Con la convocatoria para este sábado de la Marcha Mundial de la Marihuana, a celebrarse por primera vez en el país, eliminé por fin este tema de mi lista de cosas que -para citar a Serrat– en este país “no se dicen, no se hacen, no se tocan”. Y de paso se me ocurrió darle un repasito a ese listado que tanto espanta a la sociedad dominicana, siempre tan aficionada a la moralina, para ver cuánto hemos avanzado en relación a una serie de temas que, las más de las veces, implican la negación de libertades y derechos.

 

Tal es el caso de la marihuana, que aunque no se dice, sí se hace, a veces con consecuencias penales desastrosas para los usuarios. Mejor que sea el director de Casa Abierta -uno de los convocantes de la marcha del sábado- el que explique las ventajas de la legalización, aunque ya sabemos por la experiencia de otros países que esta medida reduce la criminalidad, aumenta los ingresos fiscales del Estado y reduce el consumo de alcohol. Esto último resulta de interés particular en RD, que según datos del Ministerio de Salud ocupa el séptimo lugar entre los países de mayor consumo de alcohol en el hemisferio; tiene un 13% de población alcohólica; y una de cada 20 muertes y casi el 50% de los accidentes de tránsito están vinculados a dicho consumo. Y ni hablar de la violencia, particularmente las agresiones machistas y los feminicidios, donde el alcohol es con frecuencia un factor desencadenante o facilitador.

 

Continuando con la lista de temas tabú, la reciente entrada en vigencia de la ley de eutanasia en España nos recuerda que las leyes dominicanas siguen negando a la ciudadanía el derecho a una muerte digna, elegida libremente, lo que constituye una franca violación de la autodeterminación personal y la libertad de culto, visto que la prohibición legal de la eutanasia se basa en su satanización religiosa. No está de más señalar que a la Iglesia lo que parece molestarle no es tanto la muerte en sí como el ejercicio de autonomía corporal que representan tanto la eutanasia como el aborto; por el contrario, las muertes decretadas por el Estado le preocupan muchísimo menos, como revela su apoyo histórico a la pena de muerte y a la “guerra justa” (como si tal cosa existiera).

 

De ahí que los curas y pastores dominicanos se muestren tan compresivos ante los centenares de ejecuciones extrajudiciales que realiza cada año la Policía Nacional. Ezequiel Molina, por ejemplo, no disimula su simpatía con la práctica, igual que cierto cardenal de tristísima recordación. Al obispo Masalles, defensor supremo de la vida intrauterina -que según Google nunca ha cuestionado los asesinatos extrajudiciales, ni siquiera para guardar las apariencias- seguro que se le explota un aneurisma si le mencionan la eutanasia.

 

Ya que de curas y pastores hablamos, no hay que pasar por alto otro ítem de la lista, el derecho a ser ateo sin sufrir discriminación, siendo el ateísmo el único tabú mayor que la homosexualidad que a mi juicio queda en la sociedad dominicana. Es tan severa la condena social del ateísmo que ni siquiera ese 18.4% de ciudadanos que en las encuestas dice no pertenecer a ninguna religión se atreve a mencionar la palabra. Nada atenta contra el poder eclesiástico como el librepensamiento, lo que explica la insistencia con que las iglesias lo tachan de pecaminoso o demoníaco. De ahí también la tradicional prohibición de enterrar ateos, suicidas y excomulgados en los cementerios católicos, lo que en principio impediría la inhumación de cualquier mujer que se haya practicado un aborto -delito al que corresponde la excomunión automática o latae sententiae-, aunque no lo impide en casos como el de Jozef Wesolowski o el de Trujillo, que recibieron las honras fúnebres tradicionales. De seguro que los responsos y las misas de cuerpo presente tampoco se las negarán a ninguno de los corruptos, narcotraficantes y sinvergüenzas que han pasado (y siguen pasando) por la administración pública, pero que no se pierden una misa conmemorativa o un Te Deum en la Catedral ni que los maten.

 

Otro tema del que apenas se habla en el país es el de la prostitución, un renglón laboral sobre el cual no existen cifras ni datos de investigación, contrario al tráfico de mujeres, sobre el cual hay algunos estudios recientes, o la explotación sexual de menores, que al menos se denuncia (y de vez en cuando se persigue judicialmente), aunque tampoco se ha dimensionado en términos cuantitativos. El Centro de Orientación e Investigación Integral (COIN), la entidad que más seguimiento le ha dado al tema a lo largo de los años, estima que más de 250,000 mujeres dominicanas se ganan la vida con el trabajo sexual, cifra que podría duplicarse si se incluyen modalidades no tradicionales como el sexo virtual, la pornografía, etc.

