Los hombres clásicos, por su galantería, don de gente y elegancia en el decir, el actuar y el proceder, en la sociedad dominicana y el mundo, se están extinguiendo. Así denomino a esta estirpe de hombres. Suelo compartir esta melancólica percepción con algunos amigos. Me aterra el relevo generacional. No sé si siempre ha sido así o si solo ahora el futuro se torna más gris y penumbroso, que en el pasado. A menudo hago balance de los intelectuales del país mayores de setenta u ochenta años, y pienso en su relevo: me cuesta verlo con claridad.  Tanto en el campo literario como en el de las humanidades o en el de las llamadas ciencias humanas. Vislumbro a las nuevas generaciones desapegadas de la responsabilidad intelectual o sin vocación intelectual, y más aferradas a su pasión por ser artistas o escritores a secas. Es decir, los veo sin responsabilidad moral por la política, la Nación, la patria, el patrimonio tangible e intangible, oral o verbal del país, y sin ambiciones humanísticas.

Digo esto, y hago estas apuntaciones y precisiones a vuelo de pájaro, a propósito de la muerte, hace poco, de don Federico Henríquez Gratereaux: hombre culto pero sin ínfulas de serlo. De cultura enciclopédica, mas no era avasallante ni polémico (no fue un polemista: su caballerosidad se lo impedía), y de una elefantiásica memoria, de la que hacía gala al recitar versos, hechos, pasajes y frases, de autores y libros,  con una proverbial lucidez. Hablar con él y oírlo hablar  era como remitirse al ágora griega. No dejaba espacio para la interlocución y el diálogo recíproco, pues hablaba sin pausas (articulaba largos monólogos), despacio y fuerte, pero impulsado por el entusiasmo y la pasión por el saber clásico; y para encontrar un par aquiescente y receptivo, donde sabía que podía sembrar para abonar su huerto cultural y su dialéctica letrada. Tenía voz de trueno, pero no era altisonante.

En sus conversaciones nunca faltaba el poeta Franklin Mieses Burgos, de quien fue su albacea, editor, amigo, difusor y guardián de su memoria. Oírlo hablar de Franklin era el cuento de nunca acabar: se llenaba de un entusiasmo infantil. Tomaba aire para elogiar y defender su poesía, y era capaz de recitar versos y estrofas de memoria. También, de pasar, en la conversación, de los clásicos griegos a Ortega y Gasset o Julián Marías, como si se bebiera de un sorbo un vaso de agua. Platón, Aristóteles, Ortega o Unamuno eran los dioses del parnaso de su altar filosófico.

Al hablar de don Federico, me invade el entusiasmo, y olvido por donde debía empezar, que siempre debe ser una anécdota o el momento en que nos conocimos. Todos los que incursionamos en la arena literaria del país, sabemos –y sabíamos– de su trayectoria y de su estatura como periodista e intelectual. Pero nunca me imaginé que me conocía o de que sabía de mi existencia, puesto que él podía ser mi padre, y era una figura archiconocida y admirada. La anécdota se remonta al día en que publiqué (sería en el año 2002), en el suplemento Biblioteca, fundado y dirigido por José Rafael Lantigua, del cual yo era colaborador, un artículo sobre el ensayo, titulado “El centauro de los géneros”. Enseguida recibo una llamada a mi casa (cuando los celulares aún eran escasos y todos teníamos un teléfono doméstico). Era don Federico. Se presentó. Me dijo su nombre. No sé cómo consiguió mi número. Pero me llamó para felicitarme por el artículo, y de paso me dio una larga e inolvidable charla teórica sobre el ensayo y su concepción, y, de paso, su comentario sobre mi artículo, que, ahora, tras su muerte, evoco con nostalgia, emoción y gratitud (Me dijo que había escrito un opúsculo titulado “Ensayar el ensayo”, que me haría llegar). Lo digo así pues se trataba de una figura de un enorme talante intelectual y vasta cultura, y que se haya molestado en llamar a un escritor emergente, me llenó –y aun me llena– de satisfacción. Me conmovió  –y me conmueve– y sacudió interiormente. Me dio una lección de humildad, civismo y moral. Quizás lo hizo porque había tratado –o tocado– uno de sus temas preferidos –el ensayo—género sobre el cual escribió una teoría, y que cultivó como pocos. Es decir, con profundidad, elegancia, claridad, corrección, cultura, dominio de la lengua y del estilo. De prosa sobria, pero enjundiosa, siempre con afán filosofante, ágil y a ratos periodística, la obra ensayística de Henríquez Gratereaux se inserta en la tradición del pensamiento intelectual contemporáneo dominicano, en la que dejó una impronta y una huella de excelencia y calidad argumentativas. Después de esa histórica perorata telefónica, otro día me regalo un sobre con todos sus libros, aunque algunos ya los conocía o había leído con fruición, como lo hice cuando leí por primera vez, con pasión infantil,  La feria de las ideas, un libro de artículos, con el cual obtuvo el Premio Nacional de Ensayo.

