Amanece, y aunque sudoroso, tengo ganas de escribir. Por lo de siempre: porque me gusta y me desahoga, porque en la trastienda de mi pensamiento se escuchan ruidos de temas tropezándose entre sí, que, supongo, merecerían ser revisados frente a los demás.  Sin ser escritor ni periodista, llego al papel buscando liberarme de preocupaciones que no debería tener. Quisiera ser como mi sabia y querida abuela y exclamar; “¡Cuántas cosas, y las que vienen, Hortensia no las verá…!”  No heredé esa sabiduría.

Debo cuidarme de respetar el castellano, al lector y al colectivo que utiliza algo de tiempo para leerme. Tecleo evadiendo esa necesidad que tiene nuestra especie de exhibirse. Al no ser muy culto, no soy culterano. Ignoro la compulsión de dar masajes chinos a mi narcisismo, impulso inherente a todo aquel que se para frente a los demás y se muestra.

Esquivo la rimbombancia para no caer en lo que Borges llamó “el atosigante barroquismo”.  Trato de que cada tema lleve cierta relevancia social, alguna enseñanza, o, con cierta frecuencia, que sea puro divertimento. Si logro un trabajo que tenga esos tres elementos puedo considerarme satisfecho.

Hay que refrenarse de insultos personales – o aplicar a fondo eufemismos y metáforas que sirvan de humo escénico – aun cuando con ardor lo desees. Cuidado de no molestar a dueños de periódicos y de no zaherir alguno de sus intereses. De lo contrario, terminas haciéndote tu página web y navegando por “las redes” para que digas y te digan lo que venga en ganas.

Y ahora los lectores, ese público fantasmagórico que se asoma de tarde en tarde a través de comentarios. Son ellos la interrogante para colocar en la balanza, mientras murmuramos preguntas acerca de la validez de este, no cabe duda, placentero privilegio de publicar cuartillas, de plasmar en escritura preocupaciones nuestras.

No han sido pocas las ocasiones donde amigos y familiares, gente que me quiere bien, me cuestionan: ¿“Y cuando vas a dejar de hablar pendejadas por los periódicos?”

Pendejadas, babosadas, tonterías, “bull shit” en inglés,” la foutaise” en francés; cosas irrelevantes, intrascendentes, porquerías. ¿Sera cierto que si hoy se publicase mi artículo estaría dejando allí vacuencias que pocos leen, que a casi nadie importa un comino. Esa es la duda de mi desayuno, esa es la incertidumbre que me lleva a encender la computadora cuestionándome.

Cuando en mi vida comienzan a posarse las palomas, blancas todas, ni suelto las inquietudes, ni las frustraciones, ni la rabia; tampoco me abandona el humor. Ante tanto y perturbador desencanto y dramático deterioro de nuestro diario vivir, no puedo tomar una decisión y sigo ambivalente. Escribo o no escribo.

El agobio exige la catarsis de la columna compartida. No importa cuantos la lean. Pero también la edad exige respeto y buen trato. Desgasta rápido clamar en el desierto.  Pronto debo decidir si el placer y el alivio de escribir deben ya pasar a ser un silbido de alas de palomas.

En la mañana de hoy el calor es terrible, la humedad sofocante, y los políticos me hacen tomar medicinas para aliviar la náusea y evitar el vómito. Puede que me haya superado el bochorno de julio.  Quizás la semana que viene, con un poco de fresco, vuelva sin remordimiento ni pesares a escribir pendejadas.