Fachada exterior del West End Bar

The West End Bar (1911-2006), estuvo localizado en Broadway cerca de la W114th St., Morningside Heights, Manhattan, New York. Desde que abrió sus puertas, fue el lugar preferido por los estudiantes de Columbia University, localizada a pocas cuadras del lugar, cuyo lema siempre fue “Where Columbia Had Its First Beer” (Donde Columbia tomó su primera cerveza). Adquirió preponderancia mundial cuando, en los años 40, futuros escritores de la Beat Generation (como Allen Ginsberg y Jack Kerouac) se hicieron sus habitués. En los 60 fue escenario para las protestas de activistas estudiantiles contra la discriminación racial y la guerra de Vietnam, lo cual describe magistralmente Paul Auster en su más reciente novela, “4 3 2 1”. Su voluble y entrañable personaje principal Archie Ferguson se mueve en esa zona en alguna de sus cuatro vidas posibles: el bar, ya antiguo entonces, se lo había dado a conocer su prima-amante Amy, pero a él “no era la cerveza ni el bourbon lo que le interesaba, sino la conversación (…) con diversos parroquianos del West End, la bebida era simplemente un artículo de utilería en estado líquido”… (pág. 579 en la edición de Seix Barral).

 

Luego de pasar por una crisis, el West End (como lo denominaban los cercanos) fue adquirido por la propia universidad, dando paso a una especie de resurgimiento gracias a los conciertos de jazz en vivo que se ejecutaban en su recinto. En 2004, fecha más cerca de nosotros, comenzó a fabricar su propia cerveza, bautizándola “Ker O’Whack”, en homenaje al célebre escritor quien en su barra parlaba de literatura doblando el codo con la jarra plena de espuma, y que en este 2022 hubiera cumplido 100 años. Desafortunadamente, apenas 2 años después fue vendido al empresario Jeremy Merrin (quién completó su MBA en Columbia), propietario de la cadena de restaurantes de estilo cubano Havana Central. El Havana Central At The West End, como empezó a llamarse, cerró sus puertas en 2014, y fue después reabierto como el Bernheim & Schwartz Restaurant and Hall, el cual a su vez desapareció en 2017. Y eso fue todo. Hasta entonces existió como había sido conocido.

 

El poeta dominicano y gran amigo mío Carlos Rodríguez (1951-2001, contemporáneo del ficticio Ferguson, nacido en 1947), vivía en las cercanías de aquel famoso bar. Para llegar hasta su casa e involucrarnos en alguna de nuestras farras lírico-etílicas, bastaba con abordar el metro hasta la parada 125th St., y desplazarse hacia la izquierda, a West Harlem, obviando que a la derecha se encuentra el otro Harlem. Poetas como éramos “de bajos recursos, pero de altas expectativas”, lo normal es que nos fuéramos de juerga interna en su apartamento familiar, y más aún: en la estrecha cocina mientras se cocía un bistec de falda con pimentones y se freían las arañitas de plátano verde rayado; o en su propia habitación, fumando (él), bebiendo (ambos) entre poemas, canciones de Serrat y Patxi Andión y posters a todo color de pin stars en turgentes bikinis de color plateado. Lo más lejos que llegábamos, si es que salíamos, era hasta el Riverside Park, con las botellas en las mochilas, hubiera nieve, bochorno o lluvia. Pero alguna vez, con unos pocos dólares de la fortuna, fuimos al West End Bar, ante su propia insistencia, puesto que ya lo conocía bien (emigró en los 70), y estaba escribiendo un libro en torno a aquel mágico espacio.

Portada de El West En Bar y otros poemas y Volutas de invierno

Carlos murió antes de cumplir 50 años, a causa de complicaciones orgánicas de las que nunca despertó. Los hados –o tal vez Baco–, quisieron que yo editara posteriormente el remanente de su obra: El West End Bar y otros poemas y Volutas de invierno (Ediciones Ferilibro, Ministerio de Cultura, Santo Domingo, 2005, presentación de Alejandro Arvelo, preludio de León Félix Batista) y Lago gaseoso (Editora Nacional, Santo Domingo, 2011, libro que contiene Puerto gaseoso y Cambió de rumbo el camino –compuesto a su vez por los inconclusos El lago de la erótica y El libro de la muerte–, con prólogos de Reynaldo Jiménez y Carmen Dorilda Sánchez, epílogo de Alexis Gómez Rosa, y una Iconografía).