Tras esa larga conversación, en la que me dio cátedra de filosofía y teoría del ensayo, volví a verlo, y luego nos volveríamos a ver en múltiples ocasiones: en actividades culturales, presentaciones de libros, conferencias y en actos oficiales. Cuando coordiné en el Ministerio de Cultura, durante ocho años, el programa denominado Corredor Cultural, don Federico era un invitado ineludible. En una ocasión lo invité a que inaugurara el ciclo en la Sala de la Cultura del Teatro Nacional con una conferencia sobre la identidad dominicana. Solía visitarme en mi oficina y allí hablamos largo y extendido. Era un conversador infatigable, cuya retórica clásica exhibía, y de la que hacía gala con espléndida memoria y capacidad para meditar, divagar, reflexionar, pensar y hacer largos circunloquios explicativos, tanto en la conversación como en la escritura –como buen aprendiz de Montaigne. Tenía el don del maestro, pues siempre estaba enseñando; y usaba la ciudad y la plaza pública para dictar cátedras fuera de aulas, pontificar (sin caer en el adoctrinamiento), hasta convertir el lugar en un ágora de las ideas, en una bitácora de palabras, que fluían como si quisiera dictar para un libro, sus exposiciones orales, o como si fueran notas para un discipulado expectante. Sus conversaciones eran un torrente de palabras cargadas de sabiduría y con olor a clasicidad. El mundo greco-latino e hispánico eran sus temas recurrentes de fascinación y de impulso dialógico.

Empezó a publicar tarde porque acaso pensaba que debía tener toda la cultura para hacerlo. Pero luego se sentó a escribir sus libros, haciendo una obra de carácter cultural, antropológico e histórico, de obligada visitación y revisión. De formación autodidacta, parecía  un hombre del Siglo de Oro español, un dominicano de la “vieja estirpe”, con vocación de sabiduría y afán de totalidad del saber. Conocedor de la historia dominicana, hispanoamericana, americana e hispánica como pocos en lar criollo. Nunca lo vi reír o sonreír. Mucho menos a carcajadas ni bromear o “dar cuerda”, como buen dominicano de pura cepa. Siempre estaba en estado de meditación y de alerta para tomar o retomar la palabra en un diálogo, una tertulia o un conversatorio. Parecía, a menudo, abstraído o distraído, como si quisiera ensayar la respuesta, en un trance de introspección del intelecto. Así, daba la impresión de no oír al interlocutor; nunca preguntaba: solo argumentaba y respondía preguntas. Se preguntaba y respondía, a la vez. En televisión dio también cátedra, de temas filosóficos y culturales. Junto a Enerio Rodríguez Arias o José Israel Cuello, parecía un sabio, elucubrando, en un duelo de conocimientos, pero sin avasallar ni hacer del medio televisivo un circo o una gallera (como solemos ver algunos programas, que se han vuelto farandulescos).

Con don Federico se nos va una época, una generación y una estirpe de hombres que hicieron del saber, la lectura y la cultura, una propiedad privada, y valores intrínsecos a la condición humana, o sea, una forma de vivir y de morir. Es decir, él corresponde a una de las columnas de la vida intelectual dominicana, a un atlante griego, cuya moral y ética profesional nos harán mucha falta. Ha sido para los que lo conocieron –como yo y sus demás coetáneos—un privilegio y un honor, al tener la oportunidad de oírlo en persona, verlo y leerlo —y también consultarlo. Periodista por vocación y convicción y ensayista por mística, que vehiculaba y expresaba sus ideas y puntos de vista sobre la identidad cultural, no sin enjundia, libertad  y agalla. Columnista y editorialista de lujo. Ex director del diario El Siglo y productor de TV –junto a Enerio Rodríguez Arias– del programa Sobre el tapete. Gran expositor y charlista, don Federico navegaba de una disciplina a otra como pez en el agua. Pasaba de hablar sobre Bertrand Russell a Hegel, de Heidegger a Platón, de Aristóteles a Wittgenstein, de Kant a Ortega, de España a Estados Unidos, de Sudamérica a Santo Domingo, con liviandad y sutileza. Su mente parecía una cantera incandescente de ideas o una catarata de erudición. Tenía vocación de enseñar, pese a que no era profesor ni tenía título universitario. Pero su afán de adoctrinar y explicar, o de argumentarlo todo, lo hacían un pedagogo del mundo, un maestro de la ciudadanía, un civilista de la ciudad letrada. Es decir, un intelectual con paideia. Enseñaba con la conversación y disertaba en la televisión o a viva voz, con naturalidad y destreza. Era capaz  de hincarle el diente a temas espinosos como la inteligencia artificial, la física cuántica o la neurociencia o abordar temas cotidianos o triviales de la dominicanidad y del dominicano, con gracia, humor y candidez. Era pues un hombre del Renacimiento en el siglo XX, de la estirpe de Marcio Veloz Maggiolo o Fernández Spencer (para hablar de su generación y de dominicanos).

