Cuando era adolescente quería estudiar historia, sociología o periodismo. En bachillerato, mis materias preferidas eran básicamente la historia, el español y la literatura. Mi padre quería que fuera médico como él, pero sentía que la medicina no era lo mío. Mi madre se opuso a que viniera de Santiago a Santo Domingo a estudiar esas carreras por el temor a que me “perdiera” en la selva de la Capital. Finalmente, presionado por los argumentos más imperativos que persuasivos de mi tío Salvador, abogado, de que podía ser abogado y luego dedicarme a otra cosa, contra mi voluntad estudié derecho.
En la universidad, disfruté la mitad de los cursos -sobre todo la electiva de baile donde era el único varón y pareja obligada de todas mis numerosas condiscípulas- y me aburrí en la otra mitad. Hice mi concentración en derecho privado -por razones utilitarias, pues antes había más mercado para los civilistas que para los iuspublicistas-, aunque mi pasión era el derecho público (constitucional, administrativo, penal e internacional), al extremo que mi tesis fue sobre el debido proceso y a esa rama jurídica he dedicado mi ejercicio profesional y docente.
Hoy que tenemos más de 60,000 dominicanos graduados de la licenciatura de derecho no me sumo a quienes quieren cerrar las escuelas de derecho alegando que hay muchos abogados. Creo que en la actualidad el derecho, como en su momento lo fue la teología y la filosofía, es una disciplina de las ciencias sociales y las humanidades que provee al estudiante una formación general, a la vez que técnica y profesional, que le permite dedicarse solo al derecho o incursionar además en otros campos como negocios, comunicación social, mercadotecnia, economía, política, consultoría estratégica, diplomacia, criminología, criminalística, relaciones internacionales, administración, medicina legal, educación y otras ciencias sociales como la sociología, historia o politología.
Por eso, es bueno estudiar derecho, incluso siendo un adulto mayor, porque el derecho, en tanto ciencia de la organización social, es más comprensible para quien ha vivido una vida en la que ha sido empleado o empresario, comprado una casa o un vehículo o tomado un préstamo, lo que le permite comprender mejor las operaciones jurídicas cotidianas.
Nunca se termina de estudiar derecho. Y es que el derecho es muy dinámico y se actualiza a golpe de leyes, precedentes jurisdiccionales y cambios socioeconómicos que obligan muchas veces a repensar y reestudiar toda una disciplina. Por eso, el abogado que quiera mantenerse actualizado debe estudiar a diario y no solo a propósito de los casos a su cargo. Al respecto, confieso que la mejor manera de aprender constantemente derecho es enseñando, lo que permite mantener vivo el entusiasmo por el derecho y la capacidad de asombrarnos frente a los misterios y descubrimientos jurídicos que nos contagian nuestros jóvenes y curiosos alumnos.
Recomiendo estudiar derecho, como profesión o afición. Porque hablar fluidamente la lingua franca del derecho y los derechos (Eduardo García de Enterría) nos permite entender nuestro país, el mundo y la sociedad y, lo que es más importante, transformarlos en aras de la justicia, la democracia, el bienestar y la igualdad. Y, sobre todo, nos ayuda, entendiendo ambos lados de la moneda, el del demandante y el del demandado, el del acusador y el del acusado, a ser compasivos, civilizados y tolerantes.