Frida Kahlo (1907-1954) ejercía un insólito magnetismo, al entrar o salir a la escena pública, como una diosa azteca de la mitología prehispánica: como la Cuatlicue, no con falda de serpientes sino como Tlazolteotl, la diosa de la pureza y la impureza, que devora las impurezas del mundo para luego purificarlas. Simboliza el “buitre femenino”, cargada de joyas, pulseras, collares y prendas, cuyos sonidos estremecían el silencio y rompían la quietud. Madre Tierra o Cleopatra con su cuerpo lacerado, fláccida su pierna derecha por la polio o torturada por las cicatrices y su columna sostenida por un corsé ortopédico. Frida, con sus faldas coloridas, sus tocados de tehuanos o de organdí, sus enaguas, sus flecos, sus collares, sus anillos, sus blusas campesinas, sus rebozos púrpuras, sus faldas largas, sus moños, sus trenzas, y con cara de mariposa nerviosa y triste.

Vestirse de colores alegres y vistosos era un mecanismo de defensa, una máscara, un disfraz teatral, una forma de autoerotismo y una sátira o carcajada a su tragedia personal. También era una manera de ocultar su cuerpo roto y sufrido, castigado por la vida (nunca ríe ni sonríe en ninguna de sus tantas fotos). Sus vestimentas eran en ella una segunda piel, un discurso y un lenguaje de comunicación. (“Vestirse es una manera de prepararse para el viaje al Cielo”, dicen que solía decir). Sus coloridos vestidos eran como su pintura, y los usaba para actuar en el teatro de la vida, en una ceremonia ritual. Ni la enfermedad ni el dolor ni el sufrimiento marchitaron su carácter: ni su deseo de pintar, que era un deseo de vivir. Frida encarna la epopeya mexicana de la mujer sufrida, hija de la chingada y de la soledad. Heredó el sacrificio del mundo azteca, con sus ritos de sangre y terror, impuestos por el dios de la guerra, Huitzilopochtli.  Frida proviene pues de esos ancestros simbólicos de un país herido por la conquista, como México, una Nación rebelada, pero triste y traicionada por la Malinche. Y que buscó nuevas diosas, tras la conquista y la colonización, con la virgen Guadalupe, que le retornó la maternidad y la dignidad al indio desamparado y huérfano, como madre protectora. El azteca se sintió avergonzado por la traición cobarde de la Malinche, madre prehispánica del México indígena, traidora y luego amante del conquistador Hernán Cortes. Así, Frida representa, simbólicamente, el cuerpo y el alma del México traumatizado, escindido en su territorio, en 1848 (cedido a EEUU), invadido, en 1862, por los franceses y desangrado, en 1910, por una revolución agraria (que en diez años mató a un millón de almas). Y llega Frida a pintar el espíritu femenino, a autorretratarse y hacer una pareja, como Adán y Eva (Diego y Frida), de la cultura mexicana, y a resucitar el mito adánico y la tierra prometida (la utopía comunista), que nos recuerdan el pasado ontológico y antropológico de México y su origen legendario. Mujer escindida, águila o sol de la moneda mexicana –Diego y Frida, el “elefante y la paloma”–, cara o cruz, Frida, la mujer rota, de cuerpo desgarrado, como México, entre su memoria y su pobreza. El toro Diego y la mariposa Frida, frágil y quebradiza, la crisálida, hada del cielo de México, la guerrera antes del dolor, que la venció. Frida, lo sabemos, se pintó buscando compañía a su soledad, y buscándose a sí misma, siempre triste y adusta, nunca alegre ni risueña, quizás se encontró a sí misma en sus autorretratos. Más bien, como una Gioconda, modelo de sí misma, sin ocultar su honda melancolía. La Juana de Arco mexicana, a veces vestida de hombre para sentirse libre y desafiar las convenciones sociales, formó parte de un grupo de proletarias y luchadoras, denominadas Las Cachuchas. Tuvo que construir su mundo: un mundo propio donde descansar su soledad y aposentar su tristeza. Así la vemos siempre, de frente o de perfil, mirándose interiormente, con mirada de lince, como queriendo atravesar las sombras de sus miedos y deseando reprimir su dolor –o vencerlo. (Se hizo más de cincuenta autorretratos). Sufriría bulling en la escuela, y le decían “pata de palo”, pero estas burlas la hicieron  fuerte y enérgica y rebelde, y nunca levantó una mano contra sí misma para autodestruirse o autoliquidarse (suicidarse); tampoco para defenderse de sus agresores y burladores (aunque hay hipótesis de que se suicidó con barbitúricos). Su alegría infantil la quebró la polio y luego el fatal accidente ferroviario.

