En un Estado Constitucional de Derecho las medidas coercitivas de la libertad personal, como la prisión preventiva y el arresto domiciliario no se pueden constituir en medidas que adelanten la posible sanción o la condena de una persona que, por disposición convencional, constitucional y legal, se reputa inocente. Estas, como las demás medidas de coerción, solo deben servir al propósito de garantizar la presencia del imputado en todos los actos del proceso y en el momento en que se pronuncie la decisión.

De conformidad con el artículo 227 de nuestro Código Procesal Penal las medidas de coerción proceden cuando concurre que el imputado es con probabilidad el autor o cómplice de la infracción, existe peligro de fuga y la infracción que se atribuye es reprimida con pena privativa de libertad. En ningún caso, estas medidas implican la limitación de más derechos que los que necesaria y expresamente se ven afectados por la imposición de las mismas: constreñimiento económico en los casos de presentación de garantía económica; restricción de tránsito en los casos de impedimentos de salidas no autorizadas y deber de presentación periódica; restricción de la privacidad en caso de sometimiento a vigilancia y colocación de localizadores; y, restricción de la libertad personal mediante arresto domiciliario o prisión preventiva. No es válido desconocer los derechos fundamentales de ningún imputado.

Hace unos días, supimos de la decisión de una sala de la Corte Penal del Distrito Nacional que varió parcialmente la forma de ejecución de una medida de coerción de un imputado, permitiéndole que éste pueda asistir dos días a la semana a su oficina a trabajar. La decisión del tribunal se fundamentó en el derecho constitucional al trabajo y a las disposiciones que al respecto contiene la Ley que Regula el Sistema Penitenciario y Correccional en la República Dominicana, número 113-21.

Sin embargo, como respuesta a esta decisión, una muy capaz, apreciada y respetada representante del Ministerio Público, la Lic. Mirna Ortíz, emitió unas declaraciones contradictorias. Por un lado, reconoció que el derecho al trabajo tiene rango constitucional, pero, por otro lado, se desdijo preguntándose que ¿entonces si todos los ciudadanos son iguales ante la ley, esto querría decir que todos los ciudadanos que también están sometidos a un proceso judicial deberían tener los mismos derechos? Con lo cual deja dicho, a modo de advertencia o con pesar que con la decisión se abre una puerta para otorgar el mismo tratamiento a otros casos. También la prensa se hizo eco de su afirmación de que “existe privilegio a favor de imputados de los grandes procesos”.

A estas inquietantes declaraciones se suman las declaraciones del también apto, apreciado y respetado director de la PEPCA, Lic. Wilson Camacho, quien, en un hilo de Twitter deja ver una visión propia de un Estado Policial, en el que las leyes y los órganos del sistema de justicia deben actuar de espaldas a la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos, aduciendo que “el verdadero populismo penal que asola (arruina y destruye) a América como el que bajo la apariencia de “buenismo” ignora a las víctimas y se desentiende de la necesidad de los ciudadanos de convivir pacíficamente. Eso puede ser muchas cosas, pero no es Derecho Penal”.

Se trata declaraciones contradictorias y altamente preocupantes, no solo por provenir del propio Estado dominicano, en la persona de altos representantes de la sociedad en los procesos; sino porque si los más formados, capaces y respetados desdicen con sus palabras de los derechos y garantías reconocidos constitucionalmente, confirman que sus actuaciones arbitrarias durante las investigaciones y los procesos penales a su cargo parten del convencimiento de que los ciudadanos sujeto a lo que ellos definen como grandes procesos no son sujeto de derechos y si los tribunales deciden a favor de sus derechos se trata de un privilegio y un “buenismo” propio de un populismo penal que protege a los grandes delincuentes y corruptos.

Lo que más intranquiliza es que esa convicción de los integrantes del Ministerio Público pasa por asumir que cuando de esos casos se trata se cambian los papeles: ellos son los jueces que ya dictaron sentencia de condena y los jueces, instrumentos pusilánimes, inmisericordes, incapaces e irrespetuosos del Estado Inconstitucional De No Derecho o del Estado Policial, en que es la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos los que deben estar sujetas a la ley y la autoridad.  Se trata de un estado peligroso, que defenestra todas las instituciones democráticas y el ordenamiento jurídico superior, freno, contención y limitación para la debida actuación del Estado, para la evitación del abuso propio de sociedades incivilizadas, antidemocráticas y antiderechos.

Son tan contradictorias las posiciones del Ministerio Público, que, aun cuando reconocen la existencia de derechos constitucionales y de la igualdad de todos ante la ley, no aplican dichos derechos y garantías en todos los casos, pues hacerlo en determinados casos implicaría permitir que en los demás se protegerían. Es la negación de que el derecho a las garantías constitucionales no comporta excepciones y estas protegen, a través de los jueces, a todos los ciudadanos igualmente. Es obligación de los magistrados resguardar a quienes les soliciten su protección o cuando deban actuar de oficio.

