El Proyecto de Ley de Extinción de Dominio ha sido objeto de grandes debates en las últimas semanas. Lo novedoso de la figura y su incidencia sobre el contenido esencial del derecho fundamental de propiedad ha acaparado la atención de muchos sectores de la comunidad jurídica. La discusión se ha centrado en torno a dos grandes ideas: (a) por un lado, la importancia de la figura para enfrentar el crimen organizado y recuperar los bienes obtenidos de forma ilícita o que hayan sido utilizados para la comisión de delitos; y, (b) por otro lado, la inconstitucionalidad del procedimiento previsto en el referido proyecto.

Existente elementos comunes o convergentes entre ambas posturas. No hay dudas -y de hecho no ha sido un elemento controvertido, salvo raras excepciones-, de que la figura de la extinción de dominio es un instrumento idóneo para combatir de manera eficiente el crimen organizado y, en consecuencia, garantizar el régimen económico nacional. El régimen económico se orienta hacia la búsqueda del desarrollo humano (artículo 217 de la Constitución), lo que no se logra con economías paralelas que afecten la dignidad humana, es decir, “el derecho -de las personas- a tener derechos” (Arendt).

Es indiscutible que el crimen organizado genera inestabilidad social, política y económica. Se trata de una “bacteria” que erosiona el Estado social y democrático de Derecho, pues penetra el sistema político y afecta la prestación de los servicios públicos. Es por esta razón que organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI, han promovido la implementación de medidas legales, regulatorias y operativas para combatirlo. Entre las medidas propuestas está la utilización de instrumentos (v. gr. decomiso o extinción de dominio) que permitan despojar los bienes de forma efectiva a fin de impactar negativamente sobre la ganancia de estos grupos y su capacidad de reinversión en el negocio criminal.

Así pues, se concibe la extinción de dominio como un instrumento eficaz para el despojo de bienes ilícitos. Esta figura puede conceptualizarse como una acción “autónoma -que es- ejercida in rem contra los bienes”, siempre y cuando “los mismos puedan ser enmarcados dentro de las causas de procedencia” (artículo 3, inciso 1 y 3, del Proyecto). ¿Cuáles son esas causas de procedencia? Básicamente cuatro: (a) la existencia de un hecho ilícito; (b) la existencia de un bien de origen y destino ilícito; (c) el nexo causal entre ambos elementos; y, (d) la ausencia de buena fe (artículo 5 del Proyecto).

Bajo este contexto, el constituyente dominicano contempló la figura de la extinción de dominio en la Constitución de 2010. En efecto, el artículo 51 concibe la extinción de dominio como una acción que, al igual que la confiscación o el decomiso, es plausible para la privación o ablación total del derecho de propiedad cuando los bienes “tengan su origen en actos ilícitos cometidos contra el patrimonio público” (numeral 5) o sean utilizados para “actividades de tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas o relativas a la delincuencia transnacional organizada y de otra infracción prevista en las leyes penales” (numeral 6).

En este punto, y considerando el material constitucional citado, es importante aclarar que existe una distinción fundamental entre la confiscación o el decomiso y la figura de la extinción de dominio. Y es que la primera es una consecuencia accesoria a la infracción penal, es decir, que se encuentra subordinada a la pena principal. En cambio, la extinción de dominio es una acción autónoma que es “independiente  del juicio de responsabilidad del afectado” (artículo 3.1 del Proyecto). La finalidad de estas figuras es, sin embargo, la misma: la ablación o privación total de la propiedad.

El derecho de propiedad no sólo constituye un “derecho público subjetivo” (Jellinek), sino que además tiene una función social que implica obligaciones. Dicho de otra forma, la propiedad no es sólo una prerrogativa que tienen las personas de gozar, disfrutar y disponer de sus bienes sin injerencias de los particulares u órganos que ejerzan potestades públicas (dimensión subjetiva), sino que también constituye un elemento indispensable para el crecimiento y la estabilidad del régimen económico nacional y, por tanto, para la protección del bienestar colectivo (dimensión objetiva). Es justamente la función social de este derecho, es decir, su dimensión objetiva, que fundamenta la intervención del Estado sobre la propiedad privada, la cual puede efectuarse de dos formas distintas: (a) mediante la (de)limitación del contenido esencial del derecho de propiedad (v. gr. legislación urbanística, agraria, forestal o de espacios naturales protegidos); o, (b) a través de la privación total o parcial de este derecho.

Según lo dicho aquí, la extinción de dominio es uno de los instrumentos de intervención estatal sobre la propiedad privada que genera la “extinción” del derecho sobre bienes de origen o destino ilícito. Esta acción se encuentra sustentada en la función social del derecho de propiedad. Por ello, es posible afirmar que la extinción de dominio posee una finalidad constitucionalmente legitima, pues constituye un instrumento idóneo, eficaz y adecuado para combatir el crimen organizado. A mi juicio, este es el elemento común o convergente entre las distintas posturas que se han suscitado en torno al Proyecto de Ley de Extinción de Dominio.

Ahora bien, en el derecho la finalidad no justifica los medios. De ahí que la finalidad constitucionalmente legitima de la extinción de dominio no justifica la implementación de cualquier tipo de medida para llevar a cabo su procedimiento. Las medidas implementadas por el legislador deben ser acordes con los principios y derechos constitucionales.

El Proyecto de Ley de Extinción de Dominio presenta dos graves problemas: (a) por un lado, un vicio de forma, vinculado con la naturaleza jurídica del proyecto; y, (b) por otro lado, vicios de fondo, relativos al procedimiento de extinción de dominio. Estos vicios, tal y como han manifestado otros juristas (entre ellos Eduardo Jorge Prats, Nassef Perdomo, Cristóbal Rodríguez, Amaury Reyes Torres, Pedro Castellanos y Pamela Delgado), genera la inconstitucionalidad del proyecto y, por tanto, su evidente impugnación por ante el Tribunal Constitucional. Me referiré sobre cada uno de estos vicios en una próxima entrega.