1. Don Federico, doliente y reflexivo en Santo Cerro, ante nuestros desvaríos fratricidas

El 24 de febrero del año venidero, se cumplirá el primer centenario de la sentida muerte de uno de nuestros intelectuales más representativos de todos los tiempos; escritor de  proyección continental, que sintió como pocos  latir en su alma con más puras y nobles vibraciones nuestras glorias y desventuras patrias: nos referimos a don Federico García Godoy.

Cabe desear y aspirar que este importante centenario de un vegano y dominicano tan ilustre no pasará desapercibido; que la vida y obra de Don Federico despertará renovado interés y se propiciarán las condiciones para que la misma se difunda y conozca, lo mismo que se conozca su vida noble y ejemplar por parte de las presentes generaciones.

Afortunadamente, el Archivo General de la Nacional, bajo la competente dirección del Dr. Roberto Cassá, en su valiosa lista de publicaciones ha recuperado y reeditado, para entregarlo a los lectores y estudiosos de hoy, gran parte de los escritos de Don Federico, esfuerzo admirable debido a la labor titánica y sin pausa de ese gigante de la investigación y la edición que es Andrés Blanco Díaz.

Al leer sus admirables novelas, ensayos y escritos diversos, termina uno entre anonadado y estupefacto al apreciar cuanto padeció y sintió la patria  este vegano ilustre! ¡Con cuanta emoción exaltó nuestras virtudes y diagnóstico con lucidez insuperable nuestras veleidades y desaciertos!

Como acicate para redactar estas atropelladas notas, he vuelto a releer con sin par fruición, en su versión original,  un memorable folleto que escribiera Don Federico, titulado “Bajo la dictadura”, escrito  en las serenas estribaciones del Santo Cerro, fechado el  16 de agosto de 1914, con motivo de conmemorarse un nuevo aniversario de la guerra restauradora.

Fue aquel año uno de los más convulsos y terribles de nuestras cruentas luchas civiles. En su apogeo,  la revolución contra Bordas Valdez, quien contraviniendo sus promesas de presidir un gobierno transitorio, quiso perpetuarse en el poder, acelerándose así las convulsiones fratricidas, que aunadas a factores externos ya conocidos, aceleraron la llegada de las tropas interventoras.

Y fue aquel año y aquel verano de 1914, uno de los más desazonantes para La Vega,  para Don Federico y un conjunto de ilustres ciudadanos que compartieron con él afrentas y vejámenes indecibles.

Y es que un día de julio, “día de intenso bochorno”, en que “…bajo la reverberación de un sol de fuego ardía la tierra”, como él mismo describiera con su aúrea pluma, vino a interrumpir la apacible lectura filosófica que recostado en su hamaca realizaba, la presencia de un oficial que fue a procurarle a su casa y presentarse ante el  entonces gobernador de La Vega, el general Tancredo Saviñón.

Fue el motivo tomar de rehén a Don Federico al igual que a Monseñor Armando Lamarche, a Don Zoilo García, a Juan Antonio Álvarez, a Julio Portalatín, a Rogelio Jiménez, entre otros distinguidos munícipes veganos, como modo de hacer presión para lograr que pudiera ser liberado el hermano menor del gobernador, el jovencito Melitón Saviñon,  que en medio de las rencillas de los grupos enfrentados, fue tomado prisionero por los rebeldes comandados por el general Mauricio Jiménez.

Allí, presa de la indignación y el desconcierto, exclamaría Don Federico: “pero ¿es esto posible, dioses inmortales? ¿En qué país vivimos? ¿Somos acaso una tribu africana?

Resuelto el impasse, pues un hijito de Jiménez, alumno del colegio San Sebastián, en represalia fue también hecho prisionero y fue preciso que uno de los rehenes mediara para encontrar un arreglo, dirían después a Don Federico y varios más de sus compañeros de prisión, que quedaban detenidos por motivos políticos, lo equivalente a decir, por oponerse a Bordas.

Para luego significarles, que a fines de ser liberados tenían que pagar una suma de dinero. De suerte que para  obtener su libertad, un amigo de Don Federico dispuso de la suma de $ 200.00, todo un capital en la época.

Diría a este respecto Don Federico, con sutil ironía, que su prisión fue variando de motivos. Primero como rehén, segundo como preso político y tercero como un secuestrado.