 

De ser ciertos estos estimados, la prostitución sería por mucho el principal renglón de empleo femenino, superando las cerca de 100,000 mujeres que trabajan en zonas francas y las casi 242,000 dedicadas al servicio doméstico. ¿Cómo es entonces que ni el Ministerio de Trabajo, ni el de Economía, ni el Banco Central ni la ONE han producido estadísticas ni estudios de ningún tipo sobre este sector, que además de numeroso es el más desprotegido, sus trabajadoras las más expuestas a explotación y abusos? La falta de información las invisibiliza como trabajadoras y como seres humanos, contribuyendo a su desprotección laboral así como a la naturalización de una práctica que pide a gritos un análisis crítico.

 

Porque ¿qué hay en los modelos sociales de feminidad y masculinidad que normaliza la transformación de una mujer en mercancía? ¿Qué hay en la forma en que criamos a niñas y niños que lleva a las mujeres a asumirse como objetos para el placer ajeno y a los hombres a asumir una sexualidad depredadora desvinculada de todo sentimiento, donde la mujer es poco más que una cosa a su servicio? ¿Qué clase de sociedad considera natural la mercantilización de los cuerpos y del placer? Más que ninguna otra práctica, esta compra-venta de cuerpos pone al desnudo las dinámicas de poder/subordinación que siguen pautando las relaciones de género en el patriarcado criollo y que se expresan de múltiples formas, como en las uniones de hombres adultos con niñas, en la resistencia de nuestros legisladores a tipificar la violación marital, en el fenómeno de las mujeres chapeadoras, etc.

 

Por último, consideremos el fenómeno de la anorgasmia femenina, tema sobre el cual hace décadas no se hace ningún estudio en el país, por lo que debemos acudir a las estadísticas internacionales, según las cuales alrededor del 40% de las mujeres padece este problema. La falta de estudios nacionales no solo contribuye a su invisibilización y consecuente normalización, sino que nos impide entender las causas del problema -y por ende, sus posibles soluciones-. El contraste con la atención prestada al placer sexual masculino no podría ser mayor, como revela la cantidad de Viagra y sucedáneos que se comercializan libremente en el país.

 

Para entender mejor la situación, tomemos en cuenta lo siguiente: el método anticonceptivo más utilizado por las mujeres dominicanas es la esterilización quirúrgica, que requiere una intervención con anestesia e internamiento, en contraste con la vasectomía, que se hace de manera ambulatoria en el consultorio médico y no requiere internamiento. Según la Enhogar-MICS, el porcentaje de parejas casadas o unidas que utiliza la esterilización femenina es de 30.5%, en tanto solo el 0.1% utiliza la vasectomía. ¿Y cuál es el principal temor de los hombres en relación a la vasectomía? Según Planned Parenthood, 3 de los 5 mitos más comunes tienen que ver con la potencia/placer sexual masculinos: efectos sobre las erecciones, efectos sobre la eyaculación, efectos sobre el deseo sexual. Nada de esto es cierto: está súper comprobado que la vasectomía no afecta adversamente la sexualidad masculina, a pesar de los mitos y obsesiones al respecto.

 

Mientras tanto, el 27.6% de las mujeres dominicanas utiliza un método hormonal, incluyendo el 16.5% que utiliza la píldora, métodos que sí afectan adversamente la sexualidad femenina. A pesar de que las píldoras actuales tienen mucho menos hormonas que en  épocas anteriores, estudios recientes muestran que su uso sigue afectando negativamente el deseo sexual, la excitación, la lubricación, el dolor y el orgasmo femeninos. En particular, al comparar a las usuarias de píldora con las de métodos no hormonales, se observa que el 43% de las primeras reporta una reducción del deseo sexual, contra un 12% de las segundas. ¿Qué porcentaje de las usuarias de métodos hormonales en RD son informadas por sus médicos de la posibilidad de sufrir estos efectos adversos? ¿Cuántas utilizarían el método en caso de ser informadas? ¿Esto siquiera se enseña en las escuelas de medicina y en las residencias de ginecología o es que a nadie le importa?

 

Cuando pensamos en los derechos humanos solemos ubicarnos en el ámbito de lo público y raras veces pensamos en situaciones de la vida privada, como el derecho al buen morir, a tener una sexualidad placentera, a no tener creencias religiosas, etc. Es hora, pues, de repensar los derechos y empezar a politizar más nuestra vida privada.