La mayor parte de los autores modernos atribuyeron un estado de naturaleza a la humanidad previo a la formación del Estado. Y que dicho primer o primeros Estados, surgieron fruto de un contrato social. Históricamente hoy sabemos que lo segundo no es cierto. Los primeros Estados de los que tenemos noticias surgieron mediante la violencia de una minoría sobre la mayoría de la población. Lo que llamamos neolítico fue el paso de la existencia de pequeñas bandas de humanos al surgimiento de las primeras aldeas sedentarias, de ahí surgieron lo que podemos llamar tribus y luego el surgimiento de un poder que se apoyaba en las excedencias de alimentos que proporcionaba la agricultura, la propiedad de la tierra, la existencia de un ejército, unos escribas y un sistema religioso. Pero los modernos estaban tan convencidos de que debía existir un contrato social que al ocurrir la revolución norteamericana, la francesa y la haitiana, cada una elaboró una constitución.
Explícitamente Rousseau considera que esa explicación del estado de naturaleza no corresponde a un hecho histórico, es más bien una disquisición teórica de lo que ocurriría si no existiera un Estado. Ese tipo de explicaciones, que están en Hobbes, Locke y hasta en autores como Marx en el siglo XIX, no tienen ningún fundamento arqueológico.
Tampoco tiene fundamento el suponer que los modelos políticos precedentes a la modernidad surgieron por contratos sociales, sabemos que fue la violencia de unas minorías contra las mayorías lo que efectivamente ordenó los diversos modelos sociales que conocemos desde el Neolítico hasta el presente. Pero, cosa curiosa, las revoluciones que comenzaron a efectuarse a partir de finales del siglo XVIII siempre procuraban explicitar un contrato social, una constitución. Durante todo el siglo XIX muchos procesos de cambios sociales y políticos parieron constituciones de diversa índole y con variados niveles de observación real de parte de quienes detentaban el poder.
Dos autores del siglo XX merecen especial atención al pensar la democracia. El primero es Karl Popper. En lugar de hablar de democracia Popper utiliza un concepto más genérico: Sociedad Abierta. La Sociedad Abierta implica el perfeccionamiento de la democracia liberal, el compromiso con el progreso material, el cultivo de la racionalidad y el pensamiento crítico, y el progreso moral. A partir de esta definición Popper realiza una profunda crítica a pensadores como Platón y Marx, al Fascismo y todas las formas de tiranías, que obstaculizan la plenitud de la vida social en libertad y participación.
Richard Rorty critica la tradición filosófica racionalista y explora las consecuencias que tiene este punto de vista teórico para la práctica política. La recomendación central de Rorty es que debe liberarse a la democracia completamente de sus justificaciones filosóficas. Para defenderla Rorty considera suficiente el hecho de que ésta haya hecho disminuir el sufrimiento en el mundo. (Amartya Sen lo concretiza en la ausencia de las hambrunas). A la imposibilidad de encontrar o verificar un criterio universal Rorty responde con el pragmatismo. Este consiste, sobre todo, en sustituir la idea de una verdad absoluta, objetiva, esencial, universal, por el acuerdo empírico dentro de contextos sociales concretos sobre el conjunto de esperanzas y las instituciones que hacen posible su cumplimiento. Esta idea tiene en cuenta que las verdades de los contextos sociales concretos históricos o regionales pueden diferir bastante.
Estamos en un trance complejo al iniciar el siglo XXI. La democracia está siento atacada con violencia, basta pensar en los liderazgos antidemocráticos de Bolsonaro y Trump en nuestro continente. La extrema derecha logra ganar apoyos en base a los discursos de odio e intolerancia, valiéndose de las redes sociales cargadas de mentiras. Nos espera un gran esfuerzo para reconstruir las instituciones que nos permitan vivir en una sociedad abierta y decente.