondad. Esta consciencia del valor del otro por el mero hecho de existir es lo que permite a las personas dedicar tiempo a cosas incomprensibles para muchos, como la educación de las personas ingresadas en centros correccionales o visitas a los privados de libertad a través de la Pastoral Penitenciaria.
Las personas necesitan que les prestemos nuestro interés. El regalo de nuestra atención es lo más valioso que podremos entregarles a otros. La riqueza de un diálogo profundo sobre los sueños o los temores, puede ofrecer una sensación de plenitud y confianza en el porvenir que sirve de ancla a la vida. Estas conversaciones se dan de modo natural, por ejemplo, con las jovencitas del Hogar Escuela Mercedes Amiama, cuando algún voluntario les ayuda a mejorar sus habilidades de lectoescritura, las acompaña durante la cena una tarde al mes, o mientras comparten una tarde de práctica deportiva.
La vida es amable, sabia y generosa. Si creemos esto, lo viviremos en nuestras relaciones. Cuanto más empeño pongamos en reflexionar sobre los aspectos de nuestra existencia por los que nos sentimos agradecidos, será más fácil ayudar a los que nos rodean a reconocer las ocasiones y los motivos por los que podrían sentir agradecimiento. Cuando aportamos amabilidad, sabiduría y generosidad a la vida de otros, como lo hacen, por ejemplo, los voluntariados de contextos hospitalarios, nuestra vida se transforma en una poderosa herramienta de gratitud. La experiencia de Agujetas Solidarias incorpora el elemento del regalo material que permanece y continúa acompañando a la persona incluso cuando el otro no está presente.
Llevar esperanza a quienes se sienten desesperanzados es quizás el desafío más importante que podemos enfrentar y requiere que nosotros mismos nos acojamos como somos, con nuestra historia, nuestros éxitos y nuestros fracasos. Las personas con discapacidades son grandes maestras para eso. Compartir con ellas el camino de la transformación de la sociedad para que sea inclusiva, suele ayudarnos a construir un mundo interior que vea lo bueno y valioso de los demás sin tomar en cuenta su apariencia externa y sin caer en las trampas de las expectativas y del propio ego.
Nuestra sociedad espera, necesita más personas que crean que un mejor país es posible, que tengan sueños de bondad para los demás y se atrevan a hacerlos realidad; gente que recorra su propia ruta hacia la generosidad y se encuentre en ciertos puntos del camino para alentarse unos a otro, para capacitarse y profundizar su deseo de convertirse en agentes propagadores de la esperanza.