Nota de la autora: Después de entregar este artículo para publicación se dieron a conocer los resultados de la autopsia de Esmeralda Richiez que, sorpresivamente, muestran que el aborto no fue la causa de su muerte. Tras ponderar la situación decidí continuar con la publicación por considerar que los planteamientos del artículo siguen teniendo validez, independientemente de las circunstancias particulares de esta joven.

 

La muerte de Esmeralda Richiez es un ejemplo clásico de las consecuencias que pagan las mujeres por la ilegalidad del aborto. El recurso a métodos inseguros -o incorrectamente utilizados, como parece ser el caso-, el secretismo y la clandestinidad, el terror ante el delirio febril o la hemorragia incontenible, la soledad de la muerte en un baño de sangre… Esta ha sido la historia de miles de adolescentes y mujeres dominicanas a lo largo de los años, adolescentes y mujeres que se perforaron el útero con una varilla de sombrilla, que se tiraron escaleras abajo, que se tomaron un brebaje, que le pagaron a una curandera que les puso una “perita” o a un médico mercenario que les realizó un legrado en condiciones insalubres. La gran diferencia en el caso de Esmeralda es la decisión de sus padres de hacer pública la tragedia, siendo el ocultamiento sistemático la razón por la que nadie sabe con certeza cuántas mujeres mueren o sufren lesiones graves cada año en RD a causa de la ilegalidad.

 

Aunque los expertos afirman que en las últimas décadas el uso extendido de pastillas de misoprostol (Cytotec) ha reducido significativamente la tasa de complicaciones y muertes en el país, se estima que unas 25.000 mujeres y niñas son atendidas cada año en establecimientos de salud pública por complicaciones de aborto, en la gran mayoría de los casos inducidos. No se sabe cuántas son atendidas en clínicas privadas ni cuántas muertes son reportadas bajo otras causas para “proteger el honor” de la familia. Lo que sí se sabe a ciencia cierta es que, contrario a las mentiras de la derecha religiosa: 1) las interrupciones realizadas en condiciones médicas adecuadas presentan un bajísimo riesgo de salud (muchísimo menor que un parto); y, 2) en la mayoría de los casos, la despenalización no lleva a un aumento en el número de abortos realizados. Como señala Aníbal Faúndes, experto internacional muy reconocido en RD,

 

“…las evidencias disponibles señalan que, al contrario de lo que se teme, la legalización del aborto y la disponibilidad del acceso al aborto legal y seguro no aumenta el número de abortos y, al contrario, puede contribuir a reducirlos si se cuida de incluir en el servicio de interrupción legal del embarazo un componente de anticoncepción post-aborto bien organizado”.

 

En efecto, las investigaciones indican que “la tasa de abortos es de 37 por 1.000 personas en los países que prohíben el aborto totalmente o lo permiten sólo en caso de riesgo para la vida de la mujer y de 34 por 1.000 personas en los que lo permiten en general, diferencia que no es significativa estadísticamente”. Lo que lleva a la conclusión desgarradora de que “impedir a las mujeres y las niñas el acceso al aborto no hace que dejen de necesitarlo. Es por ello que los intentos de prohibir o restringir el aborto no consiguen reducir el número de abortos; lo que hacen es obligar a las [mujeres] a someterse a abortos inseguros.” Claro que en este grupo no se incluyen las esposas, hijas y amantes de los que votaron en contra de las causales, quienes tienen la opción de pagar un aborto de calidad premium en un establecimiento privado o de viajar al extranjero. Las que pagan con su salud y sus vidas el precio de la hipocresía son las mujeres pobres, cuyas voces no se escuchan en los salones del Congreso ni del Palacio Nacional.

 

Como se ha repetido tantísimas veces, las mujeres no toman la decisión de interrumpir un embarazo a la ligera. Hay que imaginarse la desesperación y angustia de la mujer pobre  que no puede mantener los hijos que ya tiene, de la niña violada por su padrastro, de la mujer recién separada de su pareja que descubre que el método le falló o, como en el caso de Esmeralda, de la adolescente de 16 años que se enfrenta a la pérdida de sus sueños y su proyecto de vida por un embarazo a destiempo: probablemente no concluirá el bachillerato ni tendrá la posibilidad de ir a la universidad, de desarrollarse laboral y profesionalmente, de casarse y tener los hijos deseados en el momento oportuno. Hay que imaginarse lo que significa perder su adolescencia, sus estudios, su vida social, para dedicarse a una maternidad prematura y obligada, en la que no solo naufragan sus sueños sino también los de sus padres.

 

Es por eso que la más fundamental de las causales no es el aborto terapéutico, que lo decide el médico, ni por violación o incesto, que lo decide el juez, sino el derecho de la propia mujer a decidir la interrupción del embarazo durante el primer trimestre, en función de sus necesidades y circunstancias. Como he argumentado anteriormente, “las mujeres no podemos ser personas libres y autónomas –condición sine qua non para el ejercicio de una ciudadanía plena- si no contamos con el derecho más básico de todos: el de decidir sobre nuestros propios cuerpos”. Es por esta razón que “el derecho de los derechos humanos especifica claramente que las decisiones sobre nuestro cuerpo son sólo nuestras, principio que se conoce como “autonomía física””.

 

Pero el reconocimiento de este derecho presupone reconocer la agencia moral de las mujeres, su capacidad para tomar decisiones sin tutelas religiosas o estatales que decidan por ella, sin machos cavernícolas que piensen que las mujeres que mueren a causa de un aborto es porque se lo buscaron. Como nos acaba de mostrar el Senado, el ejercicio de este poder tutelar marca el límite del ejercicio ciudadano permitido a las mujeres, en un país donde todavía se considera perfectamente normal que el hombre decrete hasta el largo de la falda de su pareja y donde a los políticos les falta coraje para enfrentar las exigencias del fanatismo religioso -el mismo que limita el acceso a los anticonceptivos y se opone tajantemente a la educación sexual escolar-.

 

Luego del triste espectáculo de esta semana en el Congreso solo nos queda preguntarnos: ¿es democrático un gobierno que solo escucha (y obedece) a las iglesias, los empresarios y los militares, mientras ignora las necesidades y deseos manifiestos de la ciudadanía? ¿Hay democracia en un país que niega derechos básicos a las mujeres y a la diversidad sexual, mientras le otorga jurisdicciones privilegiadas a los militares y se autolegisla normas electorales a su conveniencia? ¿No será hora de que dejemos de llamar “democracia” a un Estado mal gobernado por partidocracias mafiosas y tiguerajes congresionales que, período tras período, gobiernan para beneficio propio y de sus socios?

 

La facilidad con que el gobierno de Abinader se dejó tumbar el pulso por los sectores antidemocráticos con lo del Código Penal y la ley de trata pone en evidencia el miedo que los políticos del sistema le tienen a la ultraderecha, lo que no augura nada bueno. Los eventos de esta semana confirman una vez más que las decisiones relativas a los derechos de las personas no se toman en función de los deseos de la mayoría sino de las demandas de minorías cada vez más fanatizadas, que cuentan con el respaldo de importantes sectores de poder y sus medios de comunicación. Cada claudicación del gobierno los empodera más, atribuyéndoles un arrastre político mayor del que en realidad tienen. Y lo más deprimente es pensar que en el 2024 uno de los partidos del sistema va a ganar nuevamente las elecciones y que cada vez importa menos cuál de ellos sea, porque cada día se parecen más entre sí.