Nuestros legisladores, cuya capacidad de sorprenderme supera con creces mi imaginación, me están dando material para iniciar la escritura de mi próxima obra de ficción: El largo y necesario gobierno de don Pancho.
Sinopsis de la obra:
En una paradisíaca isla del Caribe, donde los majestuosos cocoteros se elevan hasta el mismo cielo, viven unos alegres y gozosos mulatos y negros y, para que nada falte, también unos pocos sujetos que pretenden ser blancos. Esta gente vive tan alegremente que todo lo deja pasar. Para ellos, to¢ e¢ to¢ y na¢ e¢ na¢, su capacidad para tolerar los desafueros y payasadas de sus políticos parece no tener límite.
Pero un día, esta gente, gozosa y despreocupada, hastiada de la ineptitud de sus políticos, corrupción galopante, incapacidad para frenar la criminalidad, precariedad de los servicios (escasez de agua potable, continuos apagones en medio del sofocante calor y el asedio de los diabólicos zancudos), decide tomar las calles por asalto, sin más armas que su garganta para gritar y su férrea voluntad de acabar con el relajo.
Una verdadera revuelta se pone en marcha, la muchedumbre irrumpe en calles y callejones, ocupa las oficinas públicas, rodea los cuarteles y se apresta a asaltar el Congreso Nacional, donde, desde hacía varios días, permanecían los legisladores discutiendo a puertas cerradas posibles soluciones a la crisis.
Después de varios días de deliberaciones, deciden destituir al presidente de turno, junto a todo su gabinete, y proponerle la presidencia a una de esas pocas reservas morales que quedaban en el país. Proceden a elaborar una lista de cinco notables que rápidamente son abordados, pero es tal el desorden reinante que todos rechazan el cargo, sobre todo, porque la corrupción había llegado a tal punto que las arcas públicas estaban vacías y no había para pagarle el sueldo ni los privilegios que acompañan a tan alta investidura.
Desesperados, piensan en don Pancho, un viejo general del ejército que hacía varios años que se había retirado de la vida pública para dedicarse a la crianza de cabras, en un recóndito paraje de la línea fronteriza, justo al pie de la loma Nalga de Maco, en la Cordillera Central.
Una mañana, se presenta una comisión compuesta por representantes de ambas cámaras legislativas en casa del viejo general.
-Don Pancho, la patria necesita una vez más de sus servicios, usted ha sido designado presidente interino, con la encomienda de restablecer el orden, sanear las finanzas públicasy convocar elecciones.
El viejo, enjuto y cara larga y severa como el filo del machete que cuelga al cinto, se apea parsimoniosamente de la hamaca que pende del tronco de una mata de mango y un horcón del modesto bohío de tablas de palma y, mientras piensa: “tendrán que conformarse con las dos primeras encomiendas”, se pone sus soletas, saca la caja de dientes que tiene en un jarrito con agua debajo de la hamaca y se la lleva a la boca, desempolva su viejo sombrero de fieltro, se lo encaqueta hasta cubrir sus copiosas cejas y exclama:
-¡Cojollo!, ya yo pensaba que me iba a morir pensando que en este país la gente se había olvidado de que todavía quedan hombres. Váyanse a alante muchachos, que yo no se me subo en esas máquinas. Para moverme, tengo mi caballo, ese nunca se vuelca. ¡Qué Dios los acompañe!, nos vemos en la capital.
Imposible contradecir a don Pancho, de eso estaban advertidos, deciden pues retornar a la capital y esperar pacientemente los dos días que le tomará al viejo general llegar a Santo Domingo. Además, se estaban jugando la última carta.
Mientras esperan la llegada de don Pancho, continúan desde el asediado Congreso entreteniendo a la población con la promesa de que en las próximas horas se pondrían en marcha importantes reformas.
La llegada de don Pancho a la capital debuta con una reunión de los jefes de las diferentes instituciones castrenses, donde se decide ahorcar, en un improvisado patíbulo que ordenó construir en la plazoleta frontal del Congreso, a todos los legisladores, comenzando por la comisión que fue a comunicarle la noticia de su designación.
El ahorcamiento de los legisladores es seguido de una serie de decretos para suprimir todos los ministerios, oficinas e instituciones autónomas del Estado.
Luego, con la consolidación de su poder, procede a realizar una drástica reducción de las Fuerzas Armadas, quedando finalmente reducida a un cabo de la guardia que en lo adelante se ocuparía de su seguridad.
Junto al cabo y un escribiente, pagado al destajo (por decreto dictado), que tenía por misión, primero: tomar nota de sus decretos, firmados con un garabato en forma de lazo, que simbolizaba la horca que le esperaba a todo aquel que osara incumplirlos; segundo, apuntar en una mascota de dos columnas los gastos e ingresos del Estado (actividad honorífica, esta última), asumió el viejo general las riendas del Estado durante varias décadas.
El único cargo más o menos superfluo que hubo durante su gobierno fue un veterinario que se ocupaba de su salud y de la de su caballo, pero como su sueldo apenas alcanzaba para comprarse una mota de queso poco le importaba.
Por recto y austero, el gobierno de don Pancho fue tan largo que continúo incluso gobernado después de muerto, porque la fatídica noche que murió, deshidratado a causa de una incontrolable diarrea que le provocó una higuera de yuca con manteca que se comió (el más suntuoso almuerzo que se daba) el cabo ocultó al país su deceso. El muy astuto se buscó un doble, con la cara parecida al caballo del general, que se paraba en uno de los balcones del Palacio Presidencial a saludar a la muchedumbre durante los días festivos y continuó firmando decretos con el mismo garabato que hacía el viejo don Pancho, ¡Qué Dios lo tenga en la gloria!, donde de seguro también gobernará, porque si no aceptó ser subalterno de nadie en la tierra, no tiene por qué aceptarlo en el cielo.