En su libro La identidad cultural no existe, el filósofo francés, François Jullien (1951), emite unas consideraciones muy arriesgadas y polémicas, al sostener que la identidad cultural no existe, sino que lo que existen son “recursos culturales”. Con la modernidad y con la irrupción de la globalización, el debate sobre las identidades –entre tolerancia e integración, rechazo y coexistencia, la defensa de la identidad, a capa y espada, o la aceptación de las diferencias—gira y ha girado el centro de gravedad de las discusiones entre nacionalismo y cosmopolitismo, particularismo y universalismo.

La discusión atañe a Europa, Estados Unidos, Asia y a todo el mundo, y acaso sea la filosofía (como lo hace Jullien) la disciplina llamada a aportar las herramientas y los conceptos que justifiquen– y expliquen–, en uno y otro bando, la cuestión que, más que de carácter antropológico, tiene un cariz filosófico. Para Jullien, no es posible hablar de identidad cultural, puesto que la cultura es un cuerpo social móvil y en transformación. Prefiere hablar de “recursos culturales”, ya que estos no son exclusivos de ningún país y, por tanto, están al alcance de cualquier individuo. Cree que cualquier país está en el deber de proteger, explotar o aprovechar esos recursos colectivos.

El nacionalismo hoy tiende a reivindicar la identidad cultural como una reacción a la postura globalizante e integradora. La clave consiste en hallar el difícil equilibrio entre la exclusión y la asimilación, la desintegración y la integración, entre lo singular y lo universal, para crear un clima de tolerancia, respeto y coexistencia pacífica entre pueblos, naciones, estados y países.

Se plantea entonces la uniformización del mundo o la desintegración, el comunitarismo gregario o la segregación identitaria. Cierto, que todos nacemos en el seno de una tradición histórica, social y cultural, en un medio geográfico y político, en una comunidad de lenguas y étnicas, en que se disputan la unidad y la diversidad, pero tenemos diferencias, personalidades y caracteres particulares. Ante esta disyuntiva, surgen lo universal y lo uniforme, el lugar común y la propiedad individual, y, en medio de esta definición, aparece lo humano –es decir: el factor humano. Ocurre que, con la aparición de la globalización, las fronteras de la identidad –o las identidades– y de lo uniforme se difuminaron –o disiparon– y el mundo se volvió un espacio común –o, al menos, esa fue la aspiración. Pero sucede que, muchas veces, se confunde lo común con lo uniforme. Lograr la uniformización y homogeneidad del mundo es tarea ciclópea, por no decir, imposible. Sería otra utopía más difícil que la utopía comunista o marxista o renacentista. Esto en razón de las diferencias individuales, de carácter, idiosincrasia y psicología de pueblos, ciudadanos e individuos.

Lo universal y lo nacional se encuentran en contradicción cuando convergen diversas culturas en un mismo continente o en una misma nación. La búsqueda de universalidad, de integración, de diversidad cultural –lingüística, religiosa e ideológica–, es un ideal de civilización en la era de la globalización o mundialización. Solo que los flujos migratorios, rasgo de esta época de multiculturalismos del Nuevo Siglo, están definiendo los perfiles de las autonomías de las naciones, ante el empuje demográfico, cuyas causas son de índole económica, política o de seguridad (la violencia política o social). Y esta realidad genera tensiones, resistencias, xenofobia, incertidumbres, y aun, miedo, lo cual ha provocado la resurrección de un nuevo nacionalismo, o el populismo de derechas –o lo que Adela Cortina denominó aporofobia (rechazo a los pobres, no por racismo sino porque generan pobreza).

Hace quizás veinte años, respondí esta pregunta sobre si existe la identidad cultural, en una entrevista con el periodista Clodomiro Moquete para la revista Vetas. Afirmé que la identidad cultural no existe, y casi me linchan algunos teóricos del medio cultural capitalino, con críticas y aun, escarnios. En 2017, Françoise Jullien me da la razón o coincidimos en la misma afirmación. Solo que, desde luego, con otras explicaciones y matizaciones. Una identidad puede ser múltiple. Y más hoy día, con el multiculturalismo y la globalización, en que las fronteras se han borrado entre identidad y diversidad, y cuando el concepto de identidad cultural se ha difuminado y expandido. Con las dobles y triples nacionalidades, con el turismo, el cosmopolitismo, la identidad cultural, dura y sólida, se ha transformado en identidad cultural líquida y elástica. Un sujeto puede asumir la identidad cultural de una patria de adopción o de la nación de su pareja, adjurar de una cultura o asumir una cultura ajena e interiorizarla. Asimismo, abandonar su lengua materna y asumir otra lengua, puede ser otro derrotero. O también, el autoexilio o el exilio, pueden ser condiciones que hagan a un ciudadano de una nación abandonar su identidad cultural. De igual modo, asumir y asimilar otra lengua de adopción para escribir, hablar y publicar. ¿Transterrados o apátridas? Sobran los ejemplos de enormes escritores que lo hicieron por razones políticas, huidas, persecución, evasión o exilio: a la lengua, cultura o patria abandonadas, sin retorno o no.