Nuestros contemporáneos son nuestros verdugos y los de mayor alegría para la vida; así que desilusionarlos acarreas consecuencias para ser lamentadas toda la vida e inclusive desilusionarse a sí mismo.
Esto no significa que haya que estar bien cien por ciento con ellos, tal vez ni la mitad, pero cuando lo que somos, nuestros “triunfos” es por ello hay que andarse con cuidado, como cuando se entra a la casa muy entrada la noche o se carga objetos sumamente frágiles, pues la vida es, a mi modo de ver y sentir de permanente riesgo.
Siempre andamos cargando cosas que se pueden romper y no se pueden reparar, incluyéndonos, aunque aparentemos que podemos ser “reparados”.
Vivimos una sociedad que eso es pan de cada día. Imagínense, si nos engañamos a nosotros mismo, es un pan comido engañar, defraudar a los otros, con todo y cara de ángel, terrible o no, que cada quien tiene cuando se mira al espejo no bien se tira de la cama y sale con esa cara a las calles.
Nuestros dirigentes políticos, religiosos, la familia y un largo etc., engañamos y defraudamos, después no hay golpe al pecho que pueda servirnos en busca del perdón o la reivindicación, de que “no lo vuelvo a hacer”. Propongo que es mejor dejarse engañar, defraudar, estafarse a sí mismo que hacerlo con los demás, lo más que podemos alcanzar a decir es que somos unos tontos y pendejos.
Nadie sale a decir que engañó al otro, a la sociedad, a su familia. Mejor se defiende como gato boca arriba; en caso contrario, sí, que fue defraudado, que fueron las circunstancias, su buena fe y una sarta de tonterías que solo es pensada por lo que es y cree que los otros no lo saben.
Nuestros ídolos y dirigentes locales están al pecho abierto, vuelto el “pecao” haciendo y deshaciendo con esta sociedad lo que les viene en ganas, ¡bien por ellos! Ante cualquier resbalón, no al suelo que van a dar, sino al descredito total, aunque con sus caras de “yo no fui”, que eso no es “mío”, que ustedes saben que actuaba por mandato, en el fondo no les importa. ¿Y sus familias? A tragar en seco los recuerdos de la felicidad conseguida por abajo. ¿Avergonzado? Oh no, jamás, pero… Estos dirigentes de tantas almas confundidas, de tantas almas y con armas al cinto, que quieren ser como ellos, crecer como ellos, andar como ellos, tocar como ellos e inclusive, cuando están metido hasta el tuétano, ser como ellos, ¿y ellos quieren ser eso que los mismos quieren ser como ellos… ¿Acaso pueden dormir, hacer el amor, mirar a sus hijos a los ojos sin que no se tenga la sensación de sacárselos, no a los hijos, por supuesto, sino a ellos mismo? Quedarse sin ojos. Ojos que no ven, corazón que siente más de la cuenta. ¡Cardiólogos, del mundo, preparaos, para el gran negocio de salud que se les avecina doblando esquina! Si no fuera tan tarde cambiara de profesión. Ellos, los salvadores del mundo social y espiritual, ni el tumbe más grande evita que se traguen un buche de agua.
Yo, como contemporáneo al fin de tantas cosas que quisiera ni ver, ni oír, pero tengo que ver y oír, además de padecer, si por la acera que camino tenga que tirarme a la calle (soy de lo que camina todavía y aspira a dos piernas más fuerte cada día para correrle al delincuente de patio, al político de cara de yo no fui y al sol de las tres de la tarde), no sé si el contemporáneo que ha querido ser mesías puede hacer lo mismo, sin que las miradas que le circundan quieran que resbale al primer paso, no bien ellos lo han divisado de lejos entrando al gran restaurante, la escalinata del palacio, Presidencial, Justicia, la Catedral o de sus casas y ¡zas¡ el resbalón.