Sus cuadros reflejan mutilaciones, sufrimientos, dolores, sangres derramadas en un cuerpo débil pero resistente, que terminó sucumbiendo ante tantas pruebas, flagelaciones  y retos. Algunas de sus influencias notables en su pintura se remontan a Peter Brueghel, en el tratamiento de las fiestas carnavalescas, las danzas macabras, de personajes grotescos, monstruosos y glotones, como los del mundo novelesco de Rabelais de la cultura popular; otra influencia habría que buscarla en El Bosco, y su miniaturismo fantástico, de seres endemoniados y diablillos del mundo profano medieval (como lo vemos en su cuadro Moisés (1945), inspirado en su lectura de Moisés y el monoteísmo, de Freud, donde hay una mezcla simbólica de ocultismo, cristianismo, masonería, mitología egipcia y azteca, y acaso alucinaciones por el uso de drogas. Otra influencia –además de las de Brueghel y El Bosco—es acaso la de Magritte, por su hiperrealismo (los tres serían sus grandes inspiraciones). Y quizás dos influencias femeninas: la de Tamara Lempicka, la pintora art decó polaca, célebre por sus autorretratos –que casualmente murió en Cuernavaca, México, en 1980. Y, en menor medida, la de Georgia O´Keefe, la pintora americana de flores eróticas, nacida en Nuevo México.  En cierto modo, en Frida, vemos las vetas de la estética pagana de la pintura medieval, en contrapunto con la estética expresionista del muralismo de la Revolución mexicana. En ese sentido, prefirió el dadaísmo y el surrealismo.

En su pintura, el dolor es un discurso, un lenguaje de representación, un objeto de expresión: un dolor que experimentó en carne viva, y que fue el teatro trágico de su vida. (A su perro le puso de nombre “Dolor”). Ese dolor era un aullido, un grito sangriento pero mudo. Su grito es el grito de Edward Munch, que representa una voz solitaria frente a un mundo sordo, indiferente e insensible. Es el mismo grito de dolor de la niña quemada por napalm en Vietnam, el de los niños y niñas bombardeados en Gaza, de las matanzas en Armenia, Kosovo, Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, Sabra, Chatila o Ruanda: los dolores colectivos frente a los dolores individuales como los de Frida.

Frida Kahlo tradujo el dolor de la Revolución mexicana y tradujo también su dolor físico al arte pictórico. De sus 32 operaciones, su vida se reduce a  29 años de dolor corporal. Los últimos 10 años de vida usó corsés y un año antes de su muerte, le amputan una pierna gangrenada: soporta su mal olor y la cuelgan de cabeza para fortalecer su columna vertebral. Se derramada en sangre con sus abortos, vive entre medicinas, vendajes, bisturíes y agujas. “Es el San Sebastián mexicano, atravesado por flechas”, dice Carlos Fuentes. El cuerpo de Frida fue un laboratorio de experimentos médicos y objeto de disecciones anatómicas. Recuerda el sacrificio de los dioses y los martirologios de los cristianos o La lección de anatomía de Rembrandt. Es el símbolo del padecimiento y de la prueba del sacrificio como promesa de resurrección y expiación de los pecados del mundo terrenal.

Sus bodegones y naturalezas muertas entran en conflicto con la representación de sí misma, de sus autorretratos: desollada, flagelada, rota, sangrante, preñada, abortada, desnuda, de heridas abiertas y lágrimas negras. La vida le fue cruel y agreste: vivió no en un paraíso sino en un infierno y un purgatorio. Su dolor fue su verdad y su realidad. Y de ahí lo agónico de sus cuadros, y que pintara lo que vivió y sufrió en vida. Su experiencia sensible del sufrimiento la transformó en creación pictórica. Frida creía en el milagro, en la superstición, en la virgen de Guadalupe, pese a que era comunista y atea, pues coleccionaba ex votos y talismanes, como rituales o promesas, que invocaba para resistir el dolor, resignada ante la pérdida y la enfermedad. Así, se encomendaba a dios, al Niño de Atocha, a los santos, a la virgen o a los dioses del panteón de la mitología azteca, esperando curación, resignación o alivio.

Su mundo de sueños, en claves naives, como el de Marc Chagall –el “pintor de los sueños–, incluye pesadillas insomnes, que vuelan como fantasías, al compás de su imaginación creadora. No pinta, en sentido estricto, sueños, como Chagall; pinta, más bien, su realidad, y de ahí que se haga autorretratos para conjurar y matar su soledad, que la corroe, tanto como su dolor. Por eso pinta su experiencia más inmediata: su mundo interior. Su realidad y su verdad es su drama corporal, que lo refleja su rosto triste, que nunca ríe, ante un cuerpo roto y un alma en pena. Su vida son sus autorretratos; su biografía es su obra pictórica. Si la mejor biografía de un poeta es su obra poética –como dice Octavio Paz sobre Pessoa–, la mejor biografía de Frida es su pintura.