En sus años de formación  era asiduo de la Cafetera el Conde, junto a Carlos Esteban Deive, Ramón Emilio Reyes, Marcio Veloz Maggiolo, Franklin Mieses Burgos, Fernández Spencer o Ramón Francisco. Eran sus correligionarios de la religión en la literatura y la cultura. Supo resistir a la tentación de la ideología marxista en boga en su época, pese a que estudió a Marx. También supo sortear la atmósfera de censura de la tiranía de Trujillo y salir indemne, sin tener que expresar su sentimiento de oposición a este régimen de oprobio y de horror, como también lo hicieron los poetas sorprendidos, al cultivar temas metafísicos, amorosos o bíblicos, como mecanismos de supervivencia e inteligencia emocional. Fue siempre un hombre democrático y de espíritu nacionalista. Un hispanófilo, con una educación sentimental del orgullo patrio. Hacía gala de la prosapia de la familia Henríquez, descendiente de Pedro, Camila, Max, Federico y Francisco.

Le correspondió traer los restos de don Pedro hasta el panteón de la patria, en 1984, para el centenario de su nacimiento. Nos contaba que, en la ceremonia oficial, en Buenos Aires, pudo conocer y conversar largamente con Borges, quien le habló, con devoción y admiración, del humanista dominicano.

Desde La feria de las ideas (1984) hasta Un ciclón en una botella (1996), Empollar huevos históricos (2001), Disparatario (2002) o Pecho y espada (2003), los enjundiosos ensayos literarios de Federico Henríquez Gratereaux sentaron cátedras de lucidez, al elucubrar en aspectos y cuestiones espinosas de la identidad, la dominicanidad, el caudillismo, la soberanía nacional, la democracia, la cultura dominicana, la inmigración, la raza, la historia, la Nación, el Estado, en fin, el pasado y el presente de la República Dominicana, con lo cual definió su condición intelectual, sin caer en abstracciones conceptuales ni en “frases cohetes”. Expuso ideas propias con claridad argumentativa, competencia cultural y propiedad intelectual, y sin caer en diatribas hirientes, polémicas estériles o descalificaciones resentidas contra los que tenían posturas opuestas a las suyas.

Irrumpió como intelectual, al publicar hace 40 años, una reunión de artículos titulado La feria de las ideas, un manojo de textos breves diversos, en los que abordó temas culturales, históricos y filosóficos. Con su muerte,  se nos va un espíritu intelectual, un alma noble, un “corazón sencillo”: un soñador del pasado y un nostálgico del presente. Gigante de estatura corporal, pero de mirada infantil, de pasos largos, al caminar en grandes zancadas: de orejas caucásicas y con la mirada perdida en una época egregia, periclitada y crepuscular. Académico sin academia, siempre estuvo cobijado bajo el aura de la sencillez y la modestia, y durante un periodo, a la sombra del poder, pero que nunca transformó su carácter ni su conducta. Así lo recuerdo, lo evoco y lo defino.

Siempre nacemos en un mundo para morir en otro, diferente. Esto así pues vivimos una o varias generaciones, y en ese tiempo, el mundo cambia: todo cambia. Solo que ahora y cada vez, el tiempo pasa más rápido. Por primera vez, en la historia, el tiempo histórico transcurre de modo más vertiginoso. Cada día despertamos viendo otro mundo, la luz de un día radicalmente distinto al tiempo de nuestros ancestros. El mundo en que nacieron nuestros padres o nuestros abuelos fue diferente al nuestro. No es verdad de Perogrullo. El salto generacional ahora es y será más abismal. Antes, nuestros antepasados, daban un salto generacional; ahora lo damos al vacío. La generación de Federico Henríquez Gratereaux, que vivió dictaduras, tiranías, guerras, guerrillas, identidades sólidas, compromisos políticos e ideológicos y miserias, es distinta a la nuestra, que ve ante sus ojos flujos migratorios, identidades líquidas, vértigos tecnológicos, progresos e inversión de valores canónicos, es decir, una “vida precaria”, al decir de Judith Butler. Repito mi mantra: los africanos dicen que, “cuando muere un anciano, muere una biblioteca”. Con la muerte de don Federico, muere no solo una biblioteca mental, sino una memoria prodigiosa, un pasado vivo y un ideal utópico de Nación.