Intuyo que la lógica inversa a los derechos que está detrás de la decisión es que los internos no deben ejercer ninguna labor productiva que les genera recursos, contrario a lo que debe ser la cárcel en el sentido moderno para los que ya tienen condena, a fortiori, para quienes aún se les presume inocentes. Y esto porque en el caso particular de las medidas de coerción que pesan sobre un presunto inocente no limitan más derechos fundamentales que los que expresamente en ellas se establecen.

Como procurador general de la República, Jean Alain Rodríguez fue un fiasco. Su megalomanía lo llevó a constreñir y mediatizar, para su servicio y a su medida, la mediana institucionalidad de entonces de dicho órgano constitucional. Como procurador Jean Alain no era santo de mi devoción. Mis declaraciones y escritos públicos durante su atropellada y perniciosa gestión atestiguan que no estoy haciendo leña del árbol caído. Muy por el contrario, es un ser humano y ciudadano dominicano que, en medio de un proceso penal, debe ser tratado como tal y preservársele todos sus derechos y garantías. De hecho, si es condenado, es la forma más segura de que se legitime la sentencia que se produzca. De lo contrario, quedarán huellas de la arbitrariedad y el abuso o podrá producirse una sentencia o decisiones que, por el desconocimiento de las garantías, que son al sujeto de un proceso, como el corazón y el cerebro al cuerpo, lo dejen fuera del brazo sancionatorio.

En el caso de Jean Alain Rodríguez, por ejemplo, como consecuencia del proceso penal que es seguido en su contra, públicamente es sabido que su cónyuge fue desahuciada de la institución bancaria en donde laboraba. Gran parte de su patrimonio se encuentra retenido como parte del proceso. Incluso el acusado ha expresado la imposibilidad de cubrir los gastos y honorarios de su defensa. En ese mismo orden, el sustento familiar evidentemente que se ve impactado, por lo que hace necesario que se garantice precisamente el derecho al trabajo en pro de la dignidad humana y de su familia.

Pero para allanar la preocupación planteada por el Ministerio Público debemos respondernos el por qué no es un peligro que se considere este tratamiento para casos futuros. En primer lugar, debemos reconocer el escenario en el que fue dada la decisión. La corte conocía de un recurso de apelación a una resolución que denegaba la solicitud de variación de medida de coerción. Debemos considerar que en el fondo la solicitud también fue rechazada en la apelación pues la medida se mantuvo. Lo que sucedió fue que se dio espacio al alegato adicional y complementario de los abogados que llevaron la defensa técnica, quienes con agilidad y presteza plantearon que en caso de que no se variara la medida, ésta se pudiera ejecutar con otras modalidades, permitiéndole entonces el derecho al trabajo, el ejercicio de la profesión a Jean Alain. Pero, al mismo tiempo, el arresto se mantiene exactamente igual. Posibilidad permitida al tribunal en virtud del artículo 226 del Código Procesal Penal, pues el arresto es domiciliario y el domicilio es el lugar donde se vive o donde se tiene el centro de negocio o trabajo. Ante estos planteamientos el tribunal analizó la pertinencia o necesidad de la medida y la razonabilidad de limitación de derechos para el cumplimiento del fin de esta.

La razón por la que es posible que en otros casos no sean ejecutadas fórmulas similares, entiendo que reside en cuestiones meramente particulares a cada caso. Bien puede ser la naturaleza de la medida de coerción que pese sobre el imputado. Otro de estos motivos puede ser la naturaleza de la profesión u oficio, o la oportunidad del espacio para ejercerlo. Finalmente, cuestiones particulares a la defensa técnica que representa cada imputado. Los abogados no tienen la misma estrategia de defensa en todos los casos y no todos tienen los mismos recursos ni la misma calidad ni eficiencia. En el caso particular de Jean Alain Rodríguez, los abogados de su defensa se comportaron con agilidad, con presteza, constancia y diligencia suficientes, atendiendo al mandato deontológico de servir eficazmente a su cliente.

El hecho de que algunos imputados no hayan ejercido el derecho o no se les haya protegido, no puede servir para castigar a quienes lo han hecho. Mucho menos derivar consecuencias en contra del que ha sido favorecido con la garantía del derecho fundamentándose en que los demás no lo han hecho o los tribunales en algún momento no los han favorecido. Cabe recordar que el tribunal tiene la facultad de fallar de manera diferenciada en los casos a su cargo, siempre que justifique y motive debidamente ese trato.

Lo que trae mayor desazón es que el fantasma del enemigo en el derecho penal viene marcando, con sobrados bríos, la carrera en un camino hacia un Estado Inconstitucional, rémora oprobiosa de un pasado caprichoso y despótico, donde el privilegio constituye la única expresión de los entonces malhadadamente llamados derechos y garantías.