Los penosos recientes tiroteos masivos de los Estados Unidos nos dejan azorados y sorprendidos con respecto a las pocas posibilidades de acción que tienen los individuos para evitar los desgastes de tales situaciones. Se podría pensar que “eso no tiene arreglo” porque la firmeza en las convicciones con respecto al derecho del porte de armas o con respecto a la posibilidad de tomar medidas federales hacen muy difícil el diálogo. Por ejemplo, porque estadísticamente es cierto, se asume que las balaceras (los mass shootings) son “excepcionales”. A lo que cabe la pregunta: ¿Cuántos tendrían que ser para ser calificados de recurrentes?  También sería justo preguntar por qué tendría que extenderse aún más el registro de este tipo de eventos antes de tomar medidas colectivas. Es desolador también comprobar que en algunos estados es más difícil comprar un chaleco antibalas que un arma. Se asume que el interés por la autoprotección es mayor indicador de propensión a la violencia que el interés por la agresión.

Consuelo a algunos de los sobrevivientes de la matanza del 1 de junio en Tulsa, Oklahoma.

El derecho al porte de armas se está enfocando como un derecho de los individuos, cuando, en realidad, se está dejando de considerar el derecho y los deberes con respecto a la colectividad. Todo el mundo tiene derecho a la salud, pero para tener derecho a fabricar e indicar medicamentos, hay que pasar muchas pruebas. Para adquirirlas también, que si no su intercambio se denomina “tráfico de sustancias ilícitas”. En el mismo tenor, tenemos el derecho al libre tránsito de personas, pero para comprar un vehículo, por asuntos de prevención de lavado de activos, la adquisición debe ser justificada por un proceso que demuestre el origen de los fondos. Y la posesión del vehículo no significa permiso de conducirlo. Como todos sabemos, es un proceso aparte cuya revisión debe ser realizada cada cierto número de años.

Desde esta región del mundo, aunque quedemos consternados, algo que sí podemos hacer es utilizar la advertencia para prevenir que este tipo de situación crezca silvestre en América Latina.  Lo primero que resalta a la vista es que los países con mayor número de armas en manos de civiles (Brasil y México) son los que acusan mayor número de pérdidas económicas debido a la violencia.  El caso mexicano es especialmente grave, porque también es aquél donde proporcionalmente con respecto al PIB estas pérdidas son mayores.  Esta situación también es evidencia de un fenómeno especialmente descorazonador: en el continente hay muchas más pérdidas por conflicto entre la sociedad civil que por situaciones de confrontación armada entre civiles y representantes del estado.

En este contexto, la buena noticia obtenida gracias a una investigación llevada a cabo por la fundación Konrad Adenauer es que una mayor proliferación de armas no se relaciona con un mayor número de homicidios con estos instrumentos. En otras palabras, que, al menos en la región, la presencia o ausencia de “juicio” en los individuos parece tener mayor incidencia que la presencia o ausencia de los medios para ejercer la violencia.

Algo de esto saben los colombianos quienes, durante décadas han estado diseñando, implementando y midiendo intervenciones a favor de la reducción de la violencia.  Y lo han hecho con la colaboración de entidades feministas, del sistema de Naciones Unidas, estatal y,  recientemente, desde el ámbito de la colaboración público-privada.

Por observación externa, por experiencia propia y, en última instancia, por necesidad algunos países latinoamericanos se han visto compelidos a encontrarle una solución a este tipo de problemática y nos pueden servir de ejemplo a todos los que estamos en otros puntos del espectro del manejo de la violencia.