Era el solsticio de verano en Madrid, un día marcado por el destino en el calendario de mi alma. Me encontraba ante el umbral de un sueño largamente acariciado: realizar mi primer procedimiento de angioplastia coronaria como operador principal. Durante años, había alimentado la certeza de que mi misión en este mundo era sanar corazones a través de catéteres, una vocación nacida de las profundidades de mi ser y forjada en el crisol de la cardiología en esta tierra que me había acogido y enseñado.

La noche anterior, en un insomnio lleno de anticipación, mi mente había danzado entre los detalles técnicos del procedimiento, ensayando cada movimiento en la quietud de la oscuridad. Al alba, me enfrenté a mi primer caso, un baile de precisión y esperanza. Todo fluía con la gracia de una melodía bien orquestada, hasta que, en un abrupto silencio, la energía eléctrica nos abandonó.

Un "No puede ser" resonó en mi interior, mientras urgía a mi asistente a revertir el paso dado, acción que cumplió con prontitud. Rodeamos al paciente, cuya voz, aunque tranquila, no podía ocultar el ligero dolor que sentía. En ese instante, nuestras palabras se convirtieron en el único hilo conductor con su corazón, en un mundo súbitamente desprovisto de tecnología.

Un sudor frío me recorrió, una sensación ajena en esta tierra española, tan distinta a los apagones habituales de la República Dominicana. Mi voz, cargada de una mezcla de súplica y desesperación, interrogó sobre la existencia de un generador de emergencia. En mis cuatro años en España, jamás había presenciado ni el más mínimo titilar de las luces.

La electricidad, como un suspiro de alivio, regresó minutos después. Terminamos exitosamente el procedimiento. Mientras esperábamos el renacer de los equipos y del hospital completo, un torbellino de ansiedad y movimientos frenéticos invadía el laboratorio de electrofisiología vecino. Un colega, sometido a una ablación, había sufrido una complicación grave, la perforación accidental de su ventrículo derecho a causa del apagón. Se improvisó un quirófano al vuelo, todos listos para una batalla por la vida, cuando la noticia irrumpió como un trueno.

“¡Ha sido ETA, un coche bomba en López de Hoyos, seis muertos , veintidós heridos!”, se escuchaba entre sollozos y tonos de guerra. Aquella voz me transportó a mis primeros días en Iberia, cuando aún me adentraba en los misterios de la Circulación Extracorpórea, y a un compatriota se le confiaba su primera cirugía de corazón, la sustitución de una válvula mitral.

De repente, una conmoción generalizada, en perfecta armonía con la estridente alarma de emergencia, se propagó por todo el hospital. "¡Evacuación inmediata, amenaza de bomba!" resonaba en los pasillos. A través de las ventanas, que nos ofrecían una vista panorámica hacia la calle, observábamos cómo el personal, invadido por un pánico desenfrenado, corría hacia el exterior. Muchos unían esfuerzos, en un acto de solidaridad humana, para transportar en sus camas a aquellos pacientes incapacitados hacia un refugio seguro fuera del hospital. Nosotros, sin embargo, permanecíamos anclados en nuestro lugar, los únicos incapaces de huir, custodiando a un ser cuyo pecho yacía abierto y cuyo corazón, detenido, dependía de nuestras manos para seguir viviendo.

En medio de esa tensión, comenzamos a intercambiar chistes, intentando mantener la calma. Recuerdo que, tras ver a un contingente TEDAX de la Guardia Civil inspeccionando meticulosamente un vehículo sospechoso en el estacionamiento, uno de nosotros bromeó: "¿Cuál sería el orden de los nombres en la placa conmemorativa de los héroes que hubieran perecido en el quirófano cumpliendo con su deber?" Aquella inspección del coche con matrícula holandesa pareció durar una eternidad. Cuando finalmente se declaró la falsa alarma, todo se transformó en chistes y comentarios distendidos.

Ese día, al llegar a casa, mi esposa, quien también hacía su especialidad allí, compartió conmigo su ansiedad y angustia al no verme salir. Le respondí que se había hecho mucho alboroto por una simple falsa amenaza .

Unas semanas más tarde, la cruda realidad irrumpió en nuestras vidas a través de la pantalla de la televisión. La noticia de la masacre en Hipercor, aquel centro comercial, se reveló como el atentado más devastador en la historia de la banda terrorista. Permanecimos absortos, testigos impotentes de una orgía de muerte y destrucción. Observábamos, con un nudo en la garganta, cómo se desplegaban eufemismos intentando justificar lo injustificable: la activación de un temporizador a las 16:10 de un viernes, en un centro comercial abarrotado de vidas inocentes, que la policía no encontró para desactivar, a pesar de haber sido advertidos quince minutos antes.