No pudo aguantar más Don Federico aquel ambiente de “chismes y enredos tan propicio para toda clase de imposiciones”. No quería que volvieran a cebarse en él “ la ignorancia y la maldad de menguados caciquillos de campanario”. Y es por ello que, como hermosamente escribiera: “levantó el vuelo” para sentirse “libre, sin inquietudes ni temores, en las pintorescas alturas del Santo Cerro”.

Y  fue desde aquel espacio privilegiado, donde “no llegaba el brazo de hierro de la imposición bordista…donde se vive idílicamente, en plena naturaleza, en perpetua contemplación de lo infinito, sin que por ningún lado asome  la patibularia silueta de los esbirros de la tiranía”, la  singular atalaya desde la cual puso Don Federico el escalpelo de su pluma sobre nuestros  profundos males de entonces.

Y lo hizo con tanta hondura, que aún hoy sobrecoge su lucidez. Nos diría en “Bajo la dictadura” en uno de sus luminosos fragmentos:

Da vergüenza contar estas cosas en letras de molde; pero no es posible curar más o menos radicalmente una dolencia sino presentándola con todos sus caracteres de gravedad, a fin de que el facultativo pueda precisar la terapéutica necesaria para combatirla con eficacia.

Por más repugnante que  sea una llaga, por más que inspire repulsión y asco, es necesario ponerla al descubierto para que pueda ser objeto del enérgico tratamiento que su curación requiere.

La sociedad dominicana, en su inmensa mayoría, sufre un mal gravísimo que día por día va asumiendo mayores proporciones: la falta casi completa de sanción moral. Los hechos más reprobables, solamente en algunas almas  apenas si producen pasajeros estremecimientos de justa indignación. Pero pasado el momento crítico ya nadie se acuerda o hace mención de tales cosas. Los autores de ellos continúan ufanos y campantes como si tal cosa.

La repetición impune de ciertos actos ha empezado como a encallecer nuestra conciencia colectiva. Lo peor del caso es, que no falta quien con tales o cuales razonamientos interesados pretenda despojar esos actos de lo que principalmente vinculan de reprobables y nocivos. Silenciar la maldad, procurar atenuarla o disfrazarla, es casi siempre hacerse cómplice de ella, es contribuir a sabiendas, a que  se perpetúe un orden de cosas por completo refractario a los ideales de perfectivo mejoramiento á que deben aspirar fructuosamente las agrupaciones sociales.

Hasta ahora los perpetradores de hechos semejantes o parecidos han contado con la más completa y triunfante impunidad; pero seguramente que en lo sucesivo se abstendrían de cometerlos o por lo menos vacilarían mucho antes de hacerlo si supieran que, más tarde o más temprano, sus nombres iban a correr por todos los ámbitos de la publicidad para merecer el condigno castigo de la opinión sensata interesada en conservar sin menoscabo el prestigio moral v la cultura de la sociedad dominicana”.

Siendo apenas un niño, conoció el profesor Juan Bosch a Don Federico poco tiempo después de aquellos dramáticos episodios vividos en 1914, cuando ya pisoteaban  nuestro suelo las votas de los usurpadores extranjeros.

Fueron momentos aciagos para la patria y para Don Federico. La censura interventora   incautó su obra “El Derrumbe”, su última publicación. Como relatara  su hija Graciela, la situación de angustia que experimentó por la primera intervención americana y las vicisitudes de esta obra fueron la causa de su enfermedad y su muerte.

2.- Juan Bosch evoca la figura de Don Federico García Godoy

Con  su imaginación vivaz y su pluma alada, recreó Bosch  en un hermoso artículo, escrito y publicado en noviembre de 1935, sus recuerdos de Don Federico, sentida evocación,  cuya transcripción íntegra se comparte a continuación:

He aquí lo más remoto en mi recuerdo: aquel hombre alto, flaco, descolorido como los árboles secos, asomado a una ventana, con la diestra extendida bajo el sol, los ojos chorreando dolor, la voz cascada y escasa, todo él en vilo sobre la multitud silenciosa.

Mi padre me apretó contra sí, me elevó hasta su pecho y con la mayor suavidad me dijo:

-Ese es don Fico, el gran escritor.

Se había levantado de la cama, donde le consumía la fiebre y se le desgarraba la garganta, enfermo más que nada de rabia. Era don Federico García Godoy, el escritor señero, el novelista insigne, el ciudadano inmaculado, el padre magnífico.

