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Federico Henríquez Gratereaux en foto de juventud.

Introducción

Al filo de la madrugada del pasado miércoles 16 de octubre del 2024, la parca inexorable nos ha privado de la presencia terrenal de un pensador de altos vuelos; de un intelectual riguroso, que ha penetrado como pocos, con singular agudeza, en los complejos y tortuosos laberintos de la dominicanidad: Federico Henríquez Gratereaux (1937-2024).

Y es que Federico fue vivo ejemplo de lo que él mismo pensaba acerca de la vocación y el exigente ejercicio del escritor, la cual, con su humor característico denominaba “la gimnasia del escribano”. Sobre ella reflexionaba en 1962, prodigando sabias consideraciones que valen para cualquier época: “…escribir puede muy bien ser un arte pero también es el resultado de un largo aprendizaje. En esto de escribir es más importante trabajar, ensayar, entretenerse en el puro esfuerzo expresivo, que tener talento y una gran cantidad de recursos culturales.

Un buen escrito es un compuesto de talento, cultura y laboriosidad en un orden estrictamente inverso. Por lo menos habrá que admitir que en lo que al talento se refiere muy poca cosa puede hacerse para ensancharlo o ampliarlo. Dios reparte dones con un criterio que no entendemos bien y que no se parece a una justa distribución del ingreso. Usted viene al mundo con su carga de agudeza y no tiene más remedio que conformarse.

Pero la instrucción puede adquirirse y el hábito de trabajar es como un ejercicio al que el escritor termina por acostumbrarse. Sin esa musculatura y resistencia que da la asiduidad es difícil el éxito, tanto en los negocios como en la literatura”.

A Federico, humanista de elevada estatura, le importó tanto nuestro devenir histórico que toda su obra esta permeada por una búsqueda continua de respuesta, a ratos obsesiva e insomne, a la interrogante siempre omnipresente de nuestra construcción identitaria. A no dudarlo, le atenazaba el convencimiento de lo que afirmaba el gran historiador March Bloch, maestro de historiadores, cuando sostuvo que “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado».

Muchos dominicanos le tributamos admiración a Federico y sus notables aportes intelectuales durante su periplo vital. Ahora lo seguiremos haciendo aún más y tal vez o sin tal vez, la mejor forma de hacerlo es estudiando a profundidad y difundiendo su obra, que no sólo está recogida en libros referenciales sino también en valiosos artículos de prensa y, desde luego, en lo que dijo por décadas  a través de la televisión, la radio, conferencias, seminarios y cuantos espacios encontró propicios para compartir o  hacer público su pensamiento.

Y dado, como ya hemos significado, que a Federico le importó especialmente la historia y nuestra historia, como forma de rendirle un merecido homenaje, nos ha parecido oportuno dar a la luz un valioso escrito de su autoría, dedicado, precisamente, a reflexionar sobre el pesado fardo de nuestra herencia autoritaria.

Se trata de un sencillo pero sentido homenaje, desde esta modesta columna histórica a un intelectual notable, que fue pródigo, como es propio de los hombres de su valía, incluso en la admiración a los demás. Él mismo lo expresó así al reconocer las dotes poéticas del gran Franklin Mieses Burgos: “…está muy extendida la creencia según la cual todo admirar es una forma de sumisión intelectual y una falta de originalidad irreparable…ahora bien, la admiración es una forma elemental de amor y los que admiran pueden ser creadores de “la más alta jerarquía”, pues observan y manejan las cosas, amorosamente. Yo admiro a mi vez a los que admiran, a los que son capaces de detener un momento la pujanza de su yo y transitar serenamente por las obras ajenas”.

El artículo en cuestión se titula: “Interpretación cuartelaria de la historia”, publicada en el desaparecido periódico La Nación, el 16 de enero del 2000. Pág. 8

“Interpretación cuartelara de la historia”

Para 1570 los habitantes de Santo Domingo eran ya un pueblo de contrabandistas, de burócratas y de peones. Durante una buena parte del siglo XVI la gente de la isla estuvo peleando, con motivo del contrabando, con holandeses, ingleses, etc.

Hubo una larguísima lucha del gobierno por mantener el monopolio comercial de España y evitar tratos con los que después serían llamados herejes “países de la guerra reformada”.

Esto duró hasta que, en 1605 y 1606, se despobló la parte norte de la isla. A partir de esa fecha los habitantes de la Española pasaron el tiempo peleando contra bucaneros y filibusteros. (Puede decirse que casi todo el siglo XVII).

Los años 1700 los empleamos en pelear contra la penetración francesa. Al despoblar la “banda norte” quedó a merced de los ladrones de reses montaraces, de los piratas y aventureros. Lo cual dio lugar a la formación de la colonia francesa del oeste.

La guerra contra “la penetración francesa” se prolongó hasta 1795, fecha del Tratado de Basilea. España cedió entonces a Francia el dominio de toda la isla.

Al comenzar los años 1800 empezaron también las invasiones haitianas; invasión de Toussaint en 1801, invasión de Dessalines en 1805, la de Boyer en 1822. La dominación haitiana terminó en 1844; pero después de esa fecha hubo muchas invasiones, o amenaza de ellas, hasta 1860.