Otro aspecto que se destaca de la obra de Frida es la influencia del cine de humor y la comedia muda. Disfrutaba viendo a Chaplin, a los hermanos Marx y a los Tres Chiflados, acaso buscando una excusa para atenuar el dolor, reírse en soledad, o de sí misma, con personajes anarquistas y antisistema. Sus temas eran sus sensaciones, sus reacciones ante la vida, sus estados de ánimo, y México, decía. Su pintura es, en el fondo, un mar de dolor y sufrimientos. En Frida, lo bello y lo feo, lo patético y el horror, lo doloroso y lo cruel, guardan semejanzas, se confunden, se atraen, se hacen simétricos: ejercen una atracción fatal, imponiendo una estética de los límites. Lo patético y lo doloroso terminan alcanzando la realidad del conocimiento del mundo. Su arte termina por iluminar o dar luz sobre el ser y su ser interior. Al concebir el arte pictórico como una verdad y un autoconocimiento, alcanzó, con valentía y dignidad, el sentido de la realidad del mundo. Su pintura nos insta a cerrar los ojos ante el dolor y nos da, una lección moral del arte, como terapia o sanación. Con sus autorretratos quiso verse a sí misma, mirar su alma en el espejo del mundo, pero consiguió enceguecernos de tristeza. Algunos de sus cuadros son irresistibles e intolerables a la vista: niegan la belleza, la alegría, la felicidad y el placer. Frida nos presta sus ojos para ver su alma dolida. Su pintura nos hace descubrir su mundo interior, su psicología y su personalidad atormentada, en contraste con su belleza.  En Frida Kahlo se conjugaron la artista y la política, la soñadora y la pragmática, la realista y la utópica, involucrada en las luchas sociales y creando su obra pictórica: quería casarse con la gloria y resarcir sus limitaciones físicas, con su pintura. Era una sacerdotisa de lo sagrado y una creyente sin iglesia ni sacerdote. Y de ahí que proliferan, en su arte visual, los símbolos de la naturaleza primitiva y los emblemas de la fertilidad (monos, pericos, frutas, flores, venados), y siempre imbuida de una torrencial pasión romántica. Todas estas facetas y versatilidades de su vida y de su personalidad, extrovertida y frontal, pese a sus limitaciones físico-motoras, hacen de ella un ser entrañable y admirable –y también, pese al sufrimiento, feliz. De voz grave, pero cargada de groserías y carcajadas–dicen algunas biografías. También se dice que le gustaba cantar y que lo hacía bien, incluyendo coplas en falsetes. Era insolente, pero se dice que lo hacía para defenderse de los “cabrones”; pero también cultivó el arte de la amistad, de amar a los amigos, a los cuates.

Sus últimos días, cuando la muerte se le acercaba, se vistió para recibirla, quebrada, adolorida, pero pintando. “No estoy enferma, estoy quebrada. Pero estoy feliz de estar viva mientras pueda pintar”, dijo.  Al darse cuenta de que la parca venía por ella, su voz se hizo más adusta, y usaba drogas y alcohol para mitigar el dolor y perderle el miedo a la muerte inexorable. Se burlaba de la muerte, como auténtica mexicana, mientras tanto se fue matando lentamente, ahogada en alcohol y drogas.

Carlos Fuentes comparó las iniciales del nombre de Frida Kahlo con las de Franz Kafka: FK. Frida Kahlo= Franz Kafka. Dos gigantes del siglo XX que compartieron el dolor y la enfermedad como materia de sus obras. Kafka, convertido en un insecto, en su novela La metamorfosis, enajenado por el padre, la hermana y la burocracia, sentenciado a muerte sin juicio previo, como en El proceso, como un ser con complejo de inferioridad, edípico, apocado, enfermo, y Frida, mutilada, atada a un corsé, colgada de cabeza, destruida por la neumonía y por las secuelas del fatídico accidente. El primero nos dejó una obra literaria y la segunda una obra pictórica: ambas obras son hijas del dolor y la enfermedad. Ambos de origen judío y sin descendientes (sin hijos). Los dos, dos seres agónicos, que encarnan al héroe y a la heroína románticos; dos seres desdichados en vida, y cuyas obras la posteridad las ha hecho perdurables y clásicas, en el tiempo y en la contemporaneidad. Buscando el cielo en la tierra para sus vidas, encontraron,  para sus obras de artes, un paraíso eterno. Sus obras representan lecciones morales de valentía, honestidad y dignidad. Y un premio a la constancia, a la persistencia, a la tenacidad y a la perseverancia. Buscaron, sin saberlo, en el arte, la salvación de sus espíritus creadores. En sus caminos de espinas, hallaron la esperanza de la eternidad y la glorificación para sus obras.

Frida pintó, con dolor y humor, su ser interior, desde su abismo existencial y corporal, para buscar una conexión con el mundo, plasmando así su personalidad adolorida y su soledad psíquica, como ningún otro pintor lo ha hecho. De este modo, le inyectó una enorme originalidad a su obra pictórica, que cada día se agiganta. Frida, en síntesis, con sus ojos, se autorretrató pintada, pero esos ojos, muy abiertos y tristes, nunca se cerrarán en sus cuadros. Esa fue su intención, y su propósito. Y la filosofía de su obra.