Estaba enfermo y la multitud que discurría enloquecida por las calles, tratando de aliviar el dolor de la ocupación, había llegado, vociferante y loca, hasta su casa  para pedirle que hablara. Férvido, casi ahogado por las lágrimas, don Federico García Godoy abandonó la cama y salió a dar el pan de su verbo a la multitud.

Allí estaba él, medio encorvado, el cuello cubierto por un grueso pañuelo. Su frente alta y pelada resplandecía llena de sublime indignación. La carne escasa se le pegaba a los pómulos y a la mano, aquella mano que mecía en movimientos relampagueantes. Yo le miraba con unción soliviantado por un inexpresable sentimiento de admiración y afecto. Aquel hombre era lo que yo quería ser: un gran escritor.

Sucedían cosas amargas porque a don Fico le fluían los sollozos de los labios. Hablaba de la patria, de la bandera, y aunque yo no lo comprendía, aunque nada entendía, sabía que un dolor pesado, angustioso y cruel le comía la vida al gran escritor. La multitud batía palmas, metida en un silencio impresionante.

Yo sentía las lágrimas quemándome y rompí a llorar sin una queja, sin poder estallar en gritos, ahogándome. Esa fue la primera vez que me dolió la patria, y no me dolía sino porque su desgracia hacía llorar a don Fico, el hombre que era lo que yo ambicionaba ser.

A partir de aquel día le veía a menudo. Mi padre se honraba con su amistad, y como sabía que me producía inmenso placer, me llevaba a su casa o a su tertulia en el parque.

 

Recuerdo la primera vez que me tuvo entre las piernas, abrumado bajo su sonrisa paternal e inteligente. Me peinaba con las largas manos y aseguraba que yo heredaría su pluma. “Te la voy a entregar antes de morir para que la rejuvenezca y la conserves”- me decía.

Padre le leía con justificado orgullo las tonterías que yo le escribía niño aún. Él escuchaba con discreta actitud.

Yo admiraba su frente alta, tan blanca, tan pulida, tan llena de luz. Me sugestionaba oírle discutir con papá. Generalmente vestía con extremada sencillez, a veces sin corbata, siempre tocado con gorra.

Así iba al parque, de americana blanca y pantalón gris, admirado y respetado y querido. Tenía escasos contertulios; discutía con infantil entusiasmo, aunque con caballerosa circunspección. Corrían los tiempos locos de la guerra.

Padre sentía en la carne la tragedia rusa y la gritaba como si fuera suya; Don Fico detestaba de aquel sentimiento y acusaba a mi padre de anarquista. Se enredaban en largas discusiones y a veces les sorprendía la soledad de la plaza, tarde ya.

Yo cabeceaba sueños en la esquina de un banco. Don Fico me acariciaba para despertarme y me recomendaba:

-No le hagas caso a tu padre, que está loco.

Un día me sorprendió la noticia de que Don Fico había muerto. Lo había visto la tarde anterior en su cotidiano paseo por la acera de su casa, en pantuflas, las manos a la espalda, medio encorvado con su inseparable gorra, de la que le salían mechones de gris cabello.

Había muerto don Fico. De esquina en esquina, de casa en casa, la gente lamentaba la noticia. Todo vegano acudió a dar fe de su amor al gran escritor. En el último instante tenía un gesto poco acostumbrado en él, siempre optimista aunque silencioso: parecía amargado.

Debió morir sin embargo feliz, que si le cercó la envidia, en cambio nunca fue calumniado y la calumnia es la única maldición que envenena los hombres grandes.

Tras su cadáver se fue todo el dolor de un pueblo a cuya cultura dedicó lo mejor de su vida. Después le levantaron un busto de mármol. Lo irguieron en el parque, cerca del sitio donde él tertuliaba y desde donde veía a las altas estrellas veganas manchando el cielo empinado.

Le ofrendaron un busto; pero su mejor monumento está en la historia límpida de su vida, y en el rosario de grandes libros con que se regaló a la patria.

 

Fuentes

1.- Bosch, Juan. Don Federico García Godoy, Listín Diario, 27 de noviembre de 1935. Artículo reproducido en la Revista ¡Ahora!, No. 90, 9 de enero de 1965.

2.- García Godoy, Federico. Bajo la dictadura. Imp. Rojas& Hijo, Moca, 1914