En octubre de 2010, con motivo de un viaje oficial a la ciudad de México, aproveché la ocasión e hice una visita a Coyoacán, a la Casa-Museo Frida Kahlo, conocida como la Casa Azul y, de paso, terminé en el Museo León Trotsky, pues se hace en la misma ruta, pero es un lugar más sórdido. De ambos salí con una sensación de pesadez, conmovido y atormentado, algo que no sabría explicar. Conocer la museografía de la Casa Azul de Frida es hacer realidad el sueño de un reconocimiento, lograr la consumación de una promesa de conocimiento y tener la experiencia de una desmitificación. En este Museo se pueden sentir su energía psíquica y su pasión por la vida, en un espacio lúgubre y sórdido. Pero también, y en contraste, el jardín y el patio representan un oasis, que evocan su vida cotidiana y su universo íntimo. En su interior, se conservan ex votos, flores de papel y de cera, muñecas, pinturas, grabados, repisas, máscaras, fotografías, obras de arte popular indígena, vestidos, joyas, pulseras, blusas, collares, armarios, figuras de barro, de yeso y de piedra, frascos de medicinas, muebles, juguetes, su silla de ruedas, utensilios, vasijas, la sala, el comedor, las habitaciones y una olla de barros donde están sus cenizas. Esta casa fue habitada por Frida y Diego desde 1929 hasta 1954, el año de su muerte, y está abierta como museo, desde 1958. Fue la casa paterna de Frida desde 1904.
Esta mujer creó una iconografía de la mujer-artista, cuya biografía fue su obra pictórica misma. Hizo de su vida, o más bien, de la tragedia de su vida, obra de arte, desde una experiencia del dolor: hacer que el dolor ajeno sea una pesadilla del sentimiento humano. Saber y comprobar, sobre su vida y sus padecimientos, ha hecho que su condición de artista de vanguardia, de ruptura, sea disipada por la leyenda. Cejijunta, delgada, de negras cejas, que atravesaban su frente como una coleta, en contraste sobre su blanca piel, de fino bigote, de ojos tristes, oscuros, enormes, y a la vez, endemoniados, resplandecientes, arrolladores, seductores, fascinantes y almendrados, como una pitonisa egipcia, Magdalena Carmen Frida Kalho Calderón, nació el 6 de julio de 1907. Feminista, comunista naive, su fragilidad física y minusvalía congénita no fueron óbices para desarrollar su talento artístico y pintar como una diosa, poseída por los demonios de su carácter. No buscó el dolor, pero lo encontró, y evitó que fuera una tragedia para su espíritu y su cuerpo. En cambio, hizo de su drama personal, un mecanismo, que transformó en demonio creativo, y que le dio fortaleza y vigor a su paleta y a su pincel. Tuvo que hacerse dura, fuerte, para evitar que la miraran con pena y lástima, y así pudo hacer que olvidaran sus padecimientos. Acaso por eso, se refugió en la militancia política de izquierda en boga, en la esfera del comunismo más ortodoxo, radical y dogmático, el estalinismo, durante su edad dorada, y cuando aún se sentía la fiebre de la revolución soviética. Frida pintó su vida, sus pesadillas y su espíritu, que constituían la realidad más honda y auténtica de su condición trágica de mujer, de femme fatal. Se refugió en el alcohol, el cigarrillo y las drogas para disipar su drama físico, y en la bisexualidad, buscando experiencias que la hicieran fuerte, libre, corajuda y auténtica. Como no quiso ser otra, optó por defender su identidad, atormentada y herida por la vida, que marcó su personalidad de esposa, mujer y artista. Al nacer, la atacó la poliomielitis, en 1913, enfermedad que le atrofió su pierna derecha –experiencia que vemos plasmada en varios de sus cuadros. No conforme con esta tara física, la vida le tenía otra mala jugada: el 17 de septiembre de 1925, cuando tenía 18 años, el autobús escolar en que viajaba fue arrollado por un tranvía, accidente del cual resultó con múltiples lesiones, producto de una barra de hierro que atravesó, su ya frágil y joven cuerpo, fracturándole la columna vertebral, la pelvis y un pie. Este accidente la condenó a que le