Para entender las distintas formas de financiar una campaña electoral, se hace pertinente realizar dos distinciones importantes: la primera, entre el financiamiento a partidos y el financiamiento a campañas; y la segunda, entre financiamiento público y financiamiento privado.

Cada año, el Estado otorga fondos a los partidos políticos que hayan participado en elecciones anteriores y hayan alcanzado un cierto umbral de votos. La cantidad que se entrega depende de dos factores: (i) la posición del partido en términos de porcentaje de votos válidos en las últimas elecciones generales a nivel presidencial, y (ii) si se celebran elecciones generales ese año o no.

En años electorales, se entrega una cantidad mayor, y la ley dispone que los partidos solo pueden utilizar hasta un porcentaje máximo de estos fondos para la campaña electoral; materializándose así la distinción entre el concepto de financiación de partido (esos fondos que los partidos reciben anualmente que deben ser destinados a hacer frente a sus gastos ordinarios) del concepto de financiación de campaña (que comprende ese porcentaje de los fondos ya obtenidos por el partido que deben utilizarse para la captación del voto).

Mas allá de lo expuesto, la ley habilita el financiamiento privado de partidos y campañas. La Ley 33-18 de Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos determina que los partidos políticos y las campañas electorales podrán recibir contribuciones de fuentes privadas, estableciéndoles ciertos topes a las contribuciones individuales. Igual, considera contribuciones ilícitas los aportes provenientes de personas morales de derecho público, los provenientes de gobiernos extranjeros sin domicilio nacional (exceptuado los aportes de organizaciones de carácter académico), los provenientes de actividades ilícitas, los que no se puedan determinar su origen, los provenientes de préstamos, los aportes en bienes y servicios, y las contribuciones de personas físicas subordinadas cuando su superior le haya coaccionado para realizar dicho aporte.

Hasta aquí todo suena genial. El problema es que la fiscalización de estos fondos es prácticamente cosmética. Recae sobre la voluntad de los partidos y de los candidatos transparentar, mediante informes, los fondos que han recibido para financiar sus gastos regulares o sus campañas electorales, ignorando lo obvio: que la trampa suele escondérsele a la autoridad.

Las herramientas de control comienzan por la Unidad Especializada de Control Financiero, dependiente de la Dirección de Finanzas de la Junta Central Electoral, que recibe los informes anuales entregables por los partidos donde estos deben detallar todos los ingresos y gastos correspondientes al año en cuestión.  Existen otros mecanismos de control – marcadamente débiles – que radican dentro de los mismos partidos. A modo de ejemplo, deben crear un sistema contable, llevar un registro de contribuyentes, y designar un tesorero que administre los fondos en años electorales y no electorales. Además, es obligatorio que los partidos creen una cuenta única, donde depositen todos los fondos obtenidos, privados o públicos. Todo, como se puede notar, sugestivamente potestativo, perpetuando la práctica común de que, aunque las legislaciones electorales de países Latinoamericanos exijan informes periódicos sobre la actividad financiera de los partidos y las campañas, rara vez se utilizan esos informes para investigar infracciones e imponer sanciones[1].

Estos mecanismos de control, artificialmente debilitados por el legislador y obviamente ineficaces por su naturaleza, además de ser permisivos, obstaculizan el acceso de los órganos competentes y de la ciudadanía (quienes deberían poder ser los principales veedores) a un disclosure real y transparente.

La obligatoriedad de publicidad de información financiera habilitaría aquel disclosure. Lujambro[2] utiliza como ejemplos para ilustrar la efectividad de la publicidad de información financiera la prohibición de las aportaciones privadas anónimas y los topes de donación por persona física o jurídica. Haciendo un contraste con las auditorías (como las que podría realizar la JCE con los informes que le son entregados por los partidos), explica que estas no tienen el suficiente alcance como para determinar si los donantes que figuran son los reales, o si se fraccionaron donaciones para así timar la figura del tope de donación por persona que dispone la ley. El autor dota de “laboriosísimo, consumidor de mucho tiempo y eventualmente ineficaz” poner sobre los hombros de la autoridad electoral verificar rutinariamente durante una auditoría, porque esto supone una gran cantidad de acciones administrativas que ni siquiera resultado tendrían si los informes entregados a la autoridad electoral estaban también viciados de inexactitudes.

