Uno de los sectores capitalinos más hermoso fue Gascue o Gazcue. Tengo que decir fue, porque “ya no queda sombra de lo que era”, como diría Cheo Zorrilla.
Tuve la gran dicha de llegar en la década del setenta desde mi ciudad natal, La Vega, y caer en una exclusiva pensión junto con mi hermana, de la familia Troncoso-Pimentel, quienes residían en Gascue. Familia que adoptamos como propia; es más, yo he llegado a decir que si cuando uno muere los que le precedieron los salen a recibir, junto con mis padres quisiera que estuvieran don Miguel y doña Argelia.
Vivíamos en una de esas hermosas casas y cuando mis padres vinieron a la capital, al mudarse doña Argelia y don Miguel a otra casa, ahí se mudó mi familia.
Las calles de Gascue estaban bordeadas por grandes árboles de caoba, flamboyán, laurel, roble, los cuáles al florecer y caer sus pétalos formaban una colorida alfombra capaz de hacer soñar hasta los más escépticos.
Aquel Gascue de hermosas casas, de grandes árboles, de coloridos jardines, de grandes galerías, de hermosas columnas, de entradas adoquinadas, de anchas aceras, ya no es el mismo.
Cuando camino por algunos lugares siento mucha nostalgia. Gascue está lleno de colmadones con su bachata bien alta, de altos edificios, de árboles pelados, de aceras rotas, de casas abandonadas, de líneas de guaguas de concho, todas destartaladas y humeando los mofles. ¡Qué barbaridad!
Recuerdo ir cada mañana a las seis, en esa década, hasta el Ateneo Dominicano en la Félix Mariano Lluberes en donde practicaba yoga. Subir la Dr. Delgado, admirando sus casas. Disfrutar de la calle Santiago, la Danae, la Josefa Perdomo, la Cervantes y tantas otras.
Al recordar el Gascue del ayer y ver el de hoy, la tristeza tan grande que me embarga es difícil de describir.