practicaran 34 operaciones, lo cual le dejó huellas terribles por el resto de su vida, incluyendo la imposibilidad salir embarazada –tema que plasmó también en su obra pictórica– pero que determinó el curso de su obra artística. Con este fatal accidente de tránsito, su columna vertebral sufrió tres fracturas que la condujeron al quirófano en incontables ocasiones (“Soy campeona en operaciones”, decía). Esta situación de salud, la confinó a pintar, por mucho tiempo, desde una silla de ruedas, inmovilizada o acostada, a llevar de por vida un corsé atado a su cuerpo (un año antes de su muerte le amputaron, para colmo, una pierda), y a que le practicaran múltiples abortos –voluntarios e involuntarios–, impidiéndole tener el hijo o hija que siempre quiso tener, y que nunca tuvo, lo cual fue otro de su drama, que también refleja en su obra pictórica. Amén de vivir bajo la angustia del engaño –y, en ocasiones, abandono– de Diego, el amor de su vida –con quien se casó, se separó y volvió a casar. Pese a sus padecimientos, solía reír a carcajadas y de modo contagioso, pues reconoció y asimiló con gallardía y vehemencia, la fatalidad y el absurdo de su vida desdichada. Solía ser alegre, pero quizás era una simulación, un mecanismo de defensa, una máscara detrás de su rostro naturalmente triste y abatido, como el pavo real que, para disimular su tristeza, por la fealdad de sus patas, abre su bello plumaje. La pintura de Frida está imbuida de originalidad porque es extraída de su propia vida y de la realidad de su dramatismo. Se pintó sangrando, abortando, desnuda, destrozada, fragmentada en dos identidades, con dos corazones, mitad venado y mitad Frida, con Diego en su mente y en su frente, con su columna rota, rodeada de monos, pensativa, triste, entre flores, como santa o mártir, entre frutas y bodegones. Pintora naive, como el aduanero Henri Rousseau, Frida fue un volcán del sentimiento y la pasión, de la libertad creativa e imaginativa: trasmutó en arte, con una endiablada honestidad, con humor negro, exotismo y melancolía, su vida atormentada y atribulada. Su pintura es tan autobiográfica que espanta, inquieta, perturba y conmueve al espectador, por su intensidad, fuerza sangrienta y violencia. Creó una retórica visual de tinte fantástico y mágico, que encantó a Breton y a los surrealistas, quienes la hicieron de su gremio. Frida fundó una leyenda en vida y una iconografía de su biografía, una santidad de un raro magnetismo, que atrae y conmueve a las mujeres y a las nuevas generaciones, quienes han contribuido a mantener vivo el mito. Sus lienzos poseen una fuerza de atracción, que encarnan la odisea de una vida lastrada por el dolor, y donde la mexicanidad nunca se esfuma de su identidad como artista. Vista como heroína y luchadora política por los comunistas, pero, en el fondo, fue, como se sabe, una mujer sufrida, que apaciguó su tragedia personal con la ideología marxista y su consagración al oficio de pintar. Considerada la “Ofelia mexicana”, Frida, mujer sin hijo, esposa pisoteada, perseguida por la enfermedad, pese a todo, fue desafiante, independiente y autónoma, como su pintura y su arte. “Sus obras no manifiestan lástima de sí misma, sino fuerza”, dijo Ira Kamin. Picasso le dijo, en una carta a Diego: “Ni Derain, ni yo ni tú somos capaces de pintar una cabeza como las de Frida Kalho”. La mitología de Frida vuela alto, complace, y su leyenda se agiganta, acaso por su vida saturada de contradicciones, ambigüedades y misterios. Es difícil descifrar, sin perplejidad, algún aspecto de su vida, pues nunca fue oscura sino transparente como el sol, de valiente autenticidad, que imposibilita que se socave y destruya su imagen, que ella contribuyó a crear, con su personalidad enigmática y controvertida. Las tentativas por separar su vida y su obra se disipan como el agua en la tormenta; tampoco se minimiza su mito, que parece inmarcesible y desafiante al tiempo. Su historia sigue reverberando, al compás de su fábula fantástica.
