Toda guerra es una barbaridad. Solo gente artillada de un espíritu bárbaro (desalmada) van a ella, enfrentadas a un dilema fatal: matar o morir. A veces, más allá de esa disyunción nefasta, puede que haya una causa, un fin superior: honor y patria, por ejemplo. No siempre es así.

 

La Primera Guerra Mundial (1914-1918) se saldó con alrededor de 16 millones de muertos: 8.5 y 7.7 millones militares y civiles, respectivamente. Y más o menos 21 millones de heridos. ¡Una barbaridad! Fue, como quien dice, una guerra pendeja. Se negoció un arreglo y paz entre vencidos y vencedores que, pronto, se derrumbó.

 

Dos décadas después de terminada la primera, estalló la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), que inició con la invasión de las tropas alemanas a Checoslovaquia. Mal contadas, las bajas en esta gran conflagración se estiman entre 70 y 85 millones de militares y civiles, poco más o menos (Weinberg, G.; La Segunda Guerra Mundial; Ed. Crítica, Barcelona, 2016). ¿Y los heridos? ¡Vaya usted a saber! En suma, otra gran tragedia humana.

 

Cualquiera diría que durante casi ocho décadas después de terminada la última gran conflagración global, al menos, el mundo se mantuvo en calma “chicha”. No fue así. Anduvo dando tumbos de guerra en guerra de mayor o menor intensidad. Así sobrevivió.

 

La ChatGPT, citando el Instituto de Investigación de la Paz, de Estocolmo, cifra en alrededor de 300 el número de conflictos armados registrados en todo el mundo desde 1945 hasta 2021. Si bien, cada caso de conflicto militar es un acontecimiento catastrófico, entre éstos, algunos son los que más. Como la guerra de Corea (1950-1953), en la que cayeron entre 2.5 y 3.5 millones de humanos, mayormente civiles. En cuanto a los heridos, hay estimaciones que establecen una proporción de 2 heridos por caído.

 

La de Vietnam fue otro desastre intenso y prolongado (1965-1975) con enorme impacto humano. En esta guerra se estima que cayeron entre 1.3 y 3.8 millones, la gran mayoría vietnamitas; también la mayoría, civiles. Asimismo, la proporción de víctimas heridas, gran parte de ellas mortales, se estima en una relación de 2 a 1.

 

Y así, otras guerras. La de los Seis Días (1967), la de Yom Kipur (1973), la de Irak-Irán (1991), las Malvinas (1982), Afganistán (2001-2021), Irak (2003-2011), Siria (2011 – actualidad), Ucrania (2014-actualidad), Yemen (2015-actualidad), contra el Estado Islámico (2014-2017), la de los Balcanes (1991-2001), Gaza (2014), Chechenia (1994-1996, 1999-2009), Somalia (1991-actualidad), Liberia (1989-1997), Etiopía-Eritrea (1998-2000), Kosovo (1989-1999), Sudán del Sur (2013-actualidad). En fin, el eterno retorno de las guerras con sus horrorosas secuelas de lamentaciones, devastación y muerte.

 

A su ritmo, el mundo siempre cambia. Gira y gira sin descanso, ni nada de esperar a ver llover más duro. La historia humana es de guerras, de partos dolorosos que, a veces, traen mejores cosas. Cosas que, después, quizá se ven. Así la humanidad pare su propio desarrollado.

 

Se sabe que en el reino de este mundo no hay orden ni reino que pueda ser eterno. El de Roma no lo fue. El emergido de los acuerdos de la Posguerra durante el segundo lustro de la década de los 40s, por supuesto que tampoco lo será. En la historia, las hegemonías siempre son perecederas, nacen con los años contados.

 

Las tensiones, los riesgos y los miedos vividos en tiempos de la guerra fría fueron intensos. Con todo, el mundo sobrevivió. El orden bipolar que se configuró en ese entonces, se tambaleó con la caída del muro de Berlín y el desmayo del bloque de la URSS, en 1989. Diríase que el mundo respiró esperanzado en tiempos más pacíficos. Como que, ahora sí.

 

Tendió a predominar un pretendido y cuestionado orden unipolar danzando al ritmo de un paradigma, el de la globalización; que (se predicó) redundaría en prosperidad, en paz duradera y en bien de todos. No fue así. Era demasiado bonito para ser verdad. En perspectiva del realismo geopolítico, así como del propio de la historia misma, un orden unipolar es un estado de cosas (statu quo) insostenible. Cuando es así, una guerra de gran envergadura, que parece ya empezó, se abre al horizonte.

 

En estos tiempos bárbaros, solo un diálogo maduro y responsable entre superpotencias que se reconocen como tales y se temen representaría una esperanza para la distensión, la tolerancia, la entada en razón, los acuerdos y la sobrevivencia. Para que la inminencia de una barbaridad global, que podría terminar con todo y todos de una vez, se despeje. ¡Lo quiera Dios!