Las imágenes eran desgarradoras: fragmentos de existencias truncadas, los restos de 21 almas arrancadas abruptamente de este mundo, 44 cuerpos mutilados, supervivientes marcados por la barbarie. Aquello nos enseñó el verdadero rostro del terrorismo, una lección amarga y cruel. Aprendimos a correr en manada ante la más mínima sospecha de una bomba, ya fuera en un centro comercial, con un carrito aún lleno de ilusiones de compra, en un teatro o en una estación de metro. Pero lo que nunca logramos comprender fue el criterio con el que se elegían las víctimas: ¿quién sería el próximo en caer bajo el capricho criminal de un tiro en la nuca o ser cruelmente secuestrado en un zulo subterráneo por no ceder ante la extorsión que alimentaba una causa despiadada?

Lo más desolador, al mirar atrás a través del retrovisor del tiempo, es cómo esas noticias, una vez primeras páginas, se fueron desvaneciendo hasta convertirse en meras historias vernáculas. Historias que, hoy en día, parecen relatos de otra dimensión, ajenos a nuestra realidad, como si nunca hubieran resonado en ese tiempo y espacio que compartimos. Una triste constatación de cómo la memoria colectiva puede, poco a poco, dejar atrás los ecos de un pasado que una vez sacudió los cimientos de nuestra existencia.

La desidia y el hartazgo alcanzaron su cénit en mi último día de guardia, al finalizar el invierno. Exhausto tras un servicio que bien podría haber marcado una despedida de residencia, la madrugada se vio interrumpida por la estridente alarma de evacuación debido a una amenaza de bomba. Apenas diez minutos antes, había subido a mi habitación, intentando robarle unos momentos al caos para engullir un sándwich de serrano con manchego, envuelto en solidaridad en una servilleta por alguien que notó mi ausencia en el comedor y mi desconexión con la ingestión de alimentos sólidos ese día.

Justo cuando me disponía a dar el primer bocado a aquel emparedado, más frío que una relación desgastada por el desamor, sonó el teléfono del cuarto. "¡Aló, García! Que bajes, dice el jefe de la guardia, es obligatorio". Mi respuesta, nacida de la fatiga y la frustración, fue un desafiante: "¡Dile al jefe que escriba la esquela, que ETA me tiene hasta los cojones, no voy a bajar!". Tras una acalorada discusión, me dejaron en paz, resignado a mi posible eliminación en el duodécimo piso. Una hora más tarde, se declaró falsa alarma.

Me salvé de una sanción, quizás por ser aquel mi último servicio. En ese momento, entre el alivio y la ironía del destino, comprendí que la vida a veces te arrastra por corrientes inesperadas, dejándote a flote en las aguas turbulentas de la historia, donde cada decisión, cada palabra, se convierte en un acto de rebeldía contra el miedo y la incertidumbre.

Para ser sincero, toda esta intención de revivir el frenesí de aquellos carniceros surgió al encontrarme en Netflix con un documental titulado "No me llame Ternera". El periodista español Jordi Évole, con una osadía que roza lo inverosímil, entrevistó a Josu Ternera, terrorista y en un tiempo jefe de la banda. La frialdad de su narración golpeó directamente en el núcleo de mis emociones y recuerdos, despertando ecos de un pasado que creía adormecido.

La parte del documental que más me conmocionó, aparte de la sorpresa de Francisco Ruiz guardia civil guardaespaldas del alcalde de Galdácano al descubrir durante la entrevista quién había intentado matarle y cómo sobrevivió al atentado, fue,  cómo el secuestro y asesinato del aspirante a  concejal de Ermua, Miguel Ángel Blanco, escindió el respaldo de ETA en el propio País Vasco. El pueblo realizó un acto de condena a los crímenes de la organización, cuyo lema fue “¡ETA, dispara aquí tienes mi nuca!”. Haciendo una analogía entre ese momento en el documental y la historia que acabamos de relatar, aunque guardando las distancias, en un momento determinado a ETA le pudimos decir: "Toma, aquí tienes nuestros corazones".

En ese instante, en medio de la conmoción y el caos, nuestros, latidos al ritmo de un país herido, unía nuestro destino al de aquellos a quienes juramos proteger. Aquel contraste entre el alivio vivido y la tragedia ajena nos recordó la fragilidad de nuestra existencia y la valentía inherente a la humanidad, un baile constante entre la vida y la muerte, entre la esperanza y el miedo, en un mundo donde cada instante cuenta.

Al finalizar este recuerdo e introspección solo puedo terminar diciendo :

¡ETA , asesinos mi corazón no los puede perdonar ¡