“War, war never changes”, con está icónica frase inicia cada uno de los videojuegos de Fallout, recientemente convertido en serie por Amazon. Esta frase tiene una significación especial dentro de la mitología del juego al enmarcar no solo las acciones que llevaron a la obliteración de la civilización por medio de una guerra nuclear, sino porque reafirman la dualidad humana y la inherente realidad de como aflora la violencia al margen del contexto.

Este puntual recordatorio se hace necesario internalizarlo en nuestra cotidianidad ya que, como ha quedado demostrado en los últimos 30 años, occidente ha olvidado que el estado natural de las relaciones humanas, tanto internas como internacionales, es el conflicto.

Y es que, durante el apogeo del momento unipolar hegemónico de los Estados Unidos, occidente olvidó por un momento esta importante lección, asumiendo que la paz se había convertido en la norma bajo la protección del sistema post guerra; cuando en realidad, como lo saben los estudiosos de la historia, la paz no es más que el momento de descanso entre guerras.

Es así como, a partir de la caída del imperio soviético, se extendió una desidia generalizada entre las generaciones posguerra fría. Condición esta que se ha visto agudizada por las distorsiones de la masificación de la economía de consumo, que pasó de comerciar en bienes físicos y tangibles, a cimentarse en la transferencia de productos digitales, creando una desconexión dramática entre el sujeto y su relación con el mundo real.

Esta desconexión y el trato mediocre que desde nuestros Estados le estuvieron dando por 30 años a las contradicciones propias de economías en crecimiento dentro de un esquema de libertad, han generado que las grandes potencias occidentales hayan olvidado las enseñanzas de la historia y se hayan concentrado en tratar de síntomas, de manera paliativa, en lugar de trabajar para solucionar la raíz sistémica de muchas de estas situaciones.

Pero mientras en las sociedades occidentales se ha venido generando este contexto, las otras grandes potencias, globales y regionales, han tenido tiempo para recomponerse del shock que fue la expansión global del poderío estadounidense y la posterior caída del imperio soviético; despertándose así del espejismo causado por el momento hegemónico estadounidense que ha venido colapsando sobre el peso de sus propias contradicciones internas desde septiembre de 2001.

Hoy, entonces, nos encontramos con una sociedad occidental que va despertando a la realidad que todos los expertos de las relaciones internacionales sabíamos como inevitables. Los tomadores de decisiones de las potencias occidentales se enfrentan a un mundo cada vez más violento, en el cual se van alternando crisis internas continuas como consecuencia de la disparidad de sociedades que han crecido de manera desigual, con momentos cada vez más tensos en el plano internacional como consecuencia del reajuste natural del sistema.

Hoy podemos constatar como los momentos expansionistas de las grandes potencias se han reiniciado y golpean los cimientos de un sistema internacional que no les acomoda, sometiéndolo a tensiones no vistas en casi un siglo. Tenemos, por ejemplo, conflictos activos en Europa, Medio Oriente, el Cáucaso, África y el Sudeste de Asia. Así también tenemos zonas de tensión, por distintas razones, en diferentes puntos marítimos estratégicos como el estrecho de Ormuz, el estrecho de Mandeb, el canal de Panamá, el estrecho de Malaca, entre otros. Esto sin contar la miríada de guerras civiles que se encuentran activas desde hace años a lo largo y ancho del planeta.

Todo eso, sumado a las muy reales consecuencias de los efectos de un cambio en los patrones climáticos que afectan de manera desproporcionada algunas zonas en extremo vulnerables, genera varios problemas geopolíticos que van desde migraciones forzosas, hasta disrupciones en las líneas de comercialización de bienes sobre las cuales nuestro mundo moderno ha venido a depender de manera tan crítica.

Este es el contexto global en el cual República Dominicana se encuentra, un mundo al borde de la guerra en el cual se van generando cambios de paradigmas, movimientos de capital, transferencias de confianza y consolidación de posiciones estratégicas. Es aquí donde la República Dominicana debe de proyectarse con fuerza y firmeza para asumir su posición como centro regional, como hub logístico, de una región desarticulada pero inmensamente rica.

Iniciativas como la Alianza por el Desarrollo en Democracia (ADD), la firma de acuerdos de inversión en Guyana y la apuesta por convertir al país en un productor de semiconductores, son solo la punta de lanza del potencial que tiene República Dominicana para posicionarse como eje estratégico no solo en la región del Gran Caribe, sino en todo el hemisferio occidental. Y para esto debe de continuar de manera decidida y enfocada, promoviendo la inversión extranjera directa, la industrialización, el flujo de capital y la transferencia de conocimiento.

Solo convirtiéndose en un punto estratégico vital de transferencia y producción de bienes y servicios, puede República Dominicana garantizar su bienestar, permanencia y relevancia, cuando los vendavales producidos por los inminentes choques entre grandes potencias provoquen una disrupción sistémica del modelo internacional surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial.

La meta, de aquí en adelante, es lograr el mejor posicionamiento estratégico posible que garantice tanto el crecimiento y el bienestar sostenido de la República Dominicana para que cuando las condiciones globales se deterioren, el país se encuentre fuertemente posicionado para servir de ancla y guía de la región porque, parafraseando al afamado general prusiano Carl von Clausewitz, para asegurar la paz hay que prepararse para los tiempos de guerra.