De mis primeros días en Canadá, hace ya 40 y tantos años, recuerdo con nostalgia el crudo invierno; el intenso frío que enrojecía mi cara y helaba mis orejas y escaso bigote. 

Por aquel entonces, entre enero, febrero y principios de marzo, eran frecuentes los días con temperaturas de -40 y sensación térmica de -50 y más. Dolía respirar afuera.

Todavía guardo en mi memoria aquel día que a mi primer carro (un viejo Ford del 71) se le descargó la batería. En la noche, la temperatura había bajado a -42, no recuerdo la sensación térmica, pero debió ser, como mínimo, menos 50. 

Salir afuera unos minutos para desmontarla y llevarla a recargar a la gasolinera más cercana, no muy distante de mi casa, me costó el congelamiento de una pierna. Por alrededor de una hora, sentí un dolor tan intenso que no descarté la posibilidad de una amputación.

Tengo pues con el invierno canadiense una historia de sufrimiento, el frio glacial jamás imaginado, el obligatorio, aparatoso y pesado atuendo, las dificultades de las actividades cotidianas (rescatar, durante las frías y oscuras mañanas, el carro sepultado en la nieve, arrastrar por las mañanas a los niños hasta donde se tiene estacionado el vehículo para llevarlos a la estancia infantil, uno que se cae en la nieve y te grita “papá cárgame”, otro que deja el gorro o un guante en el trayecto y tienes que devolverte a buscarlo)…

 Pero mi voluntad de adaptarme al país de acogida fue transformando poco a poco este sufrimiento en encanto, encantamiento que trasciende la mejoría en las condiciones de vida. Me refiero a algo más sutil, como por ejemplo el amor a la brisa helada que acaricia mi cara, a los multiformes copos de nieve que con infinita gracia danzan en el cielo, el paisaje de un blanco inmaculado, el derroche de luz que sigue a los días grises de las tormentas de invernales, la desnudes de los árboles, la infinite calma… ¡Ah!, y cómo olvidar la taza de café ardiente una vez de retorno a la casa.

Con tristeza, temo que todo eso quede atrás. Las señales son aterradoras. Hoy, 14 de enero, tenemos apenas -2 grados centígrados (sensación térmica -7). Unas cuantas décadas atrás, para esta fecha, lo normal era menos quince o menos veinte y hasta menos treinta y menos cuarenta en ocasiones.

Al ritmo que vamos, temo que no tardará mucho tiempo en que tengamos para esta fecha 22 o 23 grados por encima de cero y podamos bañarnos tranquilamente en las hoy heladas aguas de la costa atlántica. Para entonces, las paradisíacas islas del Caribe como la nuestra estarían ya reducidas a cenizas. Allí, a duras penas sobrevivirían las especies que mejor se han adaptado a los cambios climáticos, como las cucarachas.

Las señales están, para detener el desastre, si es que todavía hay tiempo para ello, faltan las decisiones de los decidores políticos, y también los pequeños y necesarios gestos que en el día a día podemos y debemos hacer cada uno de los habitantes del planeta.