Luego de más de dos años de pandemia y encaminados a una reactivación cuasi total de nuestra vida económico-social, los efectos psicológicos de la pandemia no se han hecho esperar. Los estudios realizados sobre el impacto psicosocial del encerramiento demuestran un aumento en los síntomas de depresión, ansiedad, estrés, entre otros. Las personas hemos tenido que aprender a vivir en covidianidad sin que existan claras explicaciones de lo ocurrido y de las medidas de mitigación adoptadas por el Estado. El deseo de ser mejores ha quedado en una simple retórica o idea simbólica que se desvanece con el transcurso del tiempo.

La pandemia  ha transformado nuestro concepto de felicidad. La felicidad se ha centrado en la búsqueda de bienes instrumentales (riqueza, honor, placer, salud) en el menor tiempo posible, con el objetivo de “mejorar” nuestra calidad de vida. Estos bienes se persiguen desproporcionalmente, incluso afectando los derechos e intereses de los demás, porque se piensa que nos proporcionarán la felicidad. De ahí que la felicidad se articula como el fin absoluto o el “telos” (Aristóteles) de todo ser humano. Las personas buscan ser felices.

Pero, ¿qué es la felicidad? ¿cuáles son los medios para alcanzar la felicidad? Una de las consecuencias de la pandemia ha sido asumir la felicidad como un estado emocional positivo que se puede alcanzar con bienes pasajeros. Esta idea nos ha llevado a asumir como infelicidad aquellas situaciones que nos impiden alcanzar tales bienes. Ese estado de infelicidad se agrava por la sensación de abandono de parte del Estado en un período pospandémico que nos ha obligado a reactivar de forma acelerada nuestras relaciones económicas y sociales.

Lo anterior no sólo tiene un impacto psicosocial importante sobre las personas, sino que además nos lleva sobreponer nuestros intereses individuales sobre el bienestar colectivo, olvidando que en una comunidad política debemos cohonestar el ejercicio de nuestras libertades con las de los demás y con el orden público. Esta idea egoísta y narcisista sobre nuestras libertades nos hace olvidar la importancia de construir ese destino común que es fundamental para poder ejercer plenamente nuestros derechos. Es decir, ese espacio compartido en el que todos y todas podamos acceder a unos mínimos vitales.

En síntesis, la felicidad es más que bienes instrumentales. Se trata de vivir una vida plena y digna, realizadora de nuestras mejores potencialidades. Una vida feliz es sinónimo de una “vida virtuosa” (Aristóteles), es decir, una vida en la cual podamos ejercer las virtudes intelectuales (habilidad técnica, ciencia, prudencia, sabiduría e inteligencia), morales (domesticación de las pasiones y emociones) y teologales (fe, esperanza y caridad -Santo Tomás de Aquino). La búsqueda de ese estado de felicidad no sólo depende de cada persona, sino que además constituye una de las finalidades esenciales del Estado. Para Kant, la felicidad es el “fin general de lo público” y, por tanto, es la misión institucional del Estado.

El Estado está obligado a garantizar unos mínimos de procura existencial, especialmente dentro del período pospandémico, que estén orientados a propiciar la felicidad común. La felicidad, si bien no constituye uno de los valores o principios fundantes de nuestro texto constitucional, se encuentra incrustada en la idea liberal-lockeana que inspira los movimientos constitucionalistas y, en consecuencia, lo que hoy conocemos como constituciones normativas. La idea de limitar el poder político para asegurar la libertad e igualdad de las personas tiene como causa principal la felicidad. Por tanto, el Estado, constitucionalmente ordenado, debe concebirse “como ente propiciador de la felicidad común” (Jorge Prats).

Frente a las situaciones de desesperanza, inseguridad y angustia, el Estado juega un rol fundamental para construir ese espacio común en el que las personas puedan buscar y alcanzar la felicidad. Pero la felicidad no como un bien instrumental, sino como un estado permanente de dignidad dentro de la comunidad política.