"Un aire de vulgaridad azota al mundo". Franklin Mieses Burgos

Me resultan sumamente penosos estos tiempos que vivimos en los que uno se mantiene en la palestra y es foco de atención a fuerza de hacer lo que sea. Decir todo tipo de sandeces es hoy un oficio lucrativo. No importa quien seas ni aquello que hagas, el hecho es salir en la primera pagina de los periódicos. En este contexto de escasa inquietud intelectual todos se dan réplica como si se tratara de un grupo de alumnos disciplinados en el interior de un aula. Cada uno de ellos se afirma presente, levantado su mano, para aportar inmediatamente la más bella trivialidad que es capaz de improvisar.

El peso y el valor que la palabra adquiere, de este modo, es de una levedad desconcertante y absurda. Y no es que yo me niegue al juego ni a la diversión entre amigos, por un rato lo encuentro entretenido y permisible. Ahora bien, cuando lo insustancial se vuelve moda, cuando se hace de ello gala convirtiéndose, abierta y francamente en una manera de ser, renuncio a formar parte del espectáculo. Y lo peor de todo es que son esos seres etéreos y sin luces, enganchados a un oficio tan arduo como el de la literatura,  quienes acaban por marcar la pauta en la mayoría de los eventos. Son sus pantomimas pintorescas y sin sentido las que acaban por imponer la norma y un canon de puro despropósito. Aún recuerdo como en los años setenta, cuando alguien decidía subir a un pódium y en un momento dado tenía el atrevimiento de tomar entre sus manos un micrófono, conocía de antemano y era muy consciente de lo que iba a decir.  Sabía que si sus palabras carecían de fundamento tendría que asumir el calvario de hacer el ridículo públicamente.

Ahora no; hoy no se paga peaje por el descrédito. En estos tiempos de líquida condición es muy fácil colocarse el sambenito de poeta o filósofo sin el más mínimo rubor, determinando con el gesto simple de henchir de títulos el pecho, el guion de cualquier evento que convoca al mundo de la cultura. Este tipo de personajes son los que cada día hoy "lucen y dan brillo" en un festival de poesía, un encuentro de escritores o cualquier otro medio en el que consideran que hay que dejarse ver. Sin embargo,  aquellos que advierten  acerca de este tipo de impostura serán considerados pobres parias, trompetas de discordante sonido. Son otros los que esperan que un altoparlante reparé en ellos y anuncie a viva voz: "a continuación leerá para todos ustedes el insigne poeta Fulanito de tal, que hoy nos honra con su presencia" y éste se  levantará pomposo de su asiento para leer, engolando la voz, un poema escrito a vuela pluma en medio del acto o esbozado en dos minutos antes de salir de casa.

Y es que la realidad revela que hoy se  asume la cultura en general, y la literatura en particular, como si fuera cuestión de fe y no como un proceso de profundo arraigo, un diálogo íntimo, personal y en constante reflexión por parte del artista. Ahora somos misioneros,  doctrinarios proselitistas de un modo específico y concreto de crear que no conduce a nada porque no contiene nada. Todos somos de repente poetas y cada velada se abre en cascada ante el ancho mar de una banalidad pastosa. El extenso hongo de la superficialidad nos arropa y en cualquier latitud de la tierra llueve inmisericorde el más absoluto sin sentido. Un breve y trivial poemario, el pensamiento mas insulso es proyectado en pantalla y presentado a nuestros ojos cual si fuera el mismísimo evangelio del  creyente. Y todo se vuelve, sin criterio alguno que lo apoye, halago y lisonja. Lo importante, lo único que nos mueve al fin y al cabo es ver y ser visto, emitir opinión sin decir nada para ser reconocido.

Lo más triste es que subyace en todo ello una especie de complicidad de aquellos que nos precedieron. Referentes de tiempos más sólidos que, aún siendo conscientes de la falta de rigor y de talento en muchas de las propuestas, consideran correcto -según su manera de contemplar el discurrir de la vida- que la carroza siga su camino aun cuando no deje huella en la arena del desierto. Como colofón me permito cerrar este artículo con uno de nuestros más insignes poetas, Franklin Mieses Burgos, acompañado por unos versos de su poema "Al oído de Dios" que  sintetizan a la perfección mi línea de pensamiento.

"Cuando cada generación no es otra cosa

que una desmedida voluntad de predominio,

un anhelo egoísta por ser,

no importa el modo

o la forma mezquina de alcanzarlo,

porque, ciertamente, un aire de vulgaridad

azota al mundo,

lo hiere en su raíz mas honda,

lo conmueve y lo aniquila

en su mas alto y luminoso cielo de poesía".