Primo Levi (Italia, 1919-1987) fue confinado como prisionero en el campo de concentración nazi de Auschwitz, Alemania, por ser judío. En el Holocausto, los internos eran tratados como animales, privados de sus derechos fundamentales y forzados a trabajar y a vivir en condiciones inhumanas. Eran poco menos que cosas, basura humana. A pesar de que duró sólo 11 meses preso allí, fue de los poquísimos que sobrevivió para contarlo, y lo contó.

En su obra “Si esto es un hombre” (1947) el autor describe vívidamente los horrores sufridos (en carne propia y en la ajena) en el campo de concentración. No lo cuenta por contar. Su propósito, bien logrado, es transmitir un mensaje poderoso sobre la deshumanización y la destrucción de la dignidad en situaciones extremas. Asimismo, convencer sobre la importancia que revisten en tales circunstancias los sentimientos, la empatía, la solidaridad humana.

Persuadido, como muestra, de lo crucial que es preservar la memoria histórica de tiempos de desdicha, Levi apelaba a la necesidad ejercitar la facultad de recordar, de mantener encendida la conciencia, de honrar la memoria de las víctimas, y de derivar y asimilar lecciones aprendidas. Y así, pretendía contribuir a que jamás se repitiesen diabluras como las del gran conflicto bélico y el del Holocausto.

Para el autor, importa mucho saber, conocer y recordar la realidad de la guerra, así como el drama existencial que causa. En esta circunstancia, invita a poner en alto las banderas del valor de la vida y la grandeza de la esencia humana. Concibe que, en tiempos críticos, invocar al recuerdo (a la memoria histórica) asidos de tales valores puede contribuir a la preservación y protección del valor de la vida y la libertad.

Él lo escribió así: “¿Por qué recordar todo esto en voz alta? Quizá en nuestra memoria se formen cristales, diminutos y fulgurantes, que un día, en una hora de peligro, puedan ser invocados de nuevo para la defensa de la vida. Entonces podremos decir que hemos conocido el mal, y que por ello hemos sabido reconocer el bien, las voces humanas y la luz del día".

Parece que su canto fue una lucha para la sobrevivencia al horror, al drama del judío deportado, recluido, condenado a morir de desprecio, de esfuerzo, de hambre y de penurias, de enfermedades y palizas. Un trascender a la tragedia del infierno que era el campo de concentración, al que sobrevivió. Infortunadamente, al final no pudo con el peso del recuerdo y de las cicatrices de esa vida. Años después, se suicidó.

Lo hizo, pero antes interiorizó y vio con claridad qué es, y de qué estaba hecha esa “muerte” que se dio: es la destrucción del hombre, de la persona, de la conciencia. “Existe un asesinato peor que matar: (es) extinguir en un ser humano la vitalidad (…), (es) un mundo en el que toda humanidad está extinguida, (es) desierto radical del espíritu, paradigma absoluto del infierno sobre la tierra”.

El mensaje. Aun en los más aciagos tiempos y en peores circunstancias, el ser humano no debe perder su humanidad; ha de preservar su dignidad. En la guerra, como en el Holocausto, la gran víctima son los valores fundamentales de la dignidad, la libertad, la esencia humana. Preservar viva la verdad y la memoria histórica sobre tiempos horrorosos idos puede ser una herramienta eficaz para inducir la inhibición de esa nefasta propensión del ser humano a apostar por resolver los conflictos matándose los unos a los otros. O a sí mismos.

Otro gran pensador del horror humano de la guerra lo ha sido Tim O´Brien (Minnesota, 1946 -). Un veterano de la guerra de Vietnam. En su obra “The Things They Carried” (1990), O´Brien se enfoca en des-cubrir (quitar la cubierta a) la naturaleza de la guerra y en describir sus consecuencias emocionales y psicológicas en la vida de los que la hacen.

Para O´Brien, la guerra no sólo tiene un impacto físico; surte también en los soldados profundos efectos psicológicos y emocionales tanto o más pesados que sus equipos y pertrechos para matar al enemigo. Son los cargos de conciencia, que matan a posteriori.

“A veces, en medio de una pelea, un soldado se detenía de repente. Se sentaba en el suelo, apoyaba la espalda contra un árbol y cerraba los ojos. Era un modo de decir: ´Ya no puedo soportar esto, entiéndanlo, por favor´. Otros soldados se detenían también, observaban al que se había sentado, y luego buscaban un lugar donde sentarse también. Nadie decía nada, nadie hacía nada. Simplemente se sentaban y cerraban los ojos. Si un enemigo aparecía de repente, nadie habría podido reaccionar. No se trataba de cobarde ni de locura ni de rendición, sino de humanidad. A veces, un soldado tenía que sentarse y dejarse llevar por la tristeza”.

El mensaje. La guerra es devastadora y sus impactos son duraderos en los que la viven o realizan. Causa perennes cicatrices físicas y emocionales. Incluso los más fuertes y valientes pueden ser superados por la crueldad de la guerra. Los momentos de debilidad no son siempre signos de cobardía o locura; entre veces, simplemente, son reflejo de humanidad.

En estos tiempos bárbaros resuenan sus gritos batientes los tambores de la guerra. Los grandes ejércitos del mundo se preparan presurosos y marchan ¿sin retorno? hacia los enfrentamientos. Parece que se va a pelear. La humanidad, la dignidad, la libertad, la vida toda huele a peligro.

Pero aún justo en estos tiempos, contra toda esperanza, vale poner en alto los valores de la vida, de la racionalidad; apreciar la libertad, la solidaridad, el valor de la humildad, la compasión humana. Porque, al fin y al cabo, la guerra es matanzas tras matanzas entre humanos. Entre hermanos. Entre sí mismos.

¡Ojalá y se diera un mal arreglo humano! ¡Que lo quisiera Dios!