 

No obstante, antes, ya en El ojo y otras clasificaciones de la magia (Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía 1994, Dirección de Publicaciones de la UNPHU, 1995) Carlos había rendido un primer tributo poético al mítico bar. Dicho libro consta de dos secciones: la primera, con el mismo título y fechado 1986-1991, trae poemas numerados desde el I hasta el XCV; la segunda se llama “El West End Bar y otros poemas”, datado en 1984-85, y está compuesta por 8 textos con títulos individuales. He aquí una paradoja bibliográfica y temporal: esta parte segunda, escrita primero que la primera, continuó amplificándose, puliéndose, retomando poemas anteriores, variando en contenido y número hasta acumular 60 textos que, con el mismo título, El West End Bar y otros poemas, pero con fechas 1980-1990, permanecería inédito hasta el 2005. Añado también que, previamente, la revista argentina Tsé=Tsé publicó en su número 9 (2001, selección de León Félix Batista) algunos de estos poemas trabajados y otros fueron traducidos al portugués por el brasileño Claudio Daniel e incluidos en la antología Jardim de Camaleões: a poesía neobarroca na América Latina (organización, selección y notas de Claudio Daniel; traducciones de Claudio Daniel, Luiz Roberto Guedez y Glauco Mattoso, Editorial Iluminuras, Sao Paulo, 2005).

 

El que sigue es el poema con el título específico de El West End Bar publicado El ojo y otras clasificaciones de la magia (pág. 105):

 

El West End Bar es un espacio para el sueño.

Los estudiantes de Columbia

irrumpen en parejas, a medio abrazo

surcando el aire que se ondula, arremolina

y forma transparencias, nubes musicales,

el jazz (un blues tristísimo de saxo)

o mi yo sentado y mi cerveza.

Aquí probablemente estuvo Lorca

monumental y oscuro.

New York es una historia clausurada.

New York es una espuma adormecida.

Ahora me la encuentro de buenas a primeras

como algo que se vuelve y enfila en el delirio.

Son los sueños respirados.

Incandescencia de Manhattan,

tejida largamente en el silencio,

descalzo, ingenuo

desde un hermoso ángulo del trópico.

 

Sepamos que contiene diferencias importantes con el publicado en 2005. Lo primero es que este texto pasa a ser titulado “2” de los 60 que lo conforman, y las últimas 7 líneas desaparecen (a lo mejor para integrarse diseminadas en el libro o acaso para convertirse en otro poema). No es poca ausencia: esa mutilación o poda transforma el texto en cuanto a la incidencia del sujeto lírico, reduciéndolo a tres ejes: un bar de New York en el que (probablemente) estuvo Lorca y ahora está Carlos Rodríguez. Esta compresión excluye de la ecuación la visión del propio Carlos desde un “ángulo del trópico” pero inserto en “en el delirio de Manhattan”. Jugada maestra, porque la evocación desde el extrañamiento y la extranjería se evapora y, como el granadino, el yo poético Carlos Rodríguez pasa como Lorca a ser un “poeta en Nueva York”. Ese es un punto clave, la inflexión de “formar parte”, de considerarse diáspora.

 

No se sabe con certeza si Federico pasó por el West End Bar durante su estadía en Columbia University entre 1929 y 1930, cuando escribió la mayoría de los poemas recogidos en Poeta en Nueva York (1940). La flecha del tiempo impide que Lorca y Carlos (casi casi un anagrama, como Lorca es de calor) pudieran haberse tomado juntos una cerveza en el West End Bar, más allá que en un poema. Pero un viable bucle del espacio los ha hecho coincidir en la ciudad de sus poemas póstumos publicados.