Desde el día de su fatal accidente hasta su muerte, su vida fue un dolor constante. De baja estatura y voz ronca, quizás muy masculina, sus palabras, al hablar, eran enfáticas, y las aderezaba con gestos y ademanes ágiles, graciosos y emotivos, que se desprendían de su largo y delgado cuello. Le gustaba vestir con trajes largos, típicos y coloridos, y coleccionaba ex votos (me lo hizo saber un pintor mexicano que me acompañó). Encima de su cama tenía como santos a Mao, Stalin, Marx y Lenin. Pese a su delgadez y pequeñez, al lado de Diego, se veía más diminuta, ante aquel mastodonte, alto, gordo, contrahecho, de ojos saltones y panzudo. Eran una pareja dispareja; pero dos enormes talentos artísticos. Frida fue amiga de Trotsky y se dice que su amante furtiva e infiel, lo que provocó la ruptura de la amistad entre ambos matrimonios y que Trotsky se mudara, aunque cerca de su casa, donde fue asesinado, el 20 de agosto de 1940 (en el mismo bus se hace el tour entre ambos museos). Visitar la casa de Frida y Diego era una meta y un sueño para todos los artistas e intelectuales de su época. Amiga de Tina Modotti, Dolores del Río y Henry Ford. Admirada por Duchamp, quien fue su anfitrión en París, donde además hizo amistad con Miro, Kandinsky y Tanguy, y en Nueva York, con Stiglitz y Georgia O’ Keeffe, fue fotografiada por fotógrafos célebres como Cunningham y Edward Weston. Frida era sensacional y fenomenal: un huracán de misterio, energía y magia. Su relación con Diego se convirtió en un marketing publicitario, un matrimonio de dominio público, por sus aventuras, infidelidades recíprocas y separaciones, cubiertas por la prensa del corazón. Todo el mundo sabía quiénes eran Diego y Frida (así sin apellidos). El pintor más famoso del muralismo mexicano y la pintora, la pitonisa y sacerdotisa, rebelde y atea: ambos construyeron su propia iglesia herética y profana. Inteligente, cautivadora, sagaz, atrevida y atractiva, Frida seducía a hombres y a mujeres. Diego aceptaba amantes mujeres, pero los espantaba, si eran hombres, hasta el punto de que, se dice, un día corrió a un amante con su pistola. “No quiero compartir mi cepillo de dientes con nadie”, dijo Diego. En resumen, la vida de Frida parecía un cuento de hadas con final trágico.
Frida heredó de su padre, el alemán Carl Wilhem Kalho, su condición de artista, pues él era un prestigioso fotógrafo, pero que lo trascendió y superó cuando perfeccionó su estilo y su técnica, al contacto con el movimiento surrealista, que le dieron más fama y universalidad. De ahí que su pintura es de factura surrealista, con tintes y vetas de un realismo mágico, aderezado por un folclorismo y un costumbrismo provenientes de la cultura popular mexicana. Buena parte del mundo visual y colorístico que fundó Frida Klaho se nutrió, pues, de la imaginería fantástica de la cosmogonía azteca (más bien, zapoteca-tehuana), la mitología prehispánica y el pintoresquismo de la tradición mexicana, cuya temática tiene como hilo conductor su vida personal. Es decir, el universo pictórico de Frida Kalho es esencialmente autobiográfico. Ella hizo de su biografía, la materia prima de una imaginación sensible y mordaz, descarnada y potente. La Revolución mexicana de 1910 dejó una huella de rebelión y despertó su conciencia social. Fue así una guerrera y una revolucionaria, y como tal, una transgresora de los cánones sociales y la moral de la época. Su Casa Azul fue centro de peregrinación de figuras de fama mundial: de Trostki a Neruda, de Eisentein a Breton, de John Dos Pasos a Nelson Rockefeller. Su hogar fue pues un trampolín –o plataforma– para proyectar su obra, y a México en el mundo. La casa-estudio suya, y de Diego, constituyó, durante varios años, una galería de arte abierta, un performance, un escenario muy influyente y poderoso por su cosmopolitismo y universalismo. Frida entró como icono salvaje por la puerta grande a la antología visual del surrealismo hasta el sol de hoy. Dijo de ella Breton, en 1938: “Mi asombro y regocijo no conocían límites cuando descubrí, al llegar a México, que su obra había florecido, produciendo en los últimos cuadros un surrealismo puro, y eso a pesar del hecho de que todo fue concebido sin tener conocimientos anteriores de las ideas que motivaron las actividades de mis amigos y mías”.
Artista irreverente, mujer insolente, fue un símbolo del temprano feminismo radical latinoamericano. Para sus seguidoras y devotas admiradoras, fue la víctima de Diego; para otros, Frida fue un icono naive, kitsch, cursi, de quien se imprimieron –y se siguen imprimiendo– millones de llaveros, camisetas, bolsos o tazas. Frida la bella o la bestia. Frida, la maestra del autorretrato en la tradición de Van Gogh, Durero o Rembrandt. Frida, la pintora especie de “buen salvaje” del arte popular, la más universal de las pintoras mexicanas, quizás en estado puro y sin conciencia de la dimensión fantástica de su obra. Personaje que hizo de su vida privada e íntima un espectáculo público, que capitalizó la rica herencia cultural azteca y que enriqueció, al conocer al André Breton, y quien dijo que su arte era “surrealismo natural”. Cuando murió en 1953, Frida tenía 47 años, pero su espíritu era indomable y alegre, y de una insólita dignidad. Pese al sufrimiento y los achaques físicos que padecía, pintó más de doscientos cuadros, en su mayoría autorretratos. Sus defectos físicos le sirvieron, en suma, para fortalecer y magnetizar su carácter.