La veeduría ciudadana que se habilitaría con este proceso de la información financiera de los partidos, tanto en época electoral como en años sin procesos electorales, es de especial utilidad para alcanzar la transparencia. Por ejemplo, resulta aún más fácil para los ciudadanos comunes y corrientes que para la autoridad electoral identificar información falsa, pues cuenta de antemano con información sobre donantes que conocen, o personas fallecidas cuyos nombres pudieran figurar en la lista de donantes[3], incluso pudiéndose fomentar la práctica anglosajona de whistleblowing.

Por lo anterior, se terminan mezclando los fondos públicos con los privados lícitos y los privados lícitos con los privados ilícitos, lo que desencadena, indefectiblemente, en un desorden imposible de controlar por quienes tienen encomendada esa tarea.

El tema del financiamiento a campañas ha tomado especial relevancia con el último expediente sometido por las autoridades al escrutinio judicial y social. La teoría del Ministerio Público es que el manejo operativo de la campaña del excandidato del PLD configura un sinnúmero de ilícitos penales, tomando especial preponderancia el lavado de activos. En su solicitud de medida de coerción, se relata un complejo esquema en el cual se presume que se utilizaron fondos provenientes de la deuda pública para financiar la campaña del candidato del ex-partido oficialista, tanto en su etapa de precandidatura como de candidatura.

La presunta estructura, conformada por altos funcionarios del gobierno pasado, quienes, supuestamente, habilitaban el funcionamiento de la misma, se basaba en identificar deudas que mantenía el Estado con acreedores, ofrecerles a estos últimos el pronto pago de las mismas (que en muchos casos databan incluso de hace décadas) a cambio de comisiones que finalmente se repartían entre los actores del entramado, terminando una parte importante de los fondos supuestamente sustraídos en manos del candidato, a los fines de ser utilizada para su precampaña y campaña electoral.

Así las cosas, si se comprueba la responsabilidad de los acusados en los hechos mencionados, estos se podrían enfrentar a las sanciones administrativas contempladas en los artículos 78 a 80 de la Ley 33-18, así como en el artículo 280 de la Ley 15-19 de Régimen Electoral, pero aún más importante, a penas ascendentes a veinte años de prisión de probarse la estafa contra el Estado, el cohecho, el soborno o los delitos cometidos por los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones y verificarse configurado el lavado de activos. No sería extraño que el lavado de activos y el financiamiento ilegal de campañas se encuentren en coincidencia: evitar el cumplimiento de las regulaciones de las campañas electorales y otros delitos relacionados con la financiación ilegal, generalmente requiere la implementación de técnicas para ocultar la fuente y destino de las donaciones, así como los montos involucrados, los intermediarios que intervienen, entre otros detalles (Maroto, p. 294).[4]

Según la teoría del Ministerio Público, estaríamos, ciertamente, frente al esquema de lavado de activos institucional más grande en la historia dominicana. Esto sería producto de importantes debilidades que nuestras leyes han arrastrado durante años, solo algunas, como la imposibilidad del disclosure, mencionadas en el presente artículo. Se probaría urgente, entonces, la necesidad de un diálogo nacional (que ojalá no termine durmiendo en el Consejo Económico y Social) orientado a eliminar el contubernio entre el sector público y sector privado, que, manifestándose en un ser disforme que no cabe dentro de la acepción de la corrupción pública, pero tampoco dentro de la de corrupción privada, habría optado por participar en lo que la doctrina ha decidido llamar “corrupción política”.

[1] Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (2015). El financiamiento de los partidos politicos y las campañas electorales. https://www.idea.int/sites/default/files/publications/el-financiamiento-de-los-partidos-politicos-y-las-campanas-electorales.pdf

[2] Lujambro, A. (2015). La fiscalización de los gastos de los partidos políticos. Extraído de Treatise on Compared Electoral Law of Latin America. Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral.

[3] Por ejemplo, El Federal Election Act estadounidense establece que contribuciones cuantiosas (estableciendo un monto específico) deben hacerse constar en publicaciones en periodos menores a cuarenta y ocho horas. Esto constituye un sistema de veeduría ciudadana casi en tiempo real, que, aunque pudiera resultar especialmente dificultoso alcanzar a nivel de regidurías, tal vez hasta a nivel de diputados, por la cantidad de candidatos, debería ser relativamente simple de llevar a cabo a nivel presidencial.

[4] Maroto, M. (2015). La financiación ilegal de partidos políticos. Un análisis político-criminal. Madrid: Marcial Pons.