Tal vez alguien muy cercano a usted, quizás sin mala intención y tan solo por el gran afecto que le tiene y que no puede expresar de otro modo, le haya dicho que posee un inusitado talento. Quizás se haya atrevido a afirmar que usted puede, así porque sí, escribir páginas geniales y dignas de figurar en una gran antología de los mejores bardos, esos hombres y mujeres que a lo largo de la historia dedicaron su vida a doblar la cerviz y aprender de la obra de otros excelsos autores y poetas que antes que ellos habían hecho lo mismo. Escritores que no solo se rindieron ante las páginas de los libros, sino que pasaron horas y horas sentados en un mismo lugar, en un bar o en la sala de un consultorio médico observando con detenimiento el discurrir de la vida sin la menor prisa, sin inmutarse, atentos tan solo a capturar un mínimo detalle, visible o no, de los muchos que esta se compone.

Y es que el artista verdadero puede ser la persona mas sencilla que podamos imaginar sin importar la disciplina que practique. Sea esta la música, la danza, la pintura o bien la literatura, lo cierto es que cuando el arte penetra a través de la piel provoca una vibración interna distinta y muy difícil de explicar al exterior. Pese a ello y a su dificultad para expresarla, el artista sabe que está ahí como trozo de hierro imantado que todo lo atrae hacia sí, como extensión propia de sus fibras sensitivas y nerviosas. Es esta una característica común en todos esos seres especiales y por especiales no quiere decir superiores al resto de los mortales, sino que poseen la facultad de poder descubrir entre la maleza aquello que se oculta al resto.

Hay quienes no comprenden que tan singular destreza solo está presente en unos pocos seres humanos. Son muchos, por tanto, los que tratan de experimentar la búsqueda de ese algo que emerge de repente tras la lectura de un gran poema o al contemplar una hermosa pintura y es complicado hacerles entender a ese tipo de individuos que el arte en estado puro no puede trasmitirse por ósmosis, ni siquiera se alcanza a través de la más profunda erudición. Así como el relojero conoce secretos escondidos en las manecillas de un reloj que solo pueden ser trasmitidos entre los de su gremio, el arte tiene sus propios códigos que son absolutamente intransferibles fuera de su propio ámbito. No importa que alguien acumule en su interior todo el conocimiento universal. El hecho en sí mismo le convertiría en un sabio sin duda, pero no por ello estaría dotado para acceder a esa pequeña manecilla que permite que el universo camine y que el artista descubra lo que, a pesar de estar a la vista de todos, no puede ser percibido por los ojos y el olfato del resto de seres que habitan el mundo. Lo cierto es que estos últimos son los que conforman la inmensa mayoría y de esta, algunos de ellos vanidosos al fin, desconocen sus límites y pretenden imitar con gestos grandilocuentes y falsas pantomimas el talento del sincero y auténtico artista sin llegar jamás a conseguirlo.