En medio de una convulsa situación interna, y ante un panorama internacional cada vez más polarizado, la Administración Biden inició un proceso que relaja algunas de las medidas sancionatorias aplicadas por su predecesor, Donald Trump, contra Venezuela y Cuba. Este giro, si bien da cumplimiento a una de las promesas de campaña de Joe Biden, también envía un mensaje contradictorio sobre el compromiso estadounidense de luchar en favor de las democracias, las libertades y los derechos en la región.

Así, respecto a Cuba, el gobierno demócrata ha reactivado los servicios consulares, permitiendo que residente y ciudadanos en los Estado Unidos puedan solicitar la reunificación con sus familiares que permanecen en Cuba. Además, se abrieron rutas aéreas a distintas ciudades de la isla más allá de la Habana, se eliminó el límite de US$ 1000 de remesas por trimestre, y se permitió que los empresarios cubanos reciban donaciones para que amplíen sus negocios.

A cambio de estas concesiones, Biden ha solicitado la inmediata liberación de los presos políticos, el respeto a las libertades fundamentales de los cubanos, y que se permita al pueblo que determine su propio futuro.

Es indudable que el gobierno cubano no cumplirá con estas peticiones, pues si no lo hizo en el momento más álgido y crudo de las sanciones, ¿Por qué habría de hacerlo cuando éstas están siendo levantadas? Esto queda demostrado en las declaraciones hechas por Bruno Rodríguez, representante gubernamental de Cuba, quien afirmó que, si bien el anuncio del gobierno norteamericano “es un paso limitado en la dirección correcta”, este no comporta un cabio significativo en las medidas injustas y coercitivas aplicadas por su predecesor.

Las nuevas medidas reflejan que el embargo económico a Cuba, que data de más de 60 años, no ha logrado sus objetivos neurálgicos, ya sea por la inconsistencia del mismo, ya por lo variopinto de su aplicación. Obama así lo entendió, de ahí su política de distención, cesada por Trump y retomada por Biden.

En el caso venezolano, tras casi asumir que las sanciones aplicadas desde 2019 no funcionaron en cuanto afectaron a la población y no a los líderes chavistas, el gobierno de Biden intenta otra vía de acercamiento con Maduro dando, por ejemplo, permisos a la multinacional petrolera Chevron para reanudar transacciones y operaciones en Venezuela, abriendo así un posible canal de diálogo con el gobierno y viabilizando una mesa de negociación con la oposición.

Aun así, la vicepresidenta de ese país, Delcy Rodríguez, calificó estas concesiones como limitadas, aspirado al levantamiento total de las sanciones sin dar muestras de cambio en la política interna aplicada por el madurismo.

Pero, ¿Cómo explicar este giro en la política estadounidense, sobre todo cuando se puede prever que estas medidas terminarán favoreciendo a los gobiernos cubano y venezolano en el plano económico, lo que sería un aliciente que daría mayor legitimidad a ambos regímenes?

De manera somera y escueta, podemos mencionar tres acontecimientos. El primero es la invasión rusa a Ucrania y su consecuente crisis energética. Es evidente que las negociaciones iniciadas con Venezuela tienen que ver con el acceso a las fuentes de hidrocarburo de este país sudamericano, lo que da cierto poder de maniobra a los Estado Unidos respecto a Rusia, tanto en el escenario europeo como en la geopolítica mundial. Aquí una disyuntiva, ya que, si bien Estaos Unidos debe mantener su postura ideológica de defensa a las democracias regionales, el acercarse a Cuba y Venezuela significaría atraerse dos aliados regionales de Putin, lo que fortalecería su posición estratégica.

El segundo elemento a tener en cuenta es la proximidad de las elecciones legislativas en Estados Unidos y la crisis migratoria que se vive en la frontera sur de la Unión. Sólo entre enero y abril de este año unos 115 mil cubanos llegaron a Estados Unidos desde México, lo que se une a un número similar de migrantes venezolanos. Por eso, Biden debe presentar una propuesta que enfrente la presión migratoria, lo que no evita otra encrucijada pues, aunque el aumento de restricciones a la inmigración irregular mejoraría la situación electoral de los demócratas, el acercamiento a estos dos regímenes represivos implicaría un castigo electoral de parte de los cubano-norteamericanos y de la poderosa diáspora venezolana residente en La Florida, un estado que ya se da por perdido para los demócratas.

La tercera cuestión que puede ser mencionada es la Cumbre por la Democracia, cuyo éxito y legitimidad están siendo seriamente cuestionados. Por un lado, un grupo de países con un marcado peso regional, como es el caso de México y Brasil, dicen que no participarán en la Cumbre si Cuba, Venezuela y Nicaragua no son invitados. Por el otro, países defensores de las democracias expresan su inconformidad con sentarse en la misma mesa de países que son catalogados como dictaduras. Aquí se juega la credibilidad de la Cumbre y el liderazgo de los Estados Unidos pues, si es cuestionable que gobiernos represivos sean invitados a una mesa en la que se tratará la democracia, también resulta difícil pensar en la efectividad de una conferencia americana en la que no participen los Estados más fuertes, poblados e influyentes de Latinoamérica. Pero incluso más profundo, el hecho de que el Departamento de Estado sigue reconociendo a Guaidó como legítimo representante del gobierno venezolano, ¿A quién se invitaría a la Cumbre? ¿Cómo se desliga Estados Unidos de la narrativa que hasta ahora ha llevado de ilegitimidad de la Presidencia de Maduro?

Ante estas disyuntivas, es menester preguntarnos si los intereses estratégicos y políticos primarán sobre los ideales democráticos, y si el declive del liderazgo de Biden acabará por debilitar aún más el rol estadounidense en la región.