El pasado 28 de mayo despertamos con la noticia del desafortunado asesinato de la fiscal hondureña Karen Almendares, quien al momento del crimen se encontraba llegando a su casa desde un gimnasio en Nacaome. Frente al hecho, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, condenó el ataque y se refirió a un desafío regional apuntando al Crimen Organizado. La muerte de la fiscal hondureña se suma a otros asesinatos en la región, como la del fiscal paraguayo Marcelo Pecci y Luz Marina Delgado, esta última ultimada en el Ecuador.
Almagro, al referirse a la muerte de Almendares, habló de la necesidad de no ser indiferentes frente a la violencia y a los hechos delictivos, los cuales adquieren una dimensión más sensible cuando estos alcanzan, amenazadoramente, a los funcionarios encargados de dirigir las investigaciones e instrumentar los procesos acusatorios. Cuando la figura del fiscal no tenía la preponderancia que le otorgó el nuevo modelo procesal penal, se perseguía y se asesinaba a jueces, ya que estos eran por necesidad el blanco predilecto de los criminales. En ese sentido siempre vamos a recordar el emblemático pero lamentable caso del juez italiano Giovanni Falcone, cuyas investigaciones se proponían desmantelar la llamada Cosa Nostra, lo que desencadenó su asesinato.
En la Republica Dominicana, hasta el momento, no tenemos referencias que lamentar, sin embargo podríamos iniciarnos en la trágica carrera de asesinatos a fiscales si el Estado no adopta medidas preventivas a su debido tiempo. Una de las necesidades más urgentes por las que clama el cuerpo fiscal es por la seguridad que debe asistir a los miembros del Ministerio Publico que prestan servicios en algunas áreas de riesgo, no solo para su integridad física, sino también para su propia vida. Una gran parte de las fiscalías de nuestro país se encuentran en un profundo proceso de deterioro físico, cuyo ambiente contribuye a mantener el estado de hacinamiento laboral pero también la sensación de inseguridad para todos los fiscales que la componen.
El ambiente propuesto por una fiscalía común constituye el escenario perfecto para las intenciones criminales de cualquier antisocial extremista, quien, motivado por la idea de venganza, podría decidir eliminar a cualquier persona que lo investigue. Más del 90% de los fiscales en nuestro país carecen de la seguridad que le garantice al menos su integridad física; se trata de una situación de indefensión agravada por el hecho de que el funcionario acusador es quien se expone a la delincuencia que no entiende razones de orden profesional.
Lo mismo ocurre con los fiscales litigantes, sobre todo con aquellos que litigan en la fase de juicio. A menudo el fiscal debe durar hasta ciertas horas de la noche postulando por una acusación que le impone el deber de solicitar penas de reclusión mayor. En esos casos, con frecuencia la familia, amigos y allegados de los imputados se encuentran en la sala de audiencia presenciando el momento en que aquel indefenso fiscal solicita 20 y 30 años de prisión para el encartado; convirtiéndose así en el peor enemigo del círculo íntimo del criminal.
¿Quién para su seguridad conduce al fiscal para buscar su vehículo, llegar a su casa o desplazarse en las afueras del juzgado? Nadie.
La desprotección de aquel profesional del derecho que decidió aportar a su país desde el Ministerio Publico es alarmante.
No pretendemos que cada fiscal tenga un oficial asignado, pero sí que la PGR se replantee el tema de la seguridad para sus miembros partiendo de criterios objetivos como la función en la que se encuentre el fiscal, departamento al que forme parte o niveles de riesgo en cuanto a la exposición en el trabajo. Por igual, que se adopten medidas reforzadas de seguridad policial en las fiscalías, mayor vigilancia, y sobre todo un mejor sistema de acceso del ciudadano común a las fiscalías.