La anexión a España en 1861 dio lugar a otra guerra, esta vez contra las tropas de los colonizadores originales. “La guerra contra los blancos”.

Quiere decir que se peleó en los 1500 contra los contrabandistas y herejes; en los 1600 contra los piratas, en 1700 contra los franceses blancos. En los 1800 contra los “franceses negros”. Hemos vivido en guerra perpetua, sin organizarnos, en constante estado de emergencia y de interrupción del trabajo.

A esta continuidad de cuatro siglos de guerras hay que añadir que la economía del oro, primera explotación industrial de la isla, fracasó, y tras ese descalabro inicial vino el fracaso de la industria azucarera colonial; después los fracasos de los cueros, del contrabando, de las maderas, del cacao.

Quiero subrayar que los cuatros siglos de guerra fueron también cuatro siglos de pobreza y cuatro siglos de violencia y de desorden, frutos naturales de las guerras.

Los historiadores marxistas de métodos más depurados, influidos por la nueva izquierda latinoamericana, hacen sus trabajos de investigación partiendo de una inspección de la renta nacional. Saber cómo se reparte la renta nacional en un período histórico dado es muy importante. Equivale a decir: los trabajadores- todos juntos- ganaban tanto; los terratenientes ganaban tanto; y los capitalistas tanto más.

Esa averiguación podría ofrecer una imagen de la distribución de la riqueza. Pero eso, por muy útil que sea, no puede darnos una fotografía de la calidad de la vida de una época.

Esos mismos historiadores, metódicamente adheridos a los sociólogos postmarxistas, estudian un trozo de historia guiándose de las llamadas estructuras segmentarias del poder: los poderes ideológicos, los poderes económicos, los poderes militares, los militares internacionales. Y es un buen método, si bien incompleto.

En una sociedad primitiva los tienen el brujo-sacerdote, el guerrero y quien controla las siembras o la caza. En las sociedades modernas el control ideológico ha estado tradicionalmente en manos de la Iglesia. Ahora habría que añadir los poderes ideológicos de los periódicos, de las universidades, de los intelectuales con vida pública.

Los controles de la riqueza en las sociedades actuales están en poder de los terratenientes, de los comerciantes, de los industriales. Militares y policías, por otra parte, representan el control de la violencia.

Tanto el examen de la renta nacional como el estudio de las estructuras segmentarias del poder, para que rindan un servicio de comprensión riguroso, deben confrontarse con las efectivas formas de vida de una sociedad. Las formas de vida dominicana fueron: pobreza, violencia, desorden.

Esas tres palabras designan un estilo, un hábito, una consabida herencia histórica. Algo que vivimos pero que no pensamos; algo que somos y no lo notamos.

Desde el punto de vista existencial estas formas de vida son tan abarcadoras que tiñen todas las actividades de la sociedad. El magma social está compuesto por la angustia ante la pobreza, por las actitudes violentas y por el desorden generalizado.

La Iglesia dominicana no hizo más que decrecer en los siglos XVIII y XIX. En 1767 Carlos III expulsó a los jesuitas de toda la América. En 1795 el Tratado de Basilea- la cesión a Francia- provocó la salida de varias órdenes religiosas. Las invasiones haitianas desbandaron otras órdenes. El resultado es que el poder de la Iglesia se debilitó tanto en Santo Domingo que se llegó a una carencia de clero casi absoluta.

En 1909 Monseñor Nouel trató en un discurso la cuestión de la escasez de vocaciones sacerdotales. El control ideológico eclesiástico, fundamental en la Edad Media europea, fue aquí una realidad sumamente tenue. No constituyó el cristianismo en Santo Domingo un sistema común de referencias sociales.

El cura no humanizó con su prédica al poblador de los  campos, la gente no contraía matrimonio- salvo en las clases muy elevadas-, y aún esto con muchísimas excepciones. El cristianismo es, además de una doctrina de la salvación, un conjunto de normas internas que nos hacen exigencias. El cristianismo es un incremento de la responsabilidad individual. Los dominicanos carecieron de controles ideológicos que unieran a todos los grupos sociales, en los siglos XVII y XVIII.

El fracaso económico reiterado trajo como consecuencia la detención del proceso de formación de clases sociales. O lo hizo muy irregular. Si no se desarrolla una economía tampoco se desarrollan sus clases sociales, sean burgueses o proletarios.

Esa falta de crecimiento impidió la creación de controles económicos que vincularan las clases sociales a un esquema de colaboración social.

Pero a causa de las guerras continuas sí se desarrollan los controles de la violencia. Invasiones, dominaciones e intervenciones son cosas que las hacen los militares. Nuestra historia es militarismo. Mommsen, el gran historiador alemán, decía que la historia de Roma era la historia de su derecho. Pero es posible que algunos historiadores del futuro terminen pensando que aquí no hubo ningún Derecho.

A riesgo de involucionar hacia la crónica política o hacia la relación de batallas- cosas que según Gabriel Jackson hay que sacar del bagaje intelectual del historiador-, muchos pensarán que la historia dominicana sólo se entiende desde el cuartel