Me disponía a escribir sobre un ladrón que se mete a robar en una casa donde conoce a una chica linda con la que se pone a bailar, pero me enteré que Fernando Valenzuela, una de las mayores leyendas del beisbol mexicano, acababa de morir. Así que, llevado por la tristeza (y las tendencias de los medios), prefiero cambiar de tema.
Borges hablaba del gusto –irónico– del universo por las simetrías: en 2017 los Dodgers llegaron a la Serie Mundial o, como decían con voz engolada los cronistas de antes: al Clásico de Otoño. En estos días enfrentarán a Nueva York. La última vez que se toparon con ellos, un joven medio rechoncho y grandote, hasta ese momento desconocido, llevó a los de California al triunfo total.
Es más, hace siete años, so pretexto de que Fernando lanzaría la primera bola desde la loma de las serpentinas, escribí, lo siguiente: «Volver a ver al Toro en la lomita transportó a muchos a otra Serie Mundial, la de 1981, cuando el mexicano de apenas 20 años, dio cuenta de los fanfarrones Yankees. Era el tercer juego de la serie, los Dodgers habían perdido los 2 enfrentamientos previos y debían reaccionar y, gracias a la zurda del sonorense (pichó toda la ruta) los vencieron 3 a 1.»
Sin duda, se volverá a comentar este juego, decidido gracias la zurda del hijo de Etchohuaquila, que mandaba tirabuzones maquiavélicos al home plate. Tom La Sorda, el otro legendario del Dodgers, sabía que mientras más innings lanzara, más crecería la Fernandomanía. El oro envuelto en tiros rebuscados que dejaban al bateador, digamos… pensativo. Qué más da que el screwball sea una pichada contraria al movimiento natural del brazo y que, por lo mismo, jode prematuramente a los amos del montículo.
Entonces, ¿por qué la memoria es escurridiza? ¿Por qué nos juega rudo y no me deja recordar a Valenzuela? Había regresado de las Ligas Mayores cuando, enfundado en la casaca de los Charros de Jalisco tiró contra los Algodoneros de Unión Laguna. ¿Quién habría ganado? ¿Y qué de la tremenda ovación en el graderío del Estadio de la Revolución? ¿Así era el furor que provocaba su presencia en el campo, en los gloriosos años ochenta, aunque fuera a regalar outs a lugares remotos como Cincinnati, Atlanta o Filadelfia?
Según rumores, que algunos llaman estadísticas, en aquellos días se llegaron a imprimir más carteles de El Toro que de un boxeador salido de una película, un tal Rocky Balboa. Posters que el pelotero firmaba con timidez y cariño a la fanaticada mexicana, latina e incluso gabacha, pues era democráticamente admirado. Los memoriosos ahora comentan que, en alguna ocasión, una rubia no se aguantó las ganas y, para el desconcierto del ídolo, lo sometió a un abrazo querendón tan potente como sus lanzamientos, ¿con o sin beso?, me pregunto sin necesidad…
Otro recuerdo vacuo es el duelo que se organizó en la ciudad de Monterrey a inicios de los noventa, ¿oficial, amistoso?, entre Dodgers y Brewers, representados por el zurdo sonorense y Teodoro Higuera. Recuerdo los tarros conmemorativos de la cerveza Carta Blanca, que dibujaban la imagen de ambos ídolos. Sin saber ni cómo, conseguí uno que nunca usé pero que todavía existe en un rincón del mueble de la memoria, en la cocina de mis padres.
¿Sería frívolo decir que Valenzuela se marcha la víspera de su cumpleaños 64, que debía celebrarse el primero de noviembre?, ¿frívolo mencionar que en estos días en que recordamos a nuestros muertos él no será la excepción y en Los Ángeles, en Sonora, en México, ya le están armando un altar colorido y lleno de trofeos tipo Cy Young, tipo novato del año? ¿Frívolo o previsible que será despedido y aclamado con aplausos y lagrimones, antes, durante y después de los encuentros de la Serie Mundial que se avecina?
Ojalá y que su magia motive a los Dodgers para que ganen el banderín y sigamos hablando de las coincidencias de este mundo vano, que a Borges tanto sorprendían.