El presidente Luis Abinader ha criticado a funcionarios del Gobierno que le “suben los vidrios” a las comunidades a las que deben servir y por tanto no deberían seguir en sus cargos.

Una verdad sideral. Pero se le hace tarde. Ya ha comenzado el recorrido de su segundo y último cuatrienio. Él tiene la llave de la solución.

No recibir llamadas, dejar los mensajes de WhatsApp en visto, ir por las avenidas en sus jeepetas todoterreno nuevas con los cristales tintados, franqueados por motorizados, y visitar restaurantes caros a libar vinos de marca acompañados de monumentos femeninos, o a reuniones “importantes, protegidos por guardaespaldas bulteros, o viajar a menudo al extranjero con cargo a cuentas estatales, ser inhumanos, es un viejo síndrome que suele atrapar a “servidores públicos” de alto nivel desde el primer minuto en que son designados mediante decreto.

La frase que subyace a esa aberrante conducta resultado de una larga sed de enriquecimiento es: “No me joda la gente, las oportunidades son calvas y hay que aprovecharlas, el tiempo que se va no vuelve… yo no voy a ser pendejo”.

Baste mirar las gestiones presidenciales de Balaguer, Jorge Blanco, Leonel Fernández, Hipólito Mejía y Danilo Medina.

Sin nadie que les detenga, ellos y ellas se presentan como dioses, cada uno con su reino exclusivo, aunque –se supone- son designados para trabajar por las comunidades, mismas que cada cuatro años deciden en las urnas por los representantes de partidos que desean ver en Palacio y en el Congreso.

Ese tipo de funcionario tiene entre ceja y ceja que es suficiente con agenciarse opinantes mediáticos ruidosos en rol de corifeos pagados y otros que les prefabriquen notas de prensa (aunque sea plagas de faltas ortográficas) y las canalicen a medios sin estar justificadas con el trabajo en el terreno.

Su carpeta de obras es enorme, su desempeño inigualable…  pero en los medios de comunicación.

La apuesta es a la ignorancia de la población previamente enajenada y a distraer al presidente que les designa.  En el terreno son un desastre, mucho más retórica que acciones,  “buchipluma nomá”. Arrogantes al fin, nunca dilatan en usar todo su poder transitorio contra cualquiera que ose desnudar sus falsarias.

Son tan dichosos que los mandatarios de cada época les “sueltan en banda” para que actúen a la libre, o reaccionan tarde porque las críticas de la sociedad no son escuchadas como tales en Palacio, sino como una conspiración  de oposición, o de un envidioso que aspira al cargo, o un chantajista en espera de un “sobre”, como si todo el mundo fuera igual.

Ese tipo de funcionario celebra en grande su Navidad y Año Nuevo y se las ingenia para andar de avión en avión, mientras más veces mejor, para justificar gastos de dinero público y engrosar sus ingresos más allá del buen salario y otras facilidades de los cargos

Ese siempre tiene estrategias activas para ejecutar sus mañas sin importar cuán duro hable el presidente de turno sobre la necesidad de ser racionales en el gasto; aunque lluevan los decretos prohibiendo las fiestas de Navidad y Año Nuevo en las instituciones centralizadas y descentralizadas.

No es exageración. Una simple auditoría visual en la capital y las regiones del país evidencia la gran asimetría entre discursos mediatizados y hechos.

Por esa y otras razones sostengo que es un error del presidente Abinader limitar las actividades fiesteras de fin de año en las instituciones a tímidos compartires internos.

Estos encuentros solo suman malestar a personas que se han pasado un año de zozobra con precariedades de recursos en sus espacios de trabajo y, como si fuera poco, soportando altos niveles de incertidumbre sobre su permanencia en vista de la persecución sistemática casi siempre por prejuicios de superiores acomplejados.

Quien ha trabajado para el Estado sabe que esos ratos navideños dentro de las instituciones dizque para economizar dinero ahondan el rechazo al Gobierno y generan odio a los funcionarios. Terminan en burlas por parte de los “colaboradores” porque los asumen como doble moral de funcionarios y funcionarias que cada minuto de todo el año, como ególatras y narcisistas, enseñan el refajo, evidencian su aprovechamiento de los fondos públicos junto a familias muy cercanas y allegados.

El entretenimiento es indispensable para la vida sana del ser humano. No representa un gasto, ni debería ser el resultado de un favor de la autoridad, sino un derecho.

El cumplido de una mesa con un mantel navideño, dos cerditos asados, un moro de guandules, unos dulcitos y unas copas de vino barato, en un salón improvisado de la institución, un día de diciembre antes de las vacaciones colectivas, en nada contribuye a disminuir el estrés acumulado durante el año, mismo estrés que tantas muertes causa.

Colaboradores y colaboradoras asisten a regañadientes porque, si no, les fichan y son candidatos a desvinculación.

Quizás el Gobierno que –dicen- lo mide todo, no ha medido cuánto pierde en motivación de su personal con la postura actual; ni, mucho menos, cuánto ganaría en rendimiento el próximo año, al regreso de las vacaciones, si el personal se sintiera contento por haberse sentido valorado como humano útil.

Mientras lo hace, el presidente Abinader puede aprovechar para tirar al zafacón la visión economicista que predomina en el tratamiento gubernamental a las culturales fiestas navideñas y autorizar que cada institución las organice en otros locales, con buenas orquestas, mucha comida y muchos premios.

Porque, en definitiva, eso no reducirá la gran deuda externa ni el vergonzante déficit fiscal que la corrupción pública y privada, no los empleados de la base y niveles medios, han contribuido a instalar para la eternidad. Tampoco servirá para mejorar imagen oficial.

Y sí, casi seguro, ayudará a que el personal de las instituciones del Gobierno regrese en enero con mejor actitud de servicio.