Todos los seres humanos nacemos desnudos y morimos con las manos vacías. No nos llevamos nada. Ricos y pobres, buenos y malos, nacemos y morimos de igual manera.

Resulta absurdo ver la cantidad de riquezas que acumulaban los faraones en sus tumbas y la inmensidad de sus construcciones funerarias –las famosas pirámides de Egipto- y que al final no les sirvieron de nada, murieron igual que los peones que torturaron toda su vida para tan inútil edificación. Tener miles de millones de dólares no aporta más vida, ni más felicidad, igual morirá Bill Gates que el recogedor de basura de mi calle.

La propiedad de cosas y el dominio de otros seres humanos es una perversa fantasía de inmortalidad. La muerte cierra, sella, todo afán de poder y riqueza. Trujillo murió sobre el asfalto como un animal realengo a pesar de ser dueño de la mitad de toda la riqueza del país –robada por él y su familia- y someter al sufrimiento y la tortura a todos los dominicanos y dominicanas por tres décadas. Nada se llevó al infierno, salvo su podrida alma.

La codicia, el ansia de poseer riquezas sin medidas, el anhelo insaciable de poder, únicamente es apetecible para los insensatos. Para los creyentes son categóricas las palabras de María, madre de nuestro Redentor: “…derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. Es tanta la ambición que sobre un fragmento como ese se han escrito volúmenes de exégesis corruptas para que diga lo que no dice.

Los que buscan toda su vida controlar, manipular, usar a otros seres humanos para cumplir sus apetitos, son seres mediocres que siembran el sufrimiento y la muerte. La riqueza y el liderazgo, en cualquier medida, únicamente tiene valor si se pone al servicio del bien común, al desarrollo de los demás seres humanos e incrementar la equidad social. Ser rico o poderoso únicamente es digno si se pone esa riqueza y ese poder al servicio de los otros, sobre todo de los más pobres, los indefensos, los marginados.

El asesinato de Orlando Jorge Mera es una muestra de que la codicia no reconoce el valor de la vida humana. Quien lo mató no era su amigo, nunca lo fue. Se pervierte el término amistad al usarlo en el asesino del ministro de Medio Ambiente. Los consagrados a sus intereses pecuniarios no dudan en hacer sufrir o matar a sus relacionados o familiares.

Los feminicidios no son productos que hombres que aman mujeres, sino de hombres que odian mujeres al punto de considerarlas una cosa, una propiedad, por eso las golpean, las humillan e incluso las asesinan.

Quienes golpean a los niños y adolescentes bajo la excusa de “educarlos” no los aman, los consideran poco menos que animales que intentan amaestrar. Nuestra cultura tiene unas distorsiones terribles en cuanto a lo que es el amor y el cuido, trastocándolo en violencia y abuso.

La agresión de una potencia sobre un país más débil, como el caso actual de Rusia contra Ucrania, o el caso de Estados Unidos contra nuestro país en 1916 y 1965, muestra que los dirigentes de dichos Estados no consideran a los demás pueblos como sus iguales o sus habitantes como merecedores de respeto y trato digno.

La conversión de las personas en objetos, a cualquier nivel, es una acción inhumana. El desconocimiento de la dignidad humana para favorecer el enriquecimiento o la acumulación de poder es una de las grandes tragedias de la historia de la humanidad. Sea a nivel social o personal, es una patología de individuos incapaces de sentir conmiseración, afecto y empatía. Caín lo formuló perfectamente: “Acaso soy guardián de mi hermano”.

Si seguimos construyendo una sociedad que estimula la codicia, la misoginia, el racismo, la xenofobia y desprecia visceralmente la dignidad humana, vamos camino del averno. El amor, el servicio, la amistad, son incompatibles con la codicia y la cosificación de las personas.

Descansa en paz Orlando Jorge Mera.