Conocí a Graciela en los años noventa, una tarde al final de la misa en la Parroquia San Martín de Porres de Guachupita. La había visto llegar con esa sonrisa honesta capaz de iluminar todos los rincones oscuros del barrio. Repartía los que parecían ser los mejores abrazos del mundo y tuve deseos de conocerla. Su risa era contagiosa, su mirada era honesta y sus palabras te atravesaban el corazón y te hacían desear ser mejor persona.
En aquellos años esto de las redes sociales ni siquiera existían, pero de todos modos hubiese sido imposible “instagramear” lo que Graciela hacia: acoger a las personas, hacerlas sentir queridas y vivir cotidianamente la alegría del servicio. No se quejaba de los apagones ni del ruido. No importaba la hora ni el día, si uno le preguntaba cómo estaba, ella respondía: "contenta, Señor, contenta", una frase de San Alberto Hurtado que había aprendido en las catequesis de la comunidad parroquial.
Por esa misma época también conocí a Yiya que vive de manera solidaria a pesar de las luchas que enfrenta en el barrio. Su vida es un ejemplo de la capacidad de servicio de quien asume como propios los dolores y las cruces de la comunidad. De vez en cuando se podía coincidir en el barrio con María Velasco, una religiosa de las Hija de Jesús que murió unos meses antes que Graciela, en el año 2015. Cuando se juntaban ellas tres, eran capaces de contagiar con auténtica alegría y fuerza interior a todos a su alrededor.
He conocido mucha gente buena ante la cual me he sentido muy consciente de mis defectos y de mis faltas, de mi egoísmo y mi arrogancia, pero el encuentro con la gente de Guachupita me ha hecho un regalo mucho mayor: descubrir el engaño de la visión reduccionista de la “buena vida” como sinónimo de felicidad y toda la mentira detrás de los discursos que la promueven como objetivo imperativo y universal. La búsqueda de la felicidad conducida de un modo egocéntrico e individualista, incentiva que, en lugar de alcanzar —junto a otros— logros en favor de la comunidad, las personas estén más pendientes de su bienestar y éxito personal. Esta última opción, ya lo sabemos, es un camino inequívoco que conduce a la frustración o a la tristeza.
Ojalá nos hiciéramos conscientes de que esta idea de felicidad basada en el ego es irreal y pasajera. Las redes sociales mienten al respecto. La obsesión por pasarlo bien, por buscar experiencias que nos hagan sentir eufóricos (y que puedan ser fotografiadas y posteadas), exige siempre más y más, pero nos deja, allá donde el lente de las cámaras no llega, vacíos. El sinsentido parecería también una pandemia.
Una comunidad parroquial como la de Guachupita, cuyas fiestas patronales son este 3 de noviembre, día de San Martín de Porres, podría enseñarnos mucho. Que la vida no se trata de experimentar un bienestar exuberante o un inmenso aburrimiento, sino de plenitud y de sentido. Que se trata de enfrentar con valentía las situaciones que vamos atravesando individual y comunitariamente, de buscar y encontrar nuestro lugar en la sanación de los demás, de movernos en este mundo con esperanza, a pesar de todas las preocupaciones que nos asaltan en el camino.
Ninguna foto o video, por bueno que sea, es capaz de transmitir lo que se vive en la Parroquia de Guachupita. Allí nadie es tratado como un extraño. El templo es reflejo de lo que tratan de vivir los creyentes día a día: agradecer la vida, incluso con sus injusticias, explorar caminos de solidaridad y encontrar la alegría auténtica en la búsqueda del bienestar colectivo.
El testimonio de una comunidad como la de la Parroquia San Martín de Porres de Guachupita puede transformar nuestros modos de exhibir la felicidad en un encuentro con la alegría verdadera. Nos enseña a diferenciar una “buena vida” de una “vida buena”, una que en verdad merece ser vivida. El esfuerzo que esta comunidad realiza desde las escuelas, desde el Liceo Hermana Rosario Torres, desde las comunidades de fe y vida… nos contagia el deseo de participar en la construcción de un país que sea mejor para todas las personas, no solo para un pequeñito grupo de privilegiados que resuelve sus problemas con una llamada telefónica o un mensaje de WhatsApp y que se autoengaña creyendo que la felicidad es otro de los bienes que se adquieren en el mercado.
Durante más de 50 años esa comunidad ha creído en la buena nueva del evangelio. Muchísimas personas, jóvenes y adultos, algunos ya fallecidos, muchos de ellos viviendo aun en el barrio, con sus historias de fe, resiliencia, generosidad nos invitan a entrar en el camino de las bienaventuranzas del evangelio, de la auténtica alegría, y de descubrir